Pero cuando ya se disponían a regresar de nuevo a casa, después de haber uncido las mulas y doblado los bellos vestidos, la diosa de ojos brillantes, Atenea, dispuso otro plan: que Odiseo se despertara y viera a la joven de hermosos ojos que lo conduciría a la ciudad de los feacios. Conque la princesa tiró la pelota a una sirvienta y no la acertó. La pelota fue a caer en un profundo remolino, ellas gritaron con fuerza, despertó el divino Odiseo, y sentado meditaba en su mente y en su corazón: "¡Ay de mí! ¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses? Y es el caso que me rodea un griterío femenino como de doncellas, de ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes, las fuentes de los ríos y los prados cubiertos de hierba. ¿O es que estoy cerca de hombres dotados de voz articulada? Pero, ea, yo mismo voy a comprobarlo e intentaré verlo."
Cuando hubo dicho así, salió de entre los matorrales el divino Odiseo, y de la cerrada selva cortó con su robusta mano una rama frondosa para cubrirse alrededor las vergüenzas. Y se puso en camino como un león montaraz que confiado en su forma marcha empapado de lluvia y contra el viento y le arden los ojos al tiempo que persigue a bueyes o a ovejas o anda tras los salvajes ciervos; pues su vientre lo apremia a atacar a los rebaños y a intentar entrar en una casa bien cerrada. Así iba a mezclarse Odiseo entre las doncellas de lindas trenzas, aun estando en cueros. Y apareció ante ellas terriblemente afeado por la salmuera.
Temblorosas se dispersaron cada una por un lado sobre las salientes riberas. Sola la hija de Alcínoo se quedó, pues Atenea le infundió valor en su pecho y arrojó el miedo de sus miembros. Y permaneció a pie firme frente a Odiseo. Odiseo dudó entre suplicar a la muchacha de lindos ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos, con dulces palabras que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y mientras esto cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces palabras, no fuera que la doncella se irritara con él al abrazarle las rodillas. Así que pronunció estas dulces y astutas palabras: "A ti suplico, soberana. ¿Eres diosa o mortal? Si eres una divinidad de las que poseen el espacioso cielo, yo te comparo a Artemis, la hija del gran Zeus, en belleza, talle y distinción, y si eres uno de los mortales que habitan la tierra, tres veces felices tu padre y tu venerable madre; muy felices también tus hermanos, pues bien seguro que el ánimo se les ensancha por tu causa viendo entrar en el baile a tal retoño y con mucho el más feliz de todos en su corazón aquel que venciendo con sus presentes te lleve a su casa. Que jamás he visto con mis ojos semejante mortal, hombre o mujer. Al mirarte me atenaza el asombro. Una vez en Delos vi que crecía junto al altar de Apolo un retoño semejante de palmera (pues también he ido allí y me seguía un numeroso ejército en expedición en que me iban a suceder funestos males). Así es que contemplando aquello quedé entusiasmado largo tiempo, pues nunca árbol tal había crecido de la tierra. Del mismo modo te admiro a ti, mujer, y te contemplo absorto al tiempo que temo profundamente abrazar tus rodillas. Pero me abruma un terrible pesar. Ayer escapé del ponto, rojo como el vino, después de veinte días en los que continuamente me arrastraban turbulentas tempestades desde la isla Ogigia. Ahora por fin me ha arrojado aquí algún demón, sin duda para que sufra algún contratiempo, pues no creo que éstos vayan a cesar, sino que todavía los dioses me preparan muchas desventuras. Pero tú, soberana, ten compasión, pues es a ti a quien primero encuentro después de haber soportado muchas desgracias, que no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta ciudad. Y dame algo de ropa para cubrirme si al venir trajiste alguna para envoltura de tus vestidos. ¡Que los dioses te concedan cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y te otorguen también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más bello y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan su casa con el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría para el amigo, y, sobre todo, ellos consiguen buena fama."