El traidor

El frío de estos días de febrero parecen el adecuado prólogo para la tragedia que a punto está de acontecerme. Los hechos se han sucedido con tal velocidad, que aún no soy capaz de comprender qué perverso mecanismo me ha conducido de ser un héroe a convertirme en el peor de los villanos. O miento, y si lo sé.

Fui un gudari. Me forjé en las escaramuzas callejeras durante los años 80. Nuestros ataques eran poco más que un entretenimiento de fin de semana, brabuconadas para las que no hacían falta cojones, sólo ir con un buen número de colegas, ya que el grupo proporcionaba la suficiente seguridad. En aquel entonces no pensaba. Quiero decir que no reflexionaba sobre las razones por las cuales hacía lo que hacía, ni sobre las consecuencias de nuestros actos. Teníamos 15 años, y lo que nos motivaba era el subidón de adrenalina, mucho mayor que cualquier petardo que nos pudiéramos fumar. Fueron innumerables escaparates, un par de autobuses y hasta un enfrentamiento a golpes con los cipayos. Y después de la explosión de violencia venían el alcohol y las charlas en las que todos apostábamos a ver quien sería el primero en dispara contra los enemigos de la patria.

Tuve la suerte de no ser detenido, así que logré atravesar aquellos movidos años con unos antecedentes inmaculados, llegando a ser el candidato perfecto para las labores de información de la organización. Incluso mis apellidos eran poco sospechosos, Fernández y Gutiérrez. Aprovechando la estancia en Madrid para los estudios (al menos eso creían mis padres) me pasaba las tardes localizando a los potenciales objetivos, haciendo croquis, planos, trazando itinerarios, etc. Toda la información llegaba a los comandos a través de un contacto. Durante seis meses no hice otra cosa que perseguir gente, nunca la misma, para evitar sospechas. Y nunca hablaba con los otros informadores. Alguien unía las piezas de los puzzles incompletos que eran nuestras anotaciones y con ellos se elaboraban las estrategias de los atentados. Durante esos meses, la universidad pasó de ser accesoria a ni siquiera ser, y mi piso de estudiante se convirtió en un pequeño zulo en el que guardábamos armas, información y víveres por si había que desaparecer por una temporada.

Por aquel entonces ya empecé a poner en duda las líneas maestras de la estrategia de la organización, pero los consejos de mi contacto y, sobre todo, esa jodida atracción por el peligro me retenían en la organización. Las órdenes no se discuten, se obedecen. A cambio tenía dinero, podía comprar comida, juegos para la consola y cerveza con la que acallar una incómoda conciencia. Cuando el comando cayó en manos de la policía comenzó el miedo, la huída constante. Tuve que abandonar la casa antes de que llegaran los maderos y me pasaron a Francia a toda prisa. Mis contacto había cantado y yo me había convertido en un prófugo.

Fueron doce meses de ocultación, viajando siempre de noche, viviendo en casas de colaboradores y sospechando de todo y de todos. En ese nefasto 1992, mientras en Barcelona se celebraban las olimpiadas, y muchos de mis antiguos compañeros de correrías comenzaban a variar el rumbo de sus vidas, yo les servía de coartada generacional y me condenaba a la eterna soledad.

La vida nómada no es buena para entablar relaciones estables, y éstas son imposibles cuando ves en todas partes posibles confidentes. Hacía enero del 93 había llegado a un acuerdo de relación con una vascofrancesa que venía a visitarme cada 15 días. No era más que una buena obra para ella, pero para mi resultó ser la única persona cercana. Incluso llegué a creer que podría dejarlo todo si ella me lo pedía y me acompañaba. Vanas ilusiones.

Un día, sin avisos, me vinieron a recoger para llevarme de vuelta a España, otra vez viajes nocturnos y una nueva compañera: mi pistola. Apenas me enseñaron a manejarla, “si no tienes puntería, acércate todo lo posible”, me dijeron. Yo me acerqué hasta apoyar el cañón en la nuca del tipo y apreté el gatillo. Un solo tiro, un muerto, un hombre que huye, una leyenda que se forjaba con cada muerte. Huir, recoger la información, planear y ejecutar. Nuevamente, evitar pensar, sólo actuar.

La detención fue algo más que una revelación, fue la confirmación de la debilidad de ETA. Caíamos como conejos, uno detrás de otro. Y todos cantamos, todos. El miedo de tantos años de pronto se me vino encima, y llorando como un niño de 15 narré mis aventuras por España y Francia. Con todo, no aporté nada que ellos no supieran ya, permitiéndome mantener incólume mi prestigio entre el resto de militantes.

La vida carcelaria era relativamente cómoda. Por fin pude comenzar y terminar la carrera. Por fin llegué a una especie de armisticio con mi padre y, por fin, logré dormir toda la noche de un solo tirón. Inicialmente no me remordía la conciencia, habían sido muchos años de mantenerla acallada. Pero pasó lo de Miguel Ángel Blanco. Ese chaval era como lo fui yo. Y la gente marchando una y otra vez pidiendo clemencia. Fue como si el hatillo en el que tan cuidadosamente había ido almacenando mis dudas se rompiera de repente. Mis manos escribieron dos folios sin apenas dictado de mi cabeza. Las preguntas sin respuesta por fin salían a la luz. Y me convertí en proscrito para los míos. Tan fácil y rápido como había trascurrido todo desde la kale borroka me sentía como un apestado para los que hasta una semana antes me habían mostrado su respeto y reverencia.

Han pasado los años, he logrado el régimen abierto por mi pública ruptura con mi mundo. Mi padre me vuelve a hablar francamente y hemos podido llorar juntos la muerte de mamá. “Se la llevó el sufrir”, me dijo. Él ha ido encogiendo, su mirada amenazadora de antaño se ha vuelto melancólica y ha renunciado a leer los periódicos o a ver la televisión para evitarse las malas noticias. “Nunca te librarás de ellos”, me dice. Y tiene razón. Los hábitos de antaño me han permitido darme cuenta de que me siguen. Los veo de reojo o reflejados en los escaparates. Son los informadores, los que toman las notas. Se lo noto en los ojos, por que tienen la misma mirada de lobo que yo tuve. Me han marcado. Y cada vez que algún político me menciona me acerca un poco más a la tumba.

Hoy ha sonado el móvil, una voz femenina con acento francés me ha pedido que huya y ha colgado. “Tarde”, he pensado. He apagado las luces, cerrado las ventanas y he puesto a mi alrededor unos plásticos y la manta. No quiero que mi padre tenga que recoger la sangre. Ahora no tengo pistola, sólo la secreta esperanza de que al verdugo le tiemble la voluntad antes que la mano. Venid perros, que aquí os espera un gudari.

© DUA, 2002