Principal

TEXTO 81: ¿Qué es un sofista? (Protagoras, 320c-ss)
Platón, Protágoras
Ir a su contexto

Prometeo

Podría citarte otros muchos que, siendo virtuosos, jamás pudieron hacer mejores a nadie: ni a propios ni a extraños.
A la vista de estos ejemplos, Protágoras, desconfío de que la virtud sea enseñable, pero, cuando te oigo decir tales cosas, me siento confundido y empiezo a creer lo que dices, convencido, como estoy, de la gran experiencia que posees, debida a lo mucho que has aprendido y a lo que tú mismo has descubierto. Por eso, si puedes demostrarnos con mayor claridad que la virtud es enseñable, no rehúses, sino demuéstralo.
--No rehusaré, Sócrates ,repuso. Pero ¿preferís que lo demuestre, como un anciano con jóvenes, relatando un mito, o prosiguiendo con un discurso razonado?.
Muchos de los que allí estaban sentados le dijeron que lo expusiese como quisiese.
--Si es así, repuso, creo que resultará más agradable que os relate un mito.
Era un tiempo en el que existían los dioses, pero no las d especies mortales. Cuando a éstas les llegó, marcado por el destino, el tiempo de la génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la tierra, mezclando tierra, fuego y cuantas materias se combinan con fuego y tierra. Cuando se disponían sacarlas a la luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a Prometeo que le permitiese a él hacer la distribución. «Una vez yo haya hecho la distribución, dijo, tú la supervisas». Con este permiso comienza a distribuir. Al distribuir, a unos les proporcionaba fuerza, pero no rapidez, en tanto que revestía de rapidez a otras más débiles. Dotaba de armas a unas, en tanto que para aquéllas, a las que daba una naturaleza inerme, ideaba otra facultad para su salvación. A las que daba un cuerpo pequeño, les dotaba de alas para huir o de escondrijos para guarnecerse, en tanto que a las que daba un cuerpo grande, precisamente. De este modo equitativo iba distribuyendo las restantes facultades. Y las ideaba tomando la precaución de que ninguna especie fuese aniquilada. Cuando les suministró los medios para evitar las destrucciones mutuas, ideó defensas contra el rigor de las estaciones enviadas por Zeus: las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, aptos para protegerse del frío invernal y del calor ardiente, y, además, para que cuando fueran a acostarse, les sirvieran de abrigo natural y adecuado a cada cual. A unas les puso en los pies cascos y a otras piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a cada una: A unas hierbas de la tierra; a otras, frutos de los árboles; y a otras, raíces. Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otros animales. Concedió a aquéllas escasa descendencia, y a éstos, devorados por aquéllas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie.
Pero como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no sabía qué hacer. Hallándose en este trance, llega Prometeo para supervisar la distribución. Ve a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz. Ante la imposibilidad de encontrar un medio de salvación d para el hombre, Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego (ya que sin el fuego era imposible que aquélla fuese adquirida por nadie o resultase útil) y se la ofrece, así, como regalo al hombre. Con ella recibió el hombre la sabiduría para conservar su vida, pero no recibió la sabiduría política, porque estaba en poder de Zeus y a Prometeo no le estaba permitido acceder a la mansión de Zeus, en la acrópolis, a cuya entrada había dos guardianes terribles. Pero entró furtivamente al taller común de Atenea y Hefesto en el que practican juntos sus artes y, robando el arte del fuego de Hefesto y las demás de Atenea, se las dio al hombre. Y, debido a esto, el hombre adquiere los recursos necesarios para la vida, pero sobre Prometeo, por culpa de Epimeteo, recayó luego, según se cuenta, el castigo de robo.
El hombre, una vez que participó de una porción divina, fue el único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego, adquirió rápidamente el arte de articular sonidos vocales y nombres, e inventó viviendas, vestidos, calzado, abrigos, alimentos de la tierra. Equipados de este modo, los hombres vivían al principio dispersos y no había ciudades, siendo, así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que profesaban constituía un medio, adecuado para alimentarse, pero insuficiente para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte de la política, del que el de la guerra es una parte. Buscaron la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo c que, al dispersarse de nuevo, perecían. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el pudor entre los hombres:
«¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes?
Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?». «Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad».
Ahí tienes, Sócrates, por qué los atenienses, al igual que los demás pueblos, cuando deliberan sobre la virtud en arquitectura o en cualquier otra profesión, sólo a unos pocos les consideran con derecho a dar consejos. Y si alguien que no sea de éstos se pone a dar consejos, no le toleran, como tú dices, y con razón, añado yo. Pero cuando se ponen a deliberar sobre la virtud política, toda la cual deben abordar con justicia y sensatez, entonces escuchan, y con razón, a todo el mundo, como suponiendo que todos deben participar de esta virtud o, de lo contrario, no habría ciudades. Esta es, Sócrates, la causa de tal comportamiento.
Y para que no creas que te engaño, he aquí una prueba de cómo todos los hombres en realidad, piensan que cada particular participa de la justicia y del resto de la virtud política: En las demás virtudes, como tú dices, si alguien, por ejemplo, dice que es un buen flautista o que sobresale en cualquier otro arte, sin ser verdad, entonces o se burlan o b se indignan con él, y sus parientes, yendo por él, le recriminan como si se hubiera vuelto loco. Cuando, por el contrario, se trata de la justicia o del resto de la virtud política, si alguien, de quien saben que es injusto, se pone a decir en público la verdad sobre su persona, esto, el decir la verdad, que en el caso anterior se consideraba como sensato, en éste, se toma como una locura; pues sostienen que todo el mundo debe decir que es justo, lo sea o no; y que, quien no simula la justicia, está loco, puesto que no hay nadie que, en alguna manera, no participe necesariamente de la justicia, a menos que deje de ser hombre.
.......

En resumen, he aquí mi respuesta: Que, efectivamente, cuando se trata de esta virtud, los atenienses admiten, con razón, el consejo de todo el mundo, porque piensan que todo el mundo tiene parte de ella.
Que, por otra parte, en su opinión esta virtud no es por naturaleza ni se desarrolla por sí misma, sino que es enseñada y que, si en alguien se desarrolla, se debe a su aplicación, es lo que a continuación voy a intentar demostrarte.
Pues con respecto a los defectos que los hombres consideran unos de otros, debidos a la naturaleza o a la casualidad, nadie se irrita, ni reprende, ni enseña, ni castiga a quienes los poseen para que no sean así, sino que les compadecen. ¿Quién iba a ser tan necio como para intentar hacer algo de eso, por ejemplo, con los feos o los pequeños o los débiles?. Pues se sabe, creo, que todos estos defectos, como sus contrarios, les sobrevienen a los hombres por naturaleza y por azar. Cuando se trata, en cambio, de aquellas virtudes que se piensa son fruto de la aplicación, de la práctica o la enseñanza, si alguien posee, no éstas, sino los defectos contrarios, entonces sobre ese tal recaen iras castigos y reproches.
Parte de éstos son la injusticia, la impiedad y, en una palabra, todo lo que es contrario a la virtud política. En este caso, todo el mundo se irrita y reprende a quien sea, prueba evidente de que se consideran fruto de la aplicación y el aprendizaje. Y si quieres reflexionar, Sócrates, sobre el valor que tiene castigar a los injustos, eso mismo te hará ver que los hombres consideran que la virtud puede ser adquirida. En efecto, nadie castiga a los injustos con la atención puesta en, o a causa de, que cometieron injusticias, a menos que se vengue irracionalmente como una bestia. El que se pone a castigar con la razón aplica el castigo, no por la injusticia pasada, pues no conseguiría que lo que fue dejase de ser, sino pensando en el futuro, para que ni él ni quien ve su castigo vuelvan a cometer injusticias. Y si lo hace con esta intención, es porque piensa que la virtud es enseñable, pues castigan en prevención. De esta opinión son cuantos en la vida privada o publica aplican penas.