en el
Congreso Internacional de
"La paz
en las culturas políticas del Mediterráneo"
Universidad
de Almería, 27 mayo 2005
nperdu@ual.es
RESUMEN:
Se analiza el papel de la religión en la evolución de la historia, sin limitarse a ninguna concepción religiosa particular. A pesar de la impresión contraria que han estado voceando insistentemente los medios de comunicación occidentales a medida que se cerraba el milenio, sin embargo hay signos muy evidentes de que la religión está llamada a seguir manteniendo su papel milenario de influencia en los asuntos humanos y muy particularmente en la paz.
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Durante el siglo XX, en occidente, al irse rechazando progresivamente a la religión como una invención humana ya superada o como una droga, la sociedad fue cortando cada vez más su dependencia ancestral de ella, y supuestamente tomaba las riendas del destino, mientras la interpretación puramente materialista de la realidad se convirtió en la "religión" predominante. A grandes rasgos, se entendía que los valores humanos eran ya un legado genético de la humanidad y su mención en la Declaración Universal de Derechos Humanos se veía como suficiente garantía para el desarrollo maduro sin más necesidad de intervención religiosa. La felicidad, pues, sería el resultado lógico de las mejoras de economía, alimentación, educación, salud y condiciones de vida, objetivos que se veían ya al alcance de la mano.
En el resto del mundo, sin embargo,
lejos de los centros de poder de los medios y de la economía, todavía hoy no se
cuestiona que la identidad humana es principalmente inmaterial o espiritual y
que la religión es lo que la alimenta.
El materialismo dogmático occidental,
no obstante, ha hecho todo lo posible para que ninguna idea impida su capacidad
de dominar económicamente el planeta, y ha impuesto una separación entre la conciencia
y la experiencia, de modo que admite como natural el contraste entre lo que se
intuye que está bien o mal y lo que las masas opinan influidas por los
políticos y los medios de comunicación. Aunque la religión ha mantenido un
papel importante en la conciencia de las personas en una esfera personal, cada
vez parecía menos influyente en los asuntos de estado y los acontecimientos
públicos.
No parecía nada probable que la
religión resurgiera como tema de debate internacional. Pero todas las señales
indican que eso mismo es lo que ha ocurrido en los pocos años que llevamos del
nuevo siglo. La conciencia humana se ve conmovida por el descontento y la
ansiedad profundos causados por un enorme vacío espiritual. Renacen antiguos
conflictos sectarios, se reexaminan los milagros, dogmas y temas de las
Sagradas Escrituras que hace poco se tachaban como cosa de la época de la
ignorancia. Los candidatos de las elecciones políticas utilizan alusiones
religiosas para captar votos. El mundo está sumido en una lucha de
civilizaciones que se apoya en antipatías religiosas aparentemente irreconciliables.
Se llenan las revistas y páginas de Internet con más información para
satisfacer el apetito inagotable del público. Se va reconociendo de mala gana
que no hay nada que sustituya a la creencia religiosa para restaurar la moral y
la autodisciplina.
Pero más que una religión
particular, lo que está resurgiendo es el afán de descubrir una identidad
personal que trascienda lo meramente físico. En las comunidades religiosas se
reaniman las ramas que dan más importancia a la búsqueda espiritual y a la
experiencia personal de cada uno. Al mismo tiempo proliferan los cultos y
movimientos de la “nueva era” y se busca elevar la consciencia mediante
sustancias. Por todas partes hay una inquietud de búsqueda.
Fracaso del materialismo
El enfoque puramente materialista de
la evolución histórica ha fracasado claramente. Durante todo el siglo XX se
pensaba que el progreso económico significaría progreso social. Nadie lo
cuestionaba, en todo caso había diferentes teorías sobre cómo lograr ese
progreso económico. La teoría más extrema era la del “materialismo científico”
que justificaba cualquier medida de control totalitario brutal e inhumano
porque se esperaba que esto iba a crear una nueva sociedad y suprimir la
indigencia. El fracaso de esta teoría salta a la vista después de que mucha
gente fuera obligada a poner ciegamente sus esperanzas en ella durante más de
ochenta años y vemos que se desintegra la vida familiar, aumentan los crímenes,
los sistemas educativos no sirven, y un largo etcétera.
Una de las más sonadas invenciones
de la época, bajo el paraguas materialista, fue el concepto de “desarrollo”,
que reclutó una extraordinaria inversión de recursos humanos y económicos, y
peor aún la ilusión de las masas de la población tras la Segunda Guerra
Mundial. Aunque la motivación fuera muy humanitaria y efectivamente ha traído
innegables avances, sin embargo en vez de estrechar la distancia entre el
decreciente número de personas que disfruta de la modernidad y los que están
condenados a la indigencia, ha aumentado esa distancia aparatosamente. Pues si
ese era su objetivo declarado inicial, su fracaso es palpable.
Ante el desmoronamiento de la moral
tradicional, y libre al fin de las sanciones sobrenaturales contra cualquier
apetito desmedido, se extendió imparable otro credo bajo el mismo paraguas del
evangelio materialista que se podría denominar “consumismo”, que endiosa los
beneficios inmediatos de quienes se lo pueden permitir (aunque sea con un
endeudamiento galopante hipotecando las siguientes generaciones). Además de
víctimas humanas, ha afectado el lenguaje: las tradicionales faltas morales se
levantan ahora como necesidades sociales perfectamente justificables: el
egoísmo es un recurso comercial, la falsedad es información pública, se exige
derechos civiles para cualquier aberración humana, prostitución social o
perversión ecológica amparados por eufemismos lingüísticos que los justifiquen.
Las palabras han sido vaciadas de significado al mismo tiempo que se ha
sacrificado gratuitamente la verdad en pro de comodidades y adquisiciones
materiales.
El principal error del materialismo
no radica en los anhelos de mejorar las condiciones de vida, sino en separar
ese bienestar material del desarrollo moral de la humanidad.
Integración global
El siglo XXI vino acompañado de una
potentísima fuerza de cambio: la integración global. Un primer agente
integrador ha sido el acceso ilimitado a la información y la comunicación ha
modificado la actitud ante el conocimiento, que ha dejado de ser patrimonio de
élites privilegiadas para estar al alcance de cualquiera. Al mismo tiempo ha
conducido a cuestionar la autoridad establecida del gobierno, de los eruditos,
de la religión, de los medios de comunicación e incluso de la ciencia; nada se
acepta como verdad absoluta.
Un segundo agente integrador ha sido
el movimiento creciente de las masas de la población en corrientes migratorias
y turísticas. Los millones de refugiados, de turistas, de emigrantes y de
comerciantes han trastornado el concepto milenario de nacionalidad y raza como
primeros descriptores de la identidad de la persona, al irse sublimando una
nueva raza, cultura y nacionalidad que tiene al planeta entero como patria, y
como consecuencia se han entremezclado en contacto fructífero la amplia
variedad de culturas y normas de las diferentes sociedades y civilizaciones de
origen.
Al cuestionarse todos los valores
básicos y abandonar lazos localistas, estamos asistiendo al cumplimiento de
todas las señales previstas en la historia religiosa bajo símbolos del fin de
los tiempos para el Día de la Resurrección.
La religión en la evolución histórica conocida
Hay que reconocer que, miradas en
perspectiva, las religiones principales aparecen como las fuerzas motrices más
persuasivas del proceso civilizador. Ninguna otra fuerza de la existencia ha
sido capaz de producir en la gente logros tan impresionantes en todas las
artes, con un sinfín de réplicas en la experiencia de millones de sus
correligionarios, al mismo tiempo que los principios morales resultantes se han
traducido en códigos de leyes en cada país así como en la Declaración Universal
de Derechos Humanos.
¿Por qué, entonces, impedir que esta
herencia inmensamente rica sirva de escenario principal del presente nuevo
despertar de la búsqueda espiritual? Las escrituras no han cambiado; los
principios morales que contienen no han perdido nada de su validez. Nadie que
plantee preguntas al Cielo, con sinceridad y persistencia, dejará de advertir
una voz de respuesta en los Salmos, el Corán o los Upanishads.
Pero, el alma racional no sólo ocupa
una esfera privada, sino que participa activamente en un orden social en el que
la democracia, la participación igualitaria de la mujer en la sociedad, las
revoluciones tecnológicas, la educación universal, el Estado de Derecho, la
modificación radical de la estratificación social ancestral, y un largo
etcétera han modificado la relación de las personas con la autoridad, las
oportunidades individuales y la concepción misma de la sociedad y del sentido
de la existencia. Lo que no ha cambiado es la exigencia ineludible de elegir,
para bien o para mal. Ahora bien, la mayoría de las decisiones que deben
tomarse no son meramente prácticas sino morales. Sin embargo, aunque las
verdades recibidas de las grandes religiones siguen siendo válidas, la diaria
experiencia de una persona del siglo xxi
está inimaginablemente alejada de aquella que hubiera conocido en cualquiera de
las épocas en que se reveló esa guía. En gran parte, la pérdida de fe en la
religión tradicional ha sido consecuencia inevitable de la imposibilidad de
descubrir en ella la orientación necesaria para afrontar los problemas diarios
de la vida moderna, a pesar de los intentos serios por reformular las
enseñanzas que dieron origen a las respectivas religiones.
Además, la integración global ha
provocado que en todas partes del planeta, personas que han sido criadas en
determinado marco referencial religioso repentinamente entren en contacto con
otras cuyas creencias y prácticas parecen a primera vista irreconciliablemente
diferentes de las suyas. Aunque en algunos casos esas diferencias conducen a
actitudes defensivas y a ciertos conflictos, sin embargo, en la mayoría de los
casos el resultado es, más bien, el de reconsiderar la doctrina heredada y
alentar esfuerzos por descubrir valores compartidos, cuestionando aquellas
doctrinas religiosas que frenan la asociación y el entendimiento. Pues si el
ciudadano ve a todas luces que personas cuyas creencias parecen ser
fundamentalmente diferentes viven, con todo, vidas morales que merecen
admiración, entonces acaba preguntándose ¿qué hace a la fe de uno superior a
las de ellas?
Se va abandonando así cualquier
pretensión de que alguno de los sistemas religiosos establecidos del pasado
pueda asumir el papel de guía último y exclusivo para la humanidad. Y lo que es
más, se va reconociendo que cada uno de de esos sistemas está ajustado al
patrón creado por su escritura autorizada y su historia. Puesto que no puede
rehacer su sistema de fe para obtener legitimación de las palabras autorizadas
de su Fundador, asimismo tampoco puede dar respuestas adecuadas a la multitud
de preguntas planteadas por la evolución social e intelectual. Esto no es más
que un rasgo intrínseco del proceso evolutivo.
Qué es religión
La confusión que rodea
prácticamente todos los aspectos del tema de la religión inhibe los más
inteligentes y bienintencionados esfuerzos por el mejoramiento humano.
Unos entienden por
religión la multitud de sectas que actualmente existen, otros lo relacionan con
uno u otro de los grandes sistemas religiosos y las numerosas organizaciones
dependientes en conflicto que pretenden arrogarse el derecho exclusivo de
hablar en nombre de ellas. Algunos ven a la religión simplemente como una
actitud frente a la vida, como un impulso que no se presta a la organización.
Otros sostienen que religión conlleva adoptar severos regímenes diarios de
ritos y renuncia que los aíslan totalmente del resto de la sociedad. Lo que
estas concepciones diferentes tienen en común es la medida en que un fenómeno
que reconocidamente trasciende completamente el alcance humano ha sido
aprisionado dentro de límites conceptuales –bien organizativos, teológicos o
rituales– inventados por el hombre.
Bahá’u’lláh
deja en claro que los intentos de captar la Realidad de Dios o sugerirla en
catecismos y credos constituyen ejercicios de autoengaño. La
mediación que el Creador de todas las cosas usa para interactuar con la
creación en permanente evolución que Él ha traído a la existencia es la
aparición de Figuras proféticas que ponen de manifiesto los atributos de esa
Divinidad inaccesible. Pero Dios no está sujeto a los antojos de los humanos,
por lo que no debemos juzgar entre Sus Mensajeros, elevando a uno por encima de
otro. Todo ellos han estado proclamando la misma Fe. Para conocer a Dios hay que conocer a las
Manifestaciones que revelan Su voluntad y atributos, y es aquí donde el alma
entra en asociación íntima con el Creador.
En la medida en que una
persona aprende a aprovechar la influencia de la revelación de Dios para su
época, su naturaleza se impregna progresivamente de los atributos del mundo
divino, y llega a manifestar las potencialidades de su ser interior. Librado de
las limitaciones del tiempo, sirve al proceso evolutivo incluso más allá de su
vida en este mundo.
El siglo xx demuestra claramente que cuando se
obstaculiza artificialmente la expresión natural de la fe, el hombre inventa
objetos de adoración impropios –o incluso degradados– que en alguna medida
apacigüen el anhelo de certeza. La creencia forma parte viva de la especie, una
sola especie humana que está atendida por un solo proceso de intervención de
Dios para cultivar las cualidades de la mente y del corazón. Se nota también en
la el anhelo intuitivo de millones de personas sinceras por una oportunidad de
hallar vidas de servicio que tengan significado duradero.
El proceso continuo de
revelación a través de la religión es progresivo, no meramente repetitivo; no
se somete a las contradicciones de las ambiciones sectarias. Proporciona
continuos impulsos al desarrollo de la consciencia. En cada una de sus etapas,
la religión de la época es la heredera de todo el legado espiritual de la
humanidad.
Desde tiempo inmemorial Dios
reiteradamente Se ha puesto de manifiesto en cumplimiento de la “Alianza” de
siempre, la promesa duradera con que el Creador de todas las cosas asegura a la
humanidad la infalible guía esencial para su desarrollo moral y espiritual, y
le exige que interiorice y dé expresión a estos valores. Los Portavoces o
Manifestaciones de Dios han ido apareciendo, cada una ha sido explícita
respecto de la autoridad de Sus enseñanzas y cada una ha ejercido una
influencia en el adelanto de la civilización que supera sin comparación todos
los demás fenómenos de la historia.
Diferencias entre religiones
Dada la confusión que hay en torno a
la naturaleza de la religión, es comprensible que las diferencias entre ellas
parezcan demasiado grandes como para verlas como un solo proceso.
Tracemos una comparación
con los cambios evolutivos de la raza humana: la diversidad en higiene,
vestimenta, medicina, construcción o actividad económica, por muy chocantes que
sean, ya no pueden alegarse en contra del concepto de que la humanidad
constituya un solo pueblo, singular y único. El que las sociedades de hoy
representen un amplio espectro de tales fenómenos, por tanto, no define en modo
alguno una identidad fija e inmutable de los pueblos en cuestión, sino
simplemente distingue la etapa que atraviesan –o al menos hasta hace poco han
atravesado– los grupos dados. Aun así, todas esas expresiones culturales se
hallan actualmente en un estado de fluidez a consecuencia de las presiones de
la integración planetaria.
Un proceso evolutivo
similar –indica Bahá’u’lláh– ha caracterizado la vida religiosa de la
humanidad. Lo que marca la diferencia está en el hecho de que, en lugar de
representar simplemente accidentes del continuo método histórico de prueba y
error, tales normas fueron prescritas explícitamente en cada caso, como
aspectos integrales de tal o cual revelación de lo Divino, incorporadas en la
escritura, y con su integridad mantenida escrupulosamente a lo largo de un
período de siglos. “Estos principios y leyes, estos sistemas poderosos y
firmemente establecidos”, afirma Bahá’u’lláh, “han procedido de una sola Fuente
y son los rayos de una sola Luz. Que difieran unos de otros debe atribuirse a
los requisitos variables de las edades en que fueron promulgados”.1
Por lo tanto, sostener que
las diferencias de normas, ritos y otras prácticas constituyen una objeción
significativa a la idea de la unicidad esencial de la religión revelada supone
pasar por alto la finalidad para la cual servían estas prescripciones. Más
grave aún, semejante postura pasa por alto la distinción fundamental entre las
características eternas y transitorias de la función de la religión. El mensaje
esencial de la religión es inmutable, y de ninguna manera irreconciliable con
que en cada época cada nueva etapa de la revelación progresiva suministre
también guía auxiliar acorde con las necesidades concretas del proceso de
construcción de la civilización.
Visualizar la religión
como un solo proceso de revelación progresiva subraya la necesidad de reconocer
la revelación de Dios en el tiempo de su aparición. Cada vez que la generalidad
de la humanidad no ha alcanzado a cumplir esta necesidad, poblaciones enteras
se han visto condenadas a una repetición ritual de disposiciones y prácticas
mucho tiempo después de que estas últimas han cumplido su finalidad y ya
solamente anquilosan el adelanto moral. Tristemente, hoy en día, una
consecuencia de tal omisión ha sido la de trivializar la religión para
convertirle en objeto de burla, precisamente cuando más falta hacía la
ilustración moral para afrontar los desafíos de la modernidad.
Aún más perjudicial para el
entendimiento religioso ha sido el control excesivo sobre la interpretación de
la intención divina que se arrogaron las élites clericales en forma de una
autoridad paralela a las enseñanzas reveladas. Sus trágicos efectos han sido
obstruir la corriente de la inspiración, desalentar la actividad intelectual
independiente, centrar la atención en las minucias de los rituales y, muy a
menudo, generar odio y prejuicio para con los que seguían una senda diferente
de la de los autoproclamados conductores espirituales. Es una grave ironía que
generaciones de teólogos, cuyas imposiciones a la religión encarnan
precisamente la traición tan enérgicamente censurada en las Escrituras,
trataran de usar esas mismas advertencias como arma para suprimir toda protesta
contra su usurpación de la Autoridad divina. Como consecuencia, cada nueva
etapa en la revelación progresiva de la verdad espiritual fue congelada en el
tiempo con imágenes e interpretaciones literales, muchas de ellas tomadas de
culturas que estaban en sí mismas agotadas moralmente. Cualquiera que fuese su
valor en etapas previas de la evolución de la consciencia, los conceptos de
resurrección física, de un paraíso de deleites carnales, reencarnación,
prodigios panteístas y otros por el estilo levantan hoy muros de separación y
conflicto en una época en la cual el mundo se ha convertido literalmente una
sola patria y los seres humanos han de aprender a verse como sus ciudadanos.
Visión de la unidad de la religión
Veamos la unidad de
propósito y principio que pasa por todas las escrituras hebreas, el Evangelio y
el Corán, en especial, si bien se distinguen ecos de ello también en las
escrituras de otras religiones mundiales. No perdamos de vista cómo aparecen
los mismos temas repetidamente en preceptos, exhortaciones, narraciones y
simbolismos. De estas verdades fundamentales, la más característica es la
unicidad de Dios. La humanidad existe para conocer a su Creador y servir a Su
propósito. En su expresión más depurada, el impulso humano innato de respuesta
toma la forma de adoración, condición que supone sumisión incondicional a un
poder al que se reconoce como merecedor de tal homenaje. Inseparable del
espíritu de reverencia mismo es su expresión de servicio al divino Propósito
para la humanidad.
Igualmente estos textos
concuerdan en que la capacidad del alma para llegar a un entendimiento del propósito
de su Creador es producto no sólo de su propio esfuerzo, sino de la
intervención de lo Divino que le abre vía. Jesús lo señaló con memorable
claridad: “Soy Yo el camino, y la verdad, y la vida; nadie va al Padre, sino
por Mí”.2 Si no se ha de ver en esta
aseveración simplemente un reto a otras etapas del único proceso en curso de
divina Guía, es evidentemente expresión de la verdad central de la religión
revelada: que solamente es posible tener acceso a la Realidad incognoscible,
que crea y mantiene a la existencia, abriendo los ojos a la iluminación
proveniente de ese Dominio. En el Corán se recoge esta metáfora: “Dios es la
Luz de los cielos y de la tierra… ¡Luz sobre Luz! Dios dirige a Su Luz a quien
Él quiere”.3 En el caso de los profetas
hebreos, el Intermediario divino que había de aparecer posteriormente en el
cristianismo en la persona del Hijo del Hombre, y en el islam como el Libro de
Dios, asumió la forma de una Alianza obligatoria establecida por el Creador con
Abraham, Patriarca y Profeta: “Y estableceré mi pacto entre mí y entre ti, y
entre tu posteridad después de ti en la serie de sus generaciones con alianza
sempiterna: para ser Yo el Dios tuyo, y de la posteridad tuya después de ti”.4
La
sucesión de revelaciones de lo Divino también aparece como un rasgo implícito
–y normalmente explícito– de todas las religiones principales. Una de sus
primeras y clarísimas expresiones se encuentra en el Bhagavad-Gita: “Yo vengo,
y voy, y vengo. Cuando declina la Rectitud, ¡oh Bharata!, cuando la maldad es
intensa, Yo surjo, de época en época, y tomo forma visible, y me muevo como
hombre entre los hombres, socorriendo a los buenos, desechando el mal y
poniendo a la Virtud de nuevo en su sitio”.5 Este drama continuo constituye la estructura
básica de la Biblia, cuya secuencia de libros relata no solamente las misiones
de Abraham y de Moisés –“a quien conoció el Señor cara a cara”– sino de la
línea de profetas menores que desarrollaron y consolidaron la labor que estos
Autores principales habían echado a andar. Jesús
mismo advierte que no será Él Quien condene a aquellos que rechazan el mensaje
que trae, sino Moisés, “en quien habéis puesto vuestra esperanza. Si creyeseis
a Moisés, me creeríais también a Mí, pues de Mí escribió Él. Pero si no creéis
a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?”6 Con la revelación del Corán, pasó a ser
fundamental el tema de la sucesión de los Mensajeros de Dios: “Creemos en Dios
y en lo que nos ha revelado, en lo que reveló a Abraham, Ismael, Isaac, Jacob…
en lo que Moisés, Jesús y los profetas recibieron de su Señor”.7
Lo que sale a relucir es
un reconocimiento de la unicidad esencial de la religión. Si bien es correcto
que se hable de la unidad de todas las religiones, es clave comprender el
contexto de cada una. A nivel más profundo, no hay más que una religión. La
religión es religión, al igual que la ciencia es ciencia. Aquélla distingue y
expresa los valores que progresivamente se despliegan mediante la divina
Revelación; ésta es la agencia por la cual la mente humana explora el mundo de
los fenómenos y puede ejercer su influencia sobre éste en forma cada vez más
precisa. Aquélla define metas que sirven al proceso evolutivo; ésta ayuda a
lograrlas. Juntas, constituyen los dos sistemas de conocimiento que impulsan el
adelanto de la civilización.
Sería, por tanto, un
reconocimiento inadecuado del rango especial de Moisés, Buda, Zoroastro, Jesús,
Muḥammad –o de
la sucesión de Avatares que inspiraron las Escrituras hindúes– representar su
labor como la fundación de diferentes religiones. Más bien, son realmente
valorados cuando se los reconoce como los Educadores espirituales de la
historia, como las fuerzas que han estimulado el surgimiento de las
civilizaciones por las cuales la conciencia ha florecido. El que sus personas
hayan sido reverenciadas infinitamente por encima de cualesquiera otras figuras
históricas refleja el intento de exteriorizar sentimientos de otro modo
inexpresables que en los corazones de innumerables millones de personas han
suscitado las bendiciones conferidas por su labor. Amándolos, la humanidad ha
aprendido progresivamente lo que significa amar a Dios. Siendo realistas, no
hay otra manera de hacerlo.
Según las necesidades y
posibilidades de cada época
En las etapas de
desarrollo social en que aparecieron todas las religiones principales, la guía
de las escrituras trataba primero de civilizar, en la medida de lo posible,
relaciones que eran el producto de circunstancias históricas insolubles.
Entre las cuestiones que
más se han discutido sobre el entendimiento de la evolución de la sociedad
hacia la madurez espiritual se halla la del crimen y el castigo. Ahora que
tenemos cárceles, programas de corrección de conductas nocivas y servicios de
mantenimiento del orden público, no sería ecuánime juzgar las penas inflexibles
prescritas por la mayoría de los textos sagrados para actos de violencia
dirigidos contra el bien común o los derechos de otras personas, pues esas
penas tendían a ser severas en épocas en que no existían otras alternativas prácticas.
A la religión le interesaba sobremanera dejar indeleblemente grabada en la
conciencia de todos la inadmisibilidad moral –y los costos prácticos– de
conductas cuyo efecto habría sido, de otro modo, desalentar los esfuerzos por
el progreso social.
La larga y ardua
preparación del pueblo judío para la misión que se esperaba de él es una
ilustración de la complejidad y el carácter persistente de los desafíos morales
en juego. A fin de que pudiesen despertar y florecer las capacidades
espirituales a que apelaban los profetas, había que resistir, a toda costa, los
atractivos que ofrecían las culturas idólatras vecinas. La importancia
atribuida a ello por el Propósito divino era ilustrada por relatos de las
escrituras referidos a los castigos merecidos que sobrevenían tanto a
gobernantes como a súbditos que quebrantaban ese principio. Una cuestión algo
comparable surgió en la lucha de la recién nacida comunidad fundada por Muḥammad por sobrevivir a los intentos de tribus
paganas árabes por extinguirla, y la crueldad bárbara y el despiadado espíritu
de venganza que animaba a los atacantes. Nadie que conozca los detalles
históricos tendrá dificultad en entender la severidad de los interdictos del
Corán sobre el tema. Mientras que a las creencias monoteístas de judíos y
cristianos había que respetarlas, no se permitía ninguna concesión para con los
idólatras. En un tiempo relativamente breve, esta regla draconiana había
conseguido unificar las tribus de la Península Arábiga y lanzó a la recién
forjada comunidad a más de cinco siglos de logros morales, intelectuales,
culturales y económicos no igualados ni antes ni desde entonces en la velocidad
y alcance de su expansión. La historia tiende a ser un juez severo.
Además, la religión se ha
centrado en las reformas de conducta imprescindibles para cada época concreta
del avance de la civilización. No se cuestionó la mendicidad, la esclavitud, la
autocracia, las conquistas, los prejuicios étnicos ni otros aspectos
indeseables de la interacción social o se toleraron explícitamente. Condenar a
la religión porque una de sus sucesivas dispensaciones no trató todo el ámbito
de males sociales sería desconocer todo lo que se ha aprendido sobre la
naturaleza del desarrollo humano.
No se trata del pasado,
sino de las consecuencias para el presente. Los problemas surgen cuando los
seguidores de alguna de las creencias resultan ser incapaces de distinguir
entre sus rasgos eternos y transitorios, e intentan imponerle a la sociedad
reglas de conducta que hace tiempo ya han cumplido su propósito. Este principio
es fundamental para entender el papel social de la religión: “El remedio que el
mundo necesita para sus aflicciones actuales no puede ser nunca el mismo que el
que pueda requerir una época posterior”, señala Bahá’u’lláh. “Preocupaos
fervientemente de las necesidades de la edad en que vivís y centrad vuestras
deliberaciones en sus exigencias y requerimientos”.8
El poder de la fe religiosa en cada
época sucesiva
Aunque ya se han adoptado
como temas centrales del discurso global, al menos como ideales, numerosos
principios necesarios para esta nueva edad (relacionados con el sufragio
universal, la igualdad de los hombres ante la ley, la exigencia de una
educación general básica, la igualdad de derechos de hombres y mujeres, etc.), sin
embargo lo que falta no son testimonios convincentes de su importancia, sino el
poder de convicción moral para ponerlos en práctica, un poder cuya única fuente
demostradamente fiable a lo largo de la historia ha sido la fe religiosa.
Una y otra vez la religión
ha demostrado ser el único poder capaz de penetrar hasta las raíces de la
motivación humana y de modificar su conducta. Para quienes la han reconocido,
no constituye un mero postulado sociológico, sino que es verdad revelada; así,
en época de Moisés supuso suficiente motivación para echar a andar sin rumbo
visible bajo la guía de nuevas leyes y normas, leyes que en su momento
supusieron enormes novedades pero que con el tiempo han arraigado en los
tratados legales de todos los países. Para los que reconocieron en Jesucristo
la voz de Dios significó sobrada razón para abandonar su vida estable y viajar
a cualquier destino del mundo con objeto de compartir las enseñanzas de la
nueva edad, incluso a costa de sus vidas; no es posible ignorar su influencia
en todos los campos del quehacer, en el arte, el pensamiento y en el rumbo de
la historia. La historia de los comienzos de todas las grandes religiones está
llena de episodios que ilustran cómo las personas dotadas de fe no se dejan
amedrentar por ejércitos ni reyes, por gigantes como Goliat ni por la falta de
salud y, depositando su confianza en la ayuda del Cielo, se empeñan en promover
los cambios trascendentales que con el tiempo dejan de ser una visión para
convertirse en cambios y avances reales.
Esa fuerza que ha
impulsado la transformación social es la que radica en la fe religiosa, esa
misma fuerza que estaba detrás de los avances de la exquisita sociedad
musulmana de Al-Andalus donde convivieron en tolerancia y armonía los países
del Mediterráneo que nunca antes habían conocido la paz. Esa es la misma fuerza
que, por ejemplo, motiva a los bahá'ís a promover el principio de la unicidad
racial, la educación universal, la libertad de pensamiento, la protección de
los derechos humanos, el reconocimiento de que los amplios recursos de la
tierra son fideicomiso de todo el género humano, la responsabilidad de la
sociedad por el bienestar de sus ciudadanos, la promoción de la investigación
científica e incluso un principio tan práctico como un idioma auxiliar
internacional que promueva la integración de los pueblos de la tierra. Para
todo creyente, los preceptos y enseñanzas que trae la religión en cada época
sucesiva revisten la misma autoridad irresistible que los mandamientos de las
escrituras que prohibían la idolatría, el robo y el falso testimonio.
Mientras la autoridad
incuestionable de las religiones tradicionales ha dejado de dirigir las
relaciones sociales de la humanidad, no hay que dejar de reconocer la fuerza de
la religión en cada época. Tampoco hay que confundirla con los intentos
mediáticos de enfurecer y dominar las masas aludiendo al instinto religioso, un
intento tanto más eficaz cuanto menor sea la educación y participación del
pueblo en los asuntos de la sociedad y sobre todo de las mujeres.
En palabras de
Bahá'u'lláh: "El Médico Omnisciente tiene puesto Su dedo en el pulso de la
humanidad. Percibe la enfermedad y en Su infalible sabiduría prescribe el
remedio. Cada época tiene su propio problema, y cada alma su aspiración
particular"9. De poca trascendencia
resultan los esfuerzos de aquellos que en cada época, embriagados de
presunción, se han interpuesto entre ella y el Médico divino e infalible. Un
pasaje muy citado de Bahá'u'lláh que dirigió a la Reina Victoria de Inglaterra expresa
una alabanza categórica del principio de gobierno democrático y constitucional,
aunque constituye también una advertencia sobre el contexto de responsabilidad
mundial en que debe regir ese principio para que logre su propósito en esta
época. Emplaza a los gobiernos del mundo a convocar un cuerpo consultivo
internacional como la base de "un sistema federal mundial"10 facultado para salvaguardar la autonomía y
el territorio de sus estados miembros, resolver disputas nacionales y
regionales, y coordinar programas de desarrollo internacional para el bien de
toda la raza humana. De forma significativa, atribuye a este sistema, una vez
establecido, el derecho a sofocar por la fuerza los actos de agresión de un
Estado contra otro. Dirigiéndose a los gobernantes de Su tiempo, afirma la
clara legitimidad moral de tal acción: "Si alguno de vosotros se levantara
en armas contra otro, levantaos todos contra él, porque esto no es sino
justicia manifiesta"11.
La unidad, el poder del cambio
Volvamos a aquellos
principios necesarios para esta nueva edad. Ya hemos aludido a la separación
entre la experiencia interior y la exterior, de modo que admite como natural el
contraste entre lo que se intuye que está bien o mal y lo que opinan las masas influidas
por numerosos políticos y medios de comunicación. Quizás por ello se ha llegado
a considerar que el logro de verdadera unidad de mente y corazón entre pueblos
cuyas experiencias discrepan profundamente está más allá de la capacidad de las
instituciones sociales existentes. Sin embargo, el poder por el cual estas
metas han de llevarse progresivamente a cabo es el de la unidad.
Pocos estarán en
desacuerdo con que la enfermedad universal que agota la salud del cuerpo de la
humanidad es la de la desunión. Sus manifestaciones paralizan por todas partes
la voluntad política, debilitan el ansia colectiva por el cambio y envenenan
las relaciones nacionales y religiosas. Es muy extraño, entonces, que se
considere la unidad como una meta que ha de alcanzarse, si es que alguna vez se
alcanza, en un lejano futuro, después de que hayan sido abordados y resueltos
de una u otra forma un sinfín de desórdenes en la vida social, política,
económica y moral. Mas estos desórdenes son esencialmente síntomas y efectos
colaterales de la desunión, no su causa primordial. No podemos permitir que se
continúe indefinidamente sin cuestionar esta inversión tan fundamental de la
realidad. Estando la intelectualidad mundial ciegamente emborrachada de los
aludidos conceptos materialistas mencionados, se aferra tenazmente a la
esperanza de que una ingeniería social imaginativa, apoyada en arreglos
políticos, posponga indefinidamente los potenciales desastres que –pocos lo
niegan– se ciernen sobre el futuro de la humanidad, y creen que arreglando los
síntomas se va a resolver espontáneamente la causa de la enfermedad. Sin ir más
lejos, los desagües están llenos de "brillantes" teorías
macroeconómicas impuestas por dirigentes inhábiles que han ido experimentando
sin éxito una y otra vez jugando con las vidas y los destinos de las masas de
la población.
La unidad es una condición
del espíritu humano. La educación puede apoyarla y realzarla, al igual que la
ley, pero sólo una vez que se haya establecido como una fuerza influyente en la
vida social. Su única fuente cierta radica en el restablecimiento de la
influencia de la religión en los asuntos humanos. Las leyes y principios que
Dios ha revelado en este día –declara Bahá’u’lláh– “son los instrumentos más
potentes y el más seguro de todos los medios para que amanezca entre los
hombres la luz de la unidad”.12 Si
la unidad es la prueba de fuego del progreso humano, ni la historia ni el Cielo
perdonarán fácilmente a quienes optan por alzar la mano deliberadamente contra
ella. Si el horroroso sufrimiento padecido por los pueblos de la tierra durante
el siglo xx ha dejado una
lección, ésta consiste en el hecho de que la desunión sistémica, heredada de un
pasado lóbrego y de unas relaciones ponzoñosas en todos los ámbitos de la vida,
podría en esta época abrir las puertas a una conducta demoníaca más brutal que
todo cuanto la mente haya imaginado posible.
Por su propia naturaleza,
la unidad requiere abnegación. Como la larga y trágica experiencia ha
demostrado con demasiada certeza, dotes tales como un linaje distinguido, el
intelecto, la educación, el liderazgo piadoso o social pueden ser utilizadas al
servicio de la humanidad o para la ambición personal. El ego se resiste instintivamente
a las restricciones impuestas a lo que él cree que es su libertad. A tales
personas las anima un empeño aparentemente incontrolable de imponer su voluntad
personal a la comunidad por todos los medios a su alcance. El yo puede pasar a
ser la autoridad absoluta, no sólo en la propia vida del individuo, sino en
cuantas otras vidas logre influir. Para abstenerse voluntariamente de las
satisfacciones que proporciona el libertinaje, el individuo debe llegar a creer
que el contento se halla en otra parte. En última instancia, la motivación para
un servicio abnegado se halla donde siempre: en la sumisión del alma a Dios,
fruto de la fe religiosa.
Edad del cumplimiento
Por
debajo del lenguaje de superficie de los símbolos y las metáforas, la religión
no actúa sólo por los arbitrarios dictados de la magia, sino como un proceso de
cumplimiento que se desenvuelve en un mundo físico creado por Dios para tal
efecto. Hay una diferencia fundamental entre la religión y los proyectos
políticos e ideológicos inventados por el hombre. El vacío moral que produjeron
los horrores del siglo xx puso al
descubierto hasta dónde llegan los límites de la capacidad de la mente por sí sola
para idear y construir una sociedad ideal, por muy grandes que sean los
recursos materiales utilizados en el esfuerzo. El consecuente sufrimiento ha
grabado la lección de forma indeleble en la consciencia de los pueblos de la
tierra. Por tanto, la perspectiva de la religión sobre el futuro de la
humanidad no tiene nada en común con los sistemas del pasado, y sólo
relativamente poca relación con los de hoy día.
El
propósito declarado de la serie histórica de revelaciones proféticas del pasado
ha sido doble: por una parte guiar al buscador para alcanzar el sentido de su
vida y, por otra, preparar a toda la familia humana para la siguiente etapa
religiosa y en último instancia para la gran promesa mediante la que se ha de
transformar completamente la vida del mundo aludido como el Reino de Dios. Ese
Reino es una civilización universal configurada por principios de justicia
social y enriquecida por logros de la mente y el espíritu humanos que superan
cuanto pueda concebir la época presente, aludido como "el Día
prometido"13, la edad de la "cosecha",14 la gran edad por venir en que "la tierra brillará con la gloria de su
Señor"15
y la voluntad de Dios se hará "en la tierra como en el cielo"16.
Para los que tienen ojos para ver, la nueva creación emerge hoy día por
doquier, de la misma forma que una planta de semillero llega a ser con el tiempo
un árbol fructífero, o un niño se convierte en adulto.
Conclusión
Muy a pesar de la impresión
contraria que parecen haber estado voceando insistentemente los medios de
comunicación occidentales, y de forma progresiva a medida que se cerraba el
milenio, la religión está llamada a desempeñar su papel en el actual proceso
que nos conduce hacia la paz. De ella deberá extraerse la motivación para el gigantesco
cambio de mentalidad requerido para reconocer en todas las razas una sola raza,
ver a una sola familia en la amplia diversidad de familias y al mundo como a un
solo país del que todos somos igualmente ciudadanos. La religión está llamada a
sustanciar los "considerandos" de una constitución mundial para una
nueva era prometida por la única y misma religión a través de sus diferentes
nombres para cada edad.
REFERENCIAS
1. Pasajes de los Escritos de Bahá'u'lláh (en prensa, Barcelona: Arca,
2005), sección CXXXII.
2. S. Juan 14.6.
3. El Corán, sura 24, versículo 35.
4. Génesis 17.7.
5. Bhagavad-Gita, capítulo IV.
6. S. Juan 5.45-47.
7. El Corán, sura 2, versículo 136.
8. Pasajes de los Escritos de Bahá'u'lláh, sección CVI.
9. Ibíd.
10. Shoghi Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh: Selected
Letters (Wilmette: Bahá’í Publishing
Trust, 1991), p. 204.
11. Bahá’u’lláh, citado en Shoghi Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh, p. 192.
12. Tablets
of Bahá'u'lláh (Haifa: Bahá'í World Centre, 1978), p. 129.
13. El Corán, sura 85, versículo 2. Versión de J. Cortés.
14. Bahá'u'lláh,
El Llamamiento del Señor de las Huestes
(en prensa, Barcelona: Arca, 2005), párrafo 126.
15. El Corán, sura 39, versículo 69. Versión
no publicada del Panel Internacional de Traducción.
16. S. Mateo 6.10. Versión de
Straubinger.
Los
conceptos presentados en este trabajo figuran más extensamente elaborados en One Common Faith, (Haifa: Bahá'í World
Centre, 2005).