El héroe
La respiración forzada era el único sonido que Ander escuchaba. Agazapado en la oscuridad, con la humedad metiéndosele en los huesos y la mirada fija en la luz. El resfriado había comenzado a apuntar la noche antes, justo al final de la película. Como siempre fue la nariz la primera en sufrir las consecuencias. Primero un moqueo constante, incómodo y humillante, luego el taponamiento y la sensación de asfixia tan conocida. Siempre había sido propenso a los resfriados, era llegar el otoño y comenzar a toser y estornudar, a hablar gangoso y tener fiebre, y así hasta la llegada de la primavera.
De pequeño había sido mucho peor. Además de las molestias propias de la enfermedad, las continuadas ausencias le alejaban más de unos compañeros que le llamaron "el niño nuevo" durante mucho más tiempo del que él hubiera deseado. Su carácter retraído, las ausencias, la maldad de los compañeros y sus pésimas condiciones para jugar al fútbol le hicieron pasar por un chico anodino, incluso arisco. Y él mismo llegó a pensar que lo era: el niño nuevo, que no nació aquí y que no valía ni para portero suplente.
Pero todo cambió en el instituto, allí era un héroe. Comenzar de cero le permitió reinventarse a sí mismo. El niño retraído se transformó en un adalid de las causas perdidas, en el azote de los profesores. Cuando había algún problema entre alumnos y profesores era Andrés quien intermediaba, cuando se producía una injusticia con un compañero, era Andrés quien tomaba la iniciativa y no cejaba hasta verla compensada. En aquellos tiempos no tan lejanos se veía a sí mismo cómo un mártir de la justicia y de la Revolución. Le gustaba imaginarse rodeado, en plena selva boliviana, con el fusil encasquillado, envuelto en sudor, oyendo cada vez más cercanos los tiros de los soldados y viendo caer a sus hombres uno a uno. Una muerte poética, cayendo ensangrentado por una cascada de espuma, rojo sobre blanco, prefiriendo fundirse con el río antes que caer en manos de sus cazadores. Un nuevo Ché, un nuevo icono imborrable en la imaginería popular del mundo entero.
Lo único que necesitaba era una causa por la que derramar su sangre, un motivo al que dedicar su encendida oratoria y su corazón indómito. En realidad, daba igual cual, lo único que le pedía era que precisara arrojo y que implicara peligro.
Ander escuchó los pasos que se aproximaban desde su derecha, el rectángulo de luz que fabricó la puerta del garaje al abrirse le permitió reconocer al sujeto. Era su hombre, y era su oportunidad para pasar a la historia. El sudor frío de otras veces se le posó en el cuello y el contacto de la piel con el metal se hizo más desagradable.
El corazón se había subido a las sienes. Se enderezó todavía detrás de la columna, oculto, silencioso. Tal y como había ensayado, se situó detrás de su objetivo, levantó el brazo izquierdo y disparó. El hombre cayó al suelo casi al mismo tiempo que se perdía el eco del trueno.
Ander observó como la sangre fluía del agujero abierto en el cráneo del verdugo opresor y buscaba el desagüe para perderse en la oscuridad. Salió a la calle por la misma puerta que había entrado el hombre que yacía en el suelo. Allí le esperaba un camarada con una potente moto y el motor encendido. Ambos se perdieron en el tráfico de la ciudad, sin darles tiempo a oír los gritos de horror de los que acudieron al escuchar la detonación.
"Uno menos", le dijo el camarada.
Así aprenderán. No se puede tener a todo un pueblo sometido en contra de su voluntad. Los que oprimen, los que asesinan a nuestros gudaris no pueden quedar impunes. Sólo es justicia de Dios.
Dos horas después, sentado en la cama del piso que había alquilado tres meses antes, veía en la pequeña televisión portátil las imágenes de la policía ocultando el rostro del muerto, los hilos de sangre ya seca que desembocaban en la alcantarilla. Luego, las declaraciones de siempre, las mismas imágenes de la viuda desconsolada. ¿Qué le importaba todo eso? ¿Qué importaba una vida cuando él estaba luchando por liberar la de cientos de miles de la opresión?
El teléfono móvil sonó con la melodía de La Primavera de Vivaldi, en la pantalla apareció el número de su casa.
¿Has sido tú? Dime que no has sido tú.
Mamá, tranquila. No he sido yo y, además, ¿qué importa eso? Ese tío se lo merecía.
Eso no es lo que te enseñamos en casa, no entiendo por qué haces estas cosas. Si has tenido algo que ver, ya no podremos volver a ayudarte.
No necesito que me ayudéis, nunca lo he necesitado. Es más nunca lo he querido notaba cómo su voz iba sonando cada vez más ruda.
Adrés, hijo comenzó a decir la mujer.
Llámame Ander, soy vasco.
Tú no naciste aquí.
No le dejó seguir, colgó el teléfono antes de escuchar nuevamente su verdad. No era vasco, pero se sentía vasco. Además, ¿qué importancia podía tener aquello?. El quería caer como un héroe, eligiendo morir antes que ser hecho preso.
En la televisión volvían a mostrar imágenes de gentes en la calle protestando contra el terror. Ander (Andrés) abría una carpeta; una foto, un nombre, una dirección y unos trayectos. Suficiente.
©DUA, 2000