Canta, Diosa, la cólera de Aquiles el Pelida, la
que, funesta, trajo dolor innumerable a los aqueos y sepultó en el Hades
tantas fieras almas de héroes, a quienes hizo presa de perros y de
todas las aves (la voluntad de Zeus se cumplía) a partir del instante en
que por vez primera se enemistaron disputando el Atrida, rey de
hombres, y Aquiles el divino.
¿Cuál de los dioses los lanzó en disputa a pelearse
mutuamente? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, introdujo
una peste maligna en el ejército. Y perecían los guerreros por culpa
del ultraje que infiriera el Atrida al sacerdote Crises. Este, para
liberar a su hija, se había presentado en las veloces naves de los
aqueos con un rescate inmenso y con las ínfulas del flechador Apolo,
colgando de áureo cetro en las manos; y a todos los aqueos y
especialmente a los dos Atridas, jefes de pueblos, asi les suplicaba:
"¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Ojalá os concedan los
dioses, que habitan olímpicos palacios, saquear la ciudad de Príamo y
volver felizmente a casa. Poned en libertad a mi hija y recibid a
cambio este rescate, si es que teméis al hijo de Zeus, al flechador
Apolo."
Todos los aqueos aprobaron con unánime voz que se
respetara al sacerdote y se recibiese el espléndido rescate. Pero al
Atrida Agamenón no le pareció bien el trato. Con violentas palabras
despidió noramala a Crises: "Que no te encuentre, anciano, junto a las
cóncavas naves, o porque te retrases, o porque vuelvas luego, pues de
nada van a servirte ese cetro y las ínfulas del dios. No pienso liberar
a tu hija. Le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su
patria, atendiendo el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete. No
excites mi ira, si quieres irte sano y salvo."
Así dijo. El anciano sintió miedo y obedeció.
Silencioso, se fue por la ribera del estruendoso mar. Y, alejándose, se
dirigió al soberano Apolo, a quien engendró Leto, la de la hermosa
cabellera: "¡Óyeme, tú, el del arco de plata, que proteges a Crisa y a
la sagrada Cila y en Ténedos gobiernas con todo tu poder, Esmínteo! Si
alguna vez fui a postrarme a tu gracioso templo, o si quemé en tu honor
pingues muslos de toros o de cabras, cúmpleme el deseo de que los dánaos
paguen mi llanto con tus flechas."
Fue su plegaria. La escuchó Febo Apolo y bajó desde
las cimas del Olimpo, irritado en su corazón, con el arco y el bien
cerrado carcaj sobre los hombros. Resonaron las flechas en los hombros
del Irritado cuando se puso en movimiento. Iba parecido a la noche. Se
apostó lejos de las naves, disparó un dardo, y del arco de plata brotó
un terrible silbido. Apuntaba primero a los mulos y a los ágiles
perros; lanzó luego las agudas saetas contra los hombres, y ardían sin
cesar numerosas hogueras de cadáveres.
Durante nueve días se pasearon las flechas del dios
por el ejército. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo a la asamblea.
Se lo puso en la mente la diosa de los blancos brazos, Hera; estaba
preocupada por los dánaos, a quienes veía morir. Cuando todos se
hubieron reunido, se levantó Aquiles, el de los pies ligeros, y dijo: «Atrida,
creo que tendremos que regresar a casa, errantes de nuevo, si es que
escapamos a la muerte, si la guerra y la peste unidas no terminan con
los aqueos. Consultemos sin pérdida de tiempo a un adivino, sacerdote o
intérprete de sueños (también el sueño viene de Zeus) que nos diga por
qué se irritó tanto Febo Apolo, si está quejoso por culpa de algún voto
o de alguna hecatombe, y si, participando del olor de la grasa quemada
de corderos y cabras sin tacha, querrá alejar de nosotros la muerte."
Después de haber hablado así, se sentó. Se levantó
entonces Calcante, hijo de Téstor, el mejor de los augures, que conocía
lo que es, lo que fue y lo que será, y había conducido las naves de los
aqueos hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le otorgara Febo
Apolo; se dirigió discretamente a la asamblea y dijo: "¡Oh Aquiles
querido por Zeus! Me ordenas explicar la cólera de Apolo, el soberano
que nunca yerra un blanco. Lo haré. Pero tú prométeme y jura que estarás
dispuesto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un
hombre que ejerce gran poder entre todos los argivos y a quien obedecen
los aqueos. Es peligroso un rey cuando se enoja con un inferior, y si
hoy reprime su ira, nutre mañana en su corazón el rencor hasta que lo ve
satisfecho. Dime si estás resuelto a protegerme."
Aquiles, de ligeros pies, le respondió: "Confía en
mí y declara el augurio que sabes. Pues te juro por Apolo querido por
Zeus (a quien tú, Calcante invocas cada vez que revelas augurios a los dánaos) que, mientras yo viva y mis ojos se mantengan abiertos sobre la
tierra, ninguno de los dánaos alzará contra ti su pesada mano junto a
las cóncavas naves, aunque hablares de Agamenón, que hoy se jacta de ser
el más poderoso de los Aqueos."
Cobrando entonces ánimos, dijo el irreprochable
adivino: "No está quejoso por culpa de ningún voto o hecatombe, sino a
causa del ultraje que Agamenón ha inferido a su sacerdote, a quien no
devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto nos dio males el
Flechador, y todavía nos dará más. Y no alejará de los dánaos la odiosa
muerte hasta que, sin rescate y sin precio, sea devuelta a su padre la
muchacha de negros ojos, y ofrezcamos en Crisa una sacra hecatombe.
Sólo entonces conseguiremos aplacarlo."
Después de haber hablado así, se sentó. Se levantó
entonces el héroe Agamenón Atrida, señor de anchos dominios, muy
irritado, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos llameantes
como el fuego. Mirando torvamente a Calcante, dijo: "¡Adivino de males!
Jamás me has anunciado nada bueno. Siempre te es grato profetizar males
y nunca diste ni cumpliste ningún presagio favorable. Y ahora,
vaticinando ante los dánaos, dices que el Flechador les envía desgracias
porque yo no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida,
a quien mucho deseo retener en mi casa. La prefiero, sin duda, a
Clitemnestra, mi legítima esposa, pues no le es inferior ni en talle ni
en belleza, ni en inteligencia ni en habilidades domésticas. Aún así,
consiento en devolverla, si es lo mejor; yo quiero que el pueblo se
salve, no que perezca. Pero me habéis de compensar por ello, para que no
sea yo el único de los argivos que se quede sin recompensa, pues no
sería decoroso. Podéis ver todos cómo el premio que obtuve se me va por
otro camino".
Aquiles el divino, de
ágiles pies, le respondió: "¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de
todos! ¿Cómo podrían darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé
que exista tesoro común. Lo que hemos obtenido de las ciudades, al
saquearlas, ha sido repartido, y no es justo tengan que juntarlo de
nuevo. Entrega tú ahora la joven al dios, y los aqueos te pagaremos el
triple o el cuádruple, de su valor, si algún día Zeus nos concede rendir
la bien amurallada ciudad de Troya".