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Deméter y Perséfone |
Elementos Ctónicos y Ritos de fertilidad |
En el campo de la Religión griega, al igual que ocurre en otros aspectos de la vida cultural griega, cuando hallamos los primeros documentos suficientemente explícitos para poder pintar un cuadro de ella con algún colorido y relieve, nos encontramos no con un estado de cosas original, sino con la culminación de un largo proceso de formación. Este proceso que culminó en los poemas homéricos fue enormemente largo en el tiempo y, aunque conocemos muchos de los elementos que, a lo largo de él, se integraron y fusionaron, aún quedan muchos puntos oscuros o sujetos a interpretaciones diversas.
La imagen en boga durante mucho tiempo estuvo dominada por el antropomorfismo: una religión racional, luminosa, dominada por dioses antropomórficos, personificaciones de fuerzas naturales y sujetos a las mismas pasiones y emociones, magnificadas, de los humanos. El dios estaba hecho a imagen y semejanza del hombre. Hoy en día, los estudios de religión griega han ido por otros derroteros. Lo que preside todas las fiestas religiosas griegas es un profundo terror religioso. Su finalidad, apaciguar las potencias malignas. Los medios suelen ser de carácter mágico y, con frecuencia, intervienen animales sagrados o divinos. Junto al deseo negativo, apotropaico, de apartar las potencias malignas, encontramos la intención de promover la fertilidad de la tierra y de la tribu. En el mito de Deméter y Perséfone hallamos el culto a la Tierra Madre, generalizado en las primitivas religiones egeas. La figura de Perséfone (madre en verano, doncella en primavera, raptada y retenida en los infiernos durante el invierno) responde a los ciclos naturales de la vegetación y simboliza el deseo de la tribu de que el ciclo se cumpla una vez más, fomentado a través de la fuerza mágico mimética. Igualmente en primavera se llevaban a cabo los ritos de iniciación tribal en que los niños se convertían en hombres acabados. Esta misma noción del niño en tránsito a la madurez se aplicaba al sol joven después del invierno.
Todo ello es comprensible en el marco de pequeñas comunidades agrarias, abrumadas por la precariedad de la vida y la siempre amenazante presencia de la muerte, dependientes, en todo, de la cosecha de pequeños trozos de tierra, que, si el espíritu de la vegetación, el Salvador, no nacía, perecían irremediablemente. Y lo que es aún más importante, comunidades que desconocían por qué las cosechas podían perderse o lograrse. En dicha ignorancia, cualquier desastre que afectase a la tribu era considerado un asunto de profanación o de pecado no expiado. Tal era el fundamento de una religiosidad basada en el terror y con aspectos brutalmente crueles, incluso sacrificios humanos.
En tal estado de cosas era naturalmente de suma importancia saber qué era lo que debía hacerse y qué se debía cuidadosamente evitar. Toda conducta estaba presidida por el miedo a hacer algo irreparable para la comunidad. De ahí la importancia que adquiere la idea de "lo lícito": el cúmulo de experiencia que se ha mostrado beneficioso o, al menos, no nocivo, guardado en las costumbres antiguas, tradicionales y divinas, cuyos depositarios son los ancianos, los sacerdotes o, en último término, los muertos a través de los oráculos. A este último respecto se ha recalcado, con justicia, que la consulta a los oráculos no se hacía tanto por cuestiones concretas, sino, más bien, se les interrogaba por cómo comportarse. De ahí la generalidad y ambigüedad de muchas de sus respuestas.
El sincretismo originario
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Diosa de las serpientes |
Este panorama ha sido, con frecuencia, atribuido a una religión pregriega,
adjetivada generalmente de egea o, más específicamente, de minoica. La religión
griega clásica sería, según esta concepción, el fruto del sincretismo de una
religión prehelénica (elementos ctónicos) y una protogriega (dioses olímpicos).
Una concepción tal es una simplificación y un anacronismo, al tiempo. Por un
lado, en la religión griega apenas queda otro vestigio de las divinidades
indoeuropeas que el nombre de Zeus. Por otro lado, parece claro que ya la
religión micénica, en la medida en que podemos conocerla por las tablillas
escritas en lineal B, supone una fusión de elementos griegos, minoicos y aún
otros de origen diverso. Junto a culto tan mediterráneos como el de la Madre
Tierra, sin embargo ésta es adorada con un nombre de claro abolengo indoeuropeo:
Potnia. Por otra parte, junto a divinidades bien conocidas del Panteón clásico
(Zeus, Hefesto, Ares, Hermes, Deméter, Artemis) sorprende la falta de algunas
importantes como Poseidón o Afrodita, al tiempo que aparecen otras totalmente
desconocidas o no identificadas hasta ahora.
En los 600 años que siguieron a la caída del imperio micénico hasta los poemas
homéricos, este proceso de formación se vio modificado y enriquecido por la
invasión doria. El proceso de amalgama y fusión de los elementos de diferente
origen continuó. Los griegos de época clásica se representaban, en general, el
cambio como algo violento. Hablaban, por ejemplo, de una antigua generación de
dioses expulsada del reino celeste por una generación nueva. Imaginaban a Apolo
apoderándose del santuario de Delfos, anteriormente consagrado a la Gran Madre
cretense. Opusieron netamente los dioses celestes, triunfantes en el Olimpo, a
los dioses ctónicos de la fertilidad y de la muerte. La fusión y el sincretismo
continuaron, en fin, progresando hacia la configuración de un Panteón, el
Panteón clásico, que coexistió, sin embargo, con centenares de héroes y
divinidades menores, muchas de ellas importadas de Oriente o heredadas de la
Creta minoica, cada una con su santuario, su culto y su leyenda. Incluso las
divinidades superiores adquirieron un rostro y una historia diferentes según
las ciudades o santuarios donde eran adoradas.
En este largo y complejo proceso, la religión griega va a adquirir uno de sus
rasgos más característicos: desprovista de revelación y de dogmas, sin una clase
sacerdotal unitaria que la codificara, formada, en lo esencial, en una sociedad
de carácter «feudal» sin estructura unitaria, enriquecida continuamente por mil
influencias diversas, la religión griega se convertirá en algo multiforme,
abierta a interpretaciones diferentes y, a menudo, opuestas, tolerante incluso
hasta con aquellos que la negaban.
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Zeus venciendo a los Gigantes |
El proceso de evolución a que hemos aludido se había cumplido ya de una manera
tan radical que resulta realmente difícil entender qué tipo de experiencia
religiosa encierra una religión como la homérica en que, aparentemente, lo
sobrenatural falta por completo. Según Dodds, determinadas experiencias a las
que nosotros «prima facies» no atribuimos significado religioso, deben ser, sin
embargo, interpretadas como tales. Este es el caso de lo que él llama
intervención psíquica: toda desviación respecto de la conducta humana normal,
cuyas causas no son inmediatamente percibidas, bien por la conciencia del
sujeto, bien por la observación de los demás se atribuye a un agente
sobrenatural, exactamente igual que en el caso de una desviación en la conducta
normal del tiempo o en el comportamiento de un arco. Tales agentes
sobrenaturales se encuentran tras una noción como la de ate, tentación divina o
infatuación, que llevó, por ejemplo, a Agamenón a resarcirse de la pérdida de su
favorita y que, como es sabido, fue el motor que puso en marcha toda la acción
de la Ilíada: "No fui yo la causa de aquella acción, sino Zeus, mi destino y la
Erinia que anda en la oscuridad" .
Una concepción de este tipo tuvo importantes consecuencias para el futuro de la
religión griega. La idea de intervención psíquica fue eliminando la vaguedad de
los daimones (daimones) indeterminados e innominados en beneficio de dioses
concretos, personales y definidos. Este proceso los poetas lo cumplieron
construyendo gradualmente la personalidad de los dioses, distinguiendo sus
funciones y habilidades y fijando su apariencia. Al conferirle personalidad a
los dioses los poetas hicieron imposible que Grecia cayera en el tipo de
religión mágica que prevalecía entre sus vecinos orientales.
Si se compara, sin embargo, la actitud del hombre homérico hacia la divinidad
con la noción cristiana de Dios, descubrimos en los Olímpicos un contenido
religioso de signo diferente. Frente a la idea cristiana de que para Dios no hay
nada imposible, los olímpicos están sometidos al orden del mundo. No pueden
crear de la nada, a lo sumo, inventar o transformar. Las intervenciones divinas,
por ejemplo, en Homero son muy diferentes a las del Jehová judío: los dioses no
anulan la personalidad del hombre; una amabilidad y una cortesía, de origen
claramente aristocrático, preside las relaciones de los hombres con los dioses.
En el canto I de la Ilíada (TEXTO
1:), Atenea no ordena a Aquiles que se abstenga de atacar
a Agamenón; sus palabras parecen, más bien, un consejo. Ello no es obstáculo para que
los dioses olímpicos tengan ciertas limitaciones. Las cosas deben de suceder
según un determinado orden. Y es ese orden, justo y bello, el que ellos
sancionan y garantizan. En este sentido es en el que se suele afirmar que los
dioses homéricos son naturales.
Resumiendo, la religión homérica supuso toda una serie de novedades:
a)
Expurgación moral de los viejos mitos: Hizo retroceder el culto a los muertos,
las prácticas supersticiosas, semibárbaras, sangrientas a las veces.
b) Supuso
una tentativa de poner orden en el antiguo caos: el Panteón homérico abstrajo la
multiplicidad casi infinita de dioses existentes, fijándolos en un número
reducido, racional e inteligible.
c) Adaptación a nuevas necesidades sociales:
Pasó de una religión tribal y agraria a una religión ciudadana. Los dioses
olímpicos no eran tribales ni locales. Eran todo fama, belleza y prestigio y
ello hizo posible una teología no dogmática: Dado el carácter natural de los
dioses, fue siempre posible identificar cualquier dios nuevo con algún aspecto
de los antiguos. Heródoto, en su viaje a Egipto, no tuvo dificultad en
identificar a Artemis con Bupastis, Apolo con Horus o Dioniso con Osiris.
Algunos dioses bárbaros podían no tener "traducción" griega y ser acogidos en el
seno de la religión griega. Esta no fue nunca una cuestión de «creencia» o de
«fe». Sólo en momentos en que todo el orden social pareció amenazado por la
filosofía de la «Ilustración» y la crítica de la Sofística, se persiguió a los
que «negaban» a los dioses.
La Época Arcaica
Una religión como la que acabamos de describir presentaba graves inconvenientes. En primer lugar, no daba respuesta a las cuestiones concernientes a la naturaleza de la divinidad, sus relaciones con los hombres y los fundamentos de la moral. La Filosofía y los Misterios intentarán aportar las respuestas. En segundo lugar, la religión olímpica encerraba ciertas peligrosas contradicciones que acabaron por desacreditarla. La humanización de una religión natural, a la larga, resulta contraproducente. La abstracción y racionalización de los dioses acaba produciendo divinidades arbitrarias, crueles y moralmente degradadas. Por último, las revueltas condiciones políticas y económicas de época arcaica pusieron en circulación nuevas ideas religiosas destinadas a satisfacer las necesidades del momento. La crisis económica del siglo VII, con su secuela de conflictos políticos que desembocaron en la sangrienta lucha de clases del siglo VI, tuvo como consecuencia un aumento de la inseguridad personal de la sensación de indefensión humana. Nuevas clases sociales en ascenso favorecieron la reaparición de esquemas culturales ya olvidados. Correlativamente en el terreno religioso se detecta un aumento de la superstición y de la magia, expresión del deseo de controlar los poderes arbitrarios que rigen la vida humana, al tiempo que se extiende, más fuerte cada vez, la creencia en una justicia compensatoria en la otra vida.
El rasgo más definitorio de todas estas nuevas actitudes es la idea de la hostilidad divina, de la existencia de un poder y sabiduría dominantes que mantienen al hombre abatido y le impiden remontar su condición. Esta concepción de la divinidad reaparece una y otra vez en poetas y filósofos como Simónides, Teognis, Heráclito o Solón. La idea de
phthonós (riesgo del éxito) llega a hacerse opresiva a finales de época arcaica. Paralelamente, la idea de
thonós comenzó a moralizarse. Ese celo o envidia divinos debía ser fruto de una justa indignación (némesis). Se pensaba que el éxito excesivo produce una saciedad especial, una autocomplacencia que irremisiblemente produce
hybris (arrogancia). Este complejo de ideas aparece ya muy claramente expuesto en Esquilo.
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Apolo purificando a Orestes |
Un segundo rasgo característico de la época es la tendencia a transformar lo sobrenatural en general y a Zeus en agente de la Justicia (Dike). En otras palabras, la tendencia a relacionar religión o moral. Los hitos de este proceso los señalan Hesiodo, Solón y Esquilo. El problema es el mismo en todos los autores: la existencia del mal en el mundo es un hecho objetivo. ¿Debe recibir el malvado el mismo trato que el justo de parte de los dioses? Las respuestas varían de un autor a otro, pero se dejan agrupar en dos grandes grupos. Por una parte, un puñado de pensadores y poetas piensan que el malo se verá castigado en su descendencia. La idea del castigo en la descendencia se basa en una organización social en cuyo centro está la solidaridad de la familia. Por ello, en Esquilo la respuesta alcanzará una formulación positiva, cuando la nueva legalidad de la ciudad, en
Euménides, al absolver a Orestes, rompe la cadena de crímenes y venganzas. Como consecuencia de este planteamiento la religión olímpica se vuelve coercitiva. Los dioses pierden sus cualidades humanas y se convierten en la personificación de principios morales: Zeus encarna la justicia cósmica.
Un tercer rasgo importante de la religiosidad de la época fue el terror a la
contaminación (miasma) y su correlato positivo, el deseo de purificación ritual
(katkarsis). La mancha puede heredarse o contagiarse. Nunca se puede estar
seguro de no haberla contraído. La pureza, cabe recalcarlo, no implica
conciencia o intención. Sólo a partir del siglo V empezaremos a oír algunas
voces proclamando que no basta con tener las manos limpias.
Finalmente, el proceso de moralización alcanzó también a la noción de ate. Toda
una especulación religiosa hizo de ella un engaño deliberado de los dioses que
arrastra a nuevos errores, intelectuales o morales, por los que el individuo se
precipita en su propia ruina. La idea de ath, tal como aparece ya en Esquilo, es
el resultado de una profunda reflexión religiosa. Para los personajes esquileos
son los espíritus malignos o bien un demonio doméstico vengador, quien labra la
ruina. En este sentido se expresa Jerjes en los Persas, en tanto que la sombra
de Darío explica el desastre como un castigo de Zeus motivado por la hybris del
rey persa. Es frecuente encontrar estos dos niveles en las tragedias de Esquilo.
Los personajes, por su lado, explican los acontecimientos como el resultado de
fuerzas malignas en acción; el pensamiento del poeta, expresado generalmente
por boca del coro, ve en ellos el triunfo de la voluntad dominadora de Zeus
ejecutándose a sí misma a través de una inexorable ley moral.
La teología de ESQUILO, la más profunda quizá de todo el período, fue un
intento de liberar al hombre de esa atmósfera angustiosa y opresiva, proponiendo
la creencia en una justicia universal garantizada por Zeus. Pero para que la
Justicia triunfe en el mundo debió triunfar primero en el cielo. Este es quizá
el sentido de la trilogía de la que sólo conservamos el Prometeo, donde se
mostraba la evolución de un Zeus joven, tiránico y arbitrario a un Zeus
encarnación de la Justicia. Es la misma «fe» en el triunfo de la justicia
racional de Euménides, tras los horrores de Agamenón y Coéforas
Las Corrientes Místicas
Desde el siglo VII Y durante toda la época arcaica recorren todos los confines de Grecia corrientes religiosas de signo totalmente diferente a las que acabamos de ver, caracterizadas todas ellas por rituales especiales tendentes a la unión con la divinidad y por doctrinas dualistas que oponían radicalmente el cuerpo y el alma. Lo novedoso de todas estas manifestaciones no es la idea de supervivencia post mortem, ni de castigos y recompensas en la otra vida, sino el convencimiento de que el hombre alberga un yo oculto de origen divino. Esta es la idea central que, con diversos ropajes, reaparece en los diferentes movimientos. En el orfismo y en el dionisismo bajo la especie mítica del origen del hombre, nacido de las cenizas de los Titanes, destruidos por el fuego de Zeus por haber devorado al niño Dioniso. De ahí que el hombre porte un elemento titánico, demoníaco y otro de origen divino. En el pitagorismo la idea se expresa a través del origen divino del alma implícito en la creencia en la transmigración. El nuevo esquema religioso rompió el equilibrio cuerpo-alma e introdujo una nueva interpretación de la existencia humana. En todos los casos se trata de creencias importadas. Los propios griegos reconocían en Dioniso, el dios que domina toda la corriente mística, un dios extranjero.
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Dionisos ante dos ménades que le ofrecen un cervatillo |
El dionisismo se expresó especialmente a través de los orgía, de los que Eurípides en las Bacantes nos ha dejado una descripción impresionante. Se celebraban de noche y quedaban excluidos de ellos los no iniciados. Las mujeres (menades) tenían un papel predominante. Conducidas por un joven sacerdote, poseído por el dios, ejecutaban una danza desenfrenada, al son de la flauta y el tímpano, por las montañas. Los gritos, el vino ingerido, la excitación de la música y la danza, las transportaba a un grado de frenesí hasta que alcanzaban la
ékstasis ("salida de sí mismas") y el enthousiamós ("posesión espiritual por el dios"). En tal estado tenían visiones y despedazaban a un animal cuya carne cruda comían en una especie de comunión
Demeter Ménade dionisiaca
Algunos de estos elementos, especialmente la ékstasis reaparecen en el orfismo y el pitagorismo. Para ellos se ha postulado un origen chamánico. El chamán es un «personaje psíquicamente inestable que ha recibido una vocación religiosa». Mediante un entrenamiento riguroso que incluye el silencio y el ayuno, adquiere la capacidad de disociación mental, de
ékstasis, durante la cual el alma abandona el cuerpo. En dicho estado el chamán puede realizar viajes a las regiones más apartadas, ser visto en dos sitios diferentes contemporáneamente. Frecuentemente actúa como
psicopompo o conductor de las almas de los muertos al más allá. Y, en todo caso, es el depositario de una sabiduría supranormal que lo capacita para la adivinación, la poesía religiosa, la medicina mágica.
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Orfeo |
Durante toda la época arcaica abundan en Grecia hombres de estas características y capacidades: Orfeo, Abaris, Aristeas, Hermotimo, Epiménides, Zalmoxis, Empédocles. Pitágoras fue el chamán más importante. A partir de su propia experiencia desarrolló la doctrina de la reencarnación de las almas. Es dudoso que el orfismo compartiera con el pitagorismo dicha doctrina, si bien en otra serie de puntos muestran coincidencias notables: doctrina del cuerpo prisión del alma, práctica del vegetarianismo, creencia de que las consecuencias desagradables del pecado pueden borrarse en este mundo o en el otro mediante prácticas rituales.
Se ha señalado que todos estos movimientos encontraron el caldo de cultivo adecuado en las aspiraciones de redención de las masas campesinas depauperadas a consecuencia de la crisis económica del siglo VII. Incluso se ha querido ver en el pitagorismo un movimiento de claro signo democrático.
Sea como fuere, lo cierto es que la doctrina de la reencarnación ofrecía una solución más satisfactoria al problema de la justicia divina que la de la culpa heredada o el castigo post mortem. Al independizarse el individuo frente a la familia, la noción de culpa heredada se hizo insostenible. En cuanto al castigo postmortem, no explicaba el sufrimiento del inocente. La reencarnación aportaba, en cambio, una explicación convincente: todas las almas están en este mundo expiando crímenes anteriores en una larga educación que culmina con su liberación del ciclo de los nacimientos y su regreso al origen divino.
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Apolo |
El poder de la corriente mística favoreció la proliferación durante la época
arcaica de la adivinación y, muy especialmente, de la adivinación inspirada. Es
esta una modalidad por la que Homero muestra poco interés y a la cual no hay
consagrada una divinidad especial. En el período arcaico un dios va a
patrocinarla: Apolo. Sus oráculos eran innumerables y su reputación se extendió
incluso entre los bárbaros. Sin embargo, Apolo fue, sobre todo, el dios de Delos
y Delfos. En este último santuario, donde vaticinaba a través de la Pitia, fue
donde adquirió sus rasgos más característicos y desde donde ejerció una
influencia inmensa en todos los aspectos de la vida griega de época arcaica.
La moral délfica se expresó en el enunciado de una serie de máximas, algunas de
las cuales hicieron fortuna y recibieron, posteriormente, un contenido religioso
que originalmente no tenían. Como expresión del legalismo más puro, dichas
máximas invitaban al hombre a no salir de sus límites y respetar el orden
establecido: «inclínate ante la divinidad», «permanece en tus límites»,
«domínate», «respeta la autoridad», «sé respetuoso en tus palabras. Las dos
célebres máximas, méden agan ("nada demasiado") y gnóthi seatón ("conócete a ti
mismo") son máximas délficas.
Apolo se convirtió en el legislador por excelencia y en el intérprete de las
leyes. Su competencia jurídica se ejerció particularmente en materia de
homicidio, donde logró sustituir la vieja práctica de la venganza por la de
purificación. Al obrar así, Apolo estaba interpretando correctamente el cambio
social, que se operaba en Grecia; comprendió que la vieja organización
patriarcal estaba herida de muerte y apoyó a los estados que buscaban la
superación e integración de la familia en la ciudad. Supuso también un progreso
moral, al afirmar el valor de la vida humana. En punto a pureza fue más lejos
que el orfismo o los misterios, al exigir no sólo pureza ritual sino también
pureza de intenciones y rectitud moral.
Desde el punto de vista estrictamente religioso, Delfos tuvo el mérito de
reconciliar a Dioniso con Apolo, integrando a aquél y despojándolo de todo lo
que chocaba a los griegos: orgía, danza, frenesí.
La religión de la Polis
El arcaísmo, acabamos de verlo, había fijado de modo casi definitiva la forma y
el espíritu de la religión oficial. No obstante, una religión estatal, como la
del período clásico, se basa fundamentalmente en la resignación: la observación
del culto tradicional, la obediencia de los mandatos del estado, la aceptación
del destino individual. Una religión de resignación es aceptable mientras se
piensa que los dioses, al fin y al cabo, manejan convenientemente los asuntos
humanos. Este fue el caso del período que siguió a la victoria sobre los
persas. Pero una religión tal de poco sirve en las épocas difíciles y, si además
está apoyada en unos dioses tan lejanos y faltos de fervor como los olímpicos,
la vida religiosa, enteramente municipalizada, tardará en hacer crisis lo que la
propia ciudad.
En este clima, dos temas preocuparon especialmente al pensador religioso: el
del Destino y el de la Justicia. En este sentido, es de destacar las ideas de
Esquilo al respecto, su interés en proclamar la existencia de una justicia
racional, encarnada por Zeus, que diera sentido a la convivencia en el marco de
una organización ciudadana solidaria. Esquilo logró la reconciliación entre los
Olímpicos y la humanidad, pero pocos le siguieron por este camino.
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Edipo y la Esfinge |
La resignación de Sófocles |
La contradicción entre justicia divina y destino humano fue objeto de una reflexión, mucho más profunda y desgarrada, por parte de Sófocles, que expuso principalmente en su
Edipo Rey. Edipo, hay que proclamarlo alto, es la víctima inocente de una desgracia que no puede evitar. Sobre ello reflexiona Sófocles, pero no para hacer del tema una tragedia de «la condition humaine», que versa sobre temas tales como la libertad humana y el determinismo divino. Tales ideas son esencialmente cristianas. Lo que Sófocles nos quiere decir es que no cree que los dioses sean justos en el sentido humano. Y, sin embargo, Sófocles cree que los dioses existen y que hay que venerarlos. La pregunta, más inteligible si se olvida por un momento la acción dramática y se la pone en boca de un ciudadano ateniense, es una afirmación de la necesidad de confiar en Delfos, los oráculos, el «conglomerado heredado»; si no, toda la máquina religiosa se viene abajo. La justicia de los dioses no es incompatible con su veneración. La idea de que Dios es justo es una idea cristiana, aunque hunda sus raíces en el pensamiento griego, especialmente en Platón y los estoicos. Es la creencia en un orden objetivo del mundo que debe ser respetado, pero que no se debe esperar comprender totalmente. Este es el drama de la inteligencia humana: resuelve todos los enigmas, incluso el más importante, que la felicidad se basa en una ilusión. Todo hombre es potencialmente Edipo. Tal es la resignación que Sófocles predica, basada en su profundo pesimismo.
La aceptación de esta contradicción radical entre dioses y hombres era algo que
la mayoría de los espíritus ilustrados no estaban dispuestos a aceptar. Las
nuevas condiciones políticas y económicas que abocaron en el establecimiento de
un sistema democrático y la aplicación de la ciencia natural a las costumbres e
instituciones humanas, posibilitaron el surgimiento de un poderoso movimiento
intelectual que cuestionó todos los valores heredados, mediante un escepticismo
sistemático, que buscaba establecer una distinción neta entre lo natural y lo
convencional, lo que es por fysis y lo que es por nomos. Nada escapó al examen de los
sofistas, movimiento cuya unidad consistió más en la comunidad de temas y la
forma de tratarlos que en las respuestas aportadas. Y naturalmente los dioses,
soporte de toda la vida ciudadana de la que ellos se proclamaban maestros,
fueron blanco predilecto.
Para PROTAGORAS, el hombre es la medida de todas las cosas. Al no ser el alma
más que sensaciones, no puede haber norma absoluta. Y lo que a uno parece justo
a otro puede parecer injusto. El individuo, liberado de las convenciones
sociales, religiosas y morales, es invitado a juzgar con las armas de su razón:
Zeus no es necesario, luego no existe. La ley y el orden establecidos son una
invención humana; prueba de ello es que cada pueblo se representa a sus dioses
de forma diferente.
Por este camino que no hizo más que ahondar en las contradicciones existentes
en los dioses olímpicos, la religión quedó explícitamente descalificada.
Búsqueda de nuevas verdades: Platón |
En el ambiente de desconcierto e inseguridad que siguió al derrumbe de la ciudad
estado, Platón intentó apuntalar los valores religiosos tradicionales, sobre los
que construir una ciudad de la justicia. Su ciudad ideal no es más que una
afirmación de la pólis. Importa señalar este planteamiento político para
entender la extraña religión que Platón propone. Los dioses platónicos son la
consecuencia última de sus ideas políticas.
En el terreno científico Platón combatió el escepticismo. Recogiendo la idea
pitagórica de que la esencia de las cosas no radica en su materia sino en su
forma, identificó ésta con la función, de suerte que la forma es la causa de una
cosa. Ahora bien, la causa no es anterior a la cosa, sino responde a su
finalidad, y ¿qué finalidad puede admitirse en los fenómenos naturales o los
seres irracionales? ¿No habrá que postular una inteligencia suprema y
organizadora?
Esta es la base sobre la que Platón construyó su teología. Su piedra angular es
el argumento del movimiento: tiene que haber algo, una causa, que comunique el
movimiento. La única cosa que puede moverse a sí misma es la psyché ("alma").
Luego el alma es anterior a la materia. En su argumentación Platón se preocupa
de demostrar la inteligencia y moralidad de esta causa primera. Puede que exista
un alma mala, como muestra la existencia de movimientos desordenados. Pero el
alma buena tiene el poder supremo; los movimientos más importantes (las
revoluciones de los astros, la sucesión noche día, la secuencia de las
estaciones, etc.), prueban, a escala cósmica, un orden y regularidad de origen
divino. Por otra parte, Platón sentía un profundo apego por los dioses
olímpicos. La consecuencia fue postular que los olímpicos no son más que las
almas de los astros y que el alma misma posee una naturaleza astral.