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TEXTO 59: Defensa por el asesinato de un adúltero a manos del marido engañado
Lisias,  En defensa de la muerte de Eratóstenes
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Afrodita y Eros

En mucho estimaría, ¡oh ciudadanos!, el que vosotros fueseis en este asunto tales jueces con respecto a mí como lo seríais para vosotros mismos si os hubiera ocurrido algo semejante; pues sé bien que, si tuvierais sobre los casos de los demás igual criterio que sobre los vuestros, no habría nadie que no se irritase por lo sucedido, antes bien, todas las penas os parecerían pequeñas para quienes de tal modo se comportan. Y ese modo de pensar no se daría únicamente en vosotros, sino en toda la Hélade, porque este es el único delito para el cual, tanto en las democracias como en las oligarquías, se concede la misma satisfacción a los más débiles que a los más poderosos, de modo que el de menos calidad goce de los mismos derechos que el más calificado; tan sumamente grave, ¡oh ciudadanos!, consideran todos los hombres que es esta ofensa. Así pues, en lo tocante al rigor del castigo creo que todos vosotros sois de la misma opinión y que no hay nadie en quien se dé una tal lenidad como para creer preciso que los autores de semejantes hechos obtengan indulgencia o considerarles merecedores de un pequeño castigo.
Pero, lo que sí creo, ¡oh ciudadanos!, que es menester que yo demuestre, es que Eratóstenes cometió adulterio con mi mujer y la sedujo y deshonró a mis hijos y me ultrajó a mí penetrando en mi casa, y que entre él y yo no existía ningún motivo de enemistad excepto éste, y que no he obrado así por dinero, para convertirme de pobre en rico, ni por ningún otro interés que el de la reparación prescrita por las leyes. Os expondré, pues, todo mi asunto desde sus orígenes, sin omitir nada y diciendo la verdad; porque creo que para mí hay una sola posibilidad de éxito, y es que sea yo capaz de mostraros todo lo que ha ocurrido.
En cuanto a mí, ¡oh ciudadanos!, una vez que decidí casarme y traje mujer a casa, al principio me propuse no molestarla, pero que tampoco estuviera demasiado en su mano hacer lo que se le antojara, y así la vigilaba en cuanto me era posible y ponía mi atención en ella, como es natural. Ahora bien, cuando me nació un niño, entonces confié ya en ella y le entregué todo lo mío, pensando que no hay lazo de unión más grande que éste. Y por cierto que en los primeros tiempos, ¡oh ciudadanos!, era mejor que ninguna: excelente ama de casa, ahorrativa y exacta administradora de todas las cosas. Pero al morir mi madre, cuya muerte fue para mí causa de todos los males...porque mi mujer fue vista por este hombre cuando asistía al entierro de aquélla y, andando el tiempo, se dejó seducir; pues él acechaba a la criada que iba al mercado y le mandaba recados hasta que consiguió perderla.

La casa griega

Pero ante todo, ¡oh ciudadanos!, (pues también esto es necesario que os lo explique), yo tengo una casita de dos plantas, igualmente dispuesta en la parte de arriba que en la de abajo por lo que toca a las habitaciones de las mujeres y de los hombres. Cuando nos nació el niño, lo criaba su misma madre, y para que ella no corriera peligro al bajar por la escalera cada vez que había que bañarlo, yo hacía mi vida arriba y las mujeres abajo; y tan acostumbrados estábamos a ello, que muchas veces mi mujer se bajaba abajo a acostarse junto al niño, para darle el pecho a fin de que no llorara. Esto siguió ocurriendo así durante mucho tiempo y yo no sospeché nada, sino que fui lo bastante simple para creer que mi mujer era la más virtuosa de todas las de la ciudad.
Pero pasado algún tiempo, ¡oh ciudadanos!, llegué inesperadamente del campo, y después de la cena el niño empezó a chillar y a enrabietarse, molestado adrede por la criada para que lo hiciera así, pues el hombre estaba dentro, según lo supe todo luego más tarde. Y yo dije a mi mujer que fuese a dar el pecho al niño para que dejase de llorar. Ella al principio se resistía, como si estuviese contenta de haberme visto llegar después de tanto tiempo; pero en vista de que yo me enfadé y le ordené que se fuera, "Sí", dijo, "para que cortejes aquí a la chica; ya tiraste de ella una vez que estabas bebido". Yo me eché a reír, y ella se levantó, salió y cerró la puerta, haciendo como que jugaba, y echó la llave; en tanto que yo sin fijarme en ninguna de estas cosas y sin sospechar nada me dormí a gusto, como llegado del campo.
Cuando iba a hacerse de día, llegó ella y abrió la puerta; y al preguntarle yo por qué habían porteado las puertas durante toda la noche, dijo que se le había apagado el candil de junto al niño y que entonces tuvo que encenderlo en casa del vecino. Yo me callé, creyendo que aquello era verdad. Sí me pareció, ¡oh ciudadanos!, que tenía la cara albayaldada, y eso que no hacía todavía ni treinta días que había muerto su hermano; sin embargo, ni aun así le dije nada sobre el caso, sino que salí afuera y me marché en silencio.
Y transcurrido algún tiempo después de estas cosas, ¡oh ciudadanos!, se me acercó, cuando estaba yo muy ajeno de mis propios males, una anciana que había sido enviada en secreto por la mujer con quien aquél estaba amancebado, según supe más tarde; pues ésta, movida por la cólera y considerándose ofendida porque ya no la visitaba con tanta frecuencia, se había puesto a vigilarle hasta que descubrió cuál era la causa. Se me acercó, pues, junto a mi casa la vieja, que me había estado acechando, y me dijo: "Eufileto, no creas en modo alguno que vengo a ti por afán de entretenerme, sino porque ocurre que el hombre que os deshonra a ti y a tu mujer es también enemigo nuestro. En fin , si coges a la criada que va a la plaza y os sirve, y la sometes a cuestión, lo sabrás todo. Y el que lo hace es", añadió, "Eratóstenes de Oe, que no sólo ha seducido a tu mujer, sino también a otras muchas; pues esto lo tiene como un oficio".
Dichas tales cosas, ¡oh ciudadanos!, aquella se marchó, y yo en seguida me quedé turbado, y todo se me acudía a las mientes, y me llené de sospechas, pensando en cómo fui encerrado en la habitación y acordándome de que en aquella noche portearon la puerta del patio y la de la calle, lo que jamás había sucedido, y de que me pareció que mi mujer se había dado de albayalde. Todo esto se me acudía a las mientes y me llenaba de sospechas. Y así, al llegar a casa mandé a la criada que me acompaña a la plaza; la llevé a casa de uno de mis amigos y le dije que estaba enterado de todo lo que en nuestra casa pasaba. “De manera”, terminé, “que puedes elegir entre una de estas dos cosas: o ser azotada e ir a parar al molino y no cesar nunca de padecer esas desdichas, o confesar toda la verdad, sin que te pase nada malo, antes bien, alcanzando de mí el perdón de tus faltas. No digas, pues ninguna mentira, sino cuéntame toda la verdad”.
Y al principio negaba y me decía que hiciera lo que quisiera, pero que ella no sabía nada; mas cuando le menté a Eratóstenes, agregando que éste era quien se veía con mi mujer, se quedó aterrada ante la idea de que yo lo conocía todo perfectamente y entonces ya se hincó de rodillas ante mí y, pidiéndome seguridades de que no le iba a pasar nada, empezó a contar, ante todo, cómo se le acercó él después del entierro, y después, cómo terminó ella por llevar recados, y cómo la otra, con el tiempo, se dejó seducir, y de qué modo le facilitaba la entrada, y cómo durante las Tesmoforías, estando yo en el campo, fue mi mujer al templo con la madre de aquél; en fin, explicó con exactitud todas las demás cosas que habían ocurrido.
Y cuando hubo relatado todo ello, le dije: “Pues bien, que nadie se entere de esto; y si no, nada de lo que hemos convenido tendrá ningún valor. Yo te exijo que me muestres todo en flagrante, pues para nada necesito palabras, sino que la cosa, si es cierta, aparezca evidente”. Ella prometió hacerlo así; y después de esto pasaron cuatro o cinco días... según os mostraré con testimonios decisivos. Pero primero quiero contar lo que pasó el último. Yo tenía un amigo y familiar llamado Sóstrato, a quien me encontré cuando, puesto ya el sol, volvía él del campo. Y como yo sabía que, llegando a aquella hora, no iba a encontrar en su casa a ninguno de sus allegados, le invité a que cenara conmigo; fuimos a la mía, subimos al piso de arriba, nos sentamos a la mesa y, cuando estuvo bien comido, marchóse aquél y yo me eché a dormir. Y entonces entra Eratóstenes, ¡oh ciudadanos!, y en seguida me despierta la criada y me avisa que él está dentro; y yo le encargo que se ocupe de la puerta, bajo sin hacer ruido, salgo y me voy a buscar a éste y a aquél y al de más allá, y a unos no los cogí en sus casas y de otros vine a saber que no estaban en la ciudad.
Recogí, pues, el mayor número posible de los que estaban presentes y me puse en marcha; tomamos antorchas en la tienda más cercana y entramos, pues la mujer se había cuidado de que la puerta quedase abierta. Empujamos, en fin, la de la habitación y los primeros que entramos pudimos verle aún acostado junto a mi mujer, y los últimos, puesto de pie, desnudo, sobre la cama. Entonces yo, ¡oh ciudadanos!, le golpeé, tirándole al suelo, le puse las dos manos atrás, se las até y le pregunté porqué me ultrajaba penetrando en mi domicilio. Él reconoció que delinquía, pero se puso a rogarme y a suplicarme que le pidiera dinero en vez de matarle.
Y yo le contesté: “No soy yo quien te mata, sino la ley de la ciudad, que tú has violado, teniéndola en menos que a tus gustos y prefiriendo cometer un tal crimen contra mi mujer y contra mis hijos antes que obedecer a las leyes y ser honrado”.
Así pues, ¡oh ciudadanos!, aquél ha sufrido lo que prescriben las leyes para quienes obran de ese modo, y no fue secuestrado en la calle ni se refugió en ningún hogar, como dicen éstos. ¿Cómo iba a hacerlo, si fue golpeado en la misma habitación, y cayó en seguida, y le eché atrás las manos, y había dentro Muchos hombres de quienes no hubiera podido huir, y él no tenía ningún hierro ni leño ni ninguna otra arma con que hubiese podido defenderse contra los que estaban?
Ahora bien, ¡oh ciudadanos!, creo que también vosotros sabéis que los que no obran justamente no quieren admitir que sus enemigos digan la verdad, sino que, mintiendo ellos y tramando cosas de este género, procuran indisponer a los oyentes con los que actúan conforme a derecho. Léeme, pues, ante todo la ley.
LEY
No discutía, señores, sino que reconocía haber cometido mal, y rogaba y suplicaba que no se le matara, y estaba dispuesto a pagar dinero. Pero yo no acepté su avalúo, sino que estimaba que la ley de la ciudad tenía más autoridad, y tomé esta venganza que vosotros, por considerar que es la más justa, decretásteis para quienes cometen tales acciones. Ahora , testigos míos de esto subid al estrado.
Léeme ahora también esta ley de la estela del Areópago.
LEY
Habéis oído, señores: al mismo tribunal del Areópago, al cual ha sido concedido tanto entre nosotros como en el tiempo de nuestros padres el juzgar las causas de asesinato, se le dice explícitamente que no reconozca como asesinato [la acción] de aquél que, habiendo sorprendido a un adúltero con su propia mujer, haya tornado esta venganza.
Y a tal punto el legislador consideró que esto era justo en el caso de las mujeres casadas, que inclusive en el caso de las concubinas, dignas de menor estimación, estableció la misma pena. Está claro, pues, que si hubiese tenido algún castigo mayor que éste, en el caso de las mujeres casadas lo habría establecido. Pero no siendo capaz de encontrar una pena más severa en el caso de aquéllas decidió que fuera la misma aun para las concubinas. Léeme esta ley.
LEY
Habéis oído, señores: ordena que si uno con violencia ofende a un hombre libre o a un muchacho, pague doble el daño; y si a una mujer de aquellas junto a las cuales es lícito matar, se sujete a lo mismo. Así, señores, consideró que los violadores eran dignos de una pena menor que los seductores; pues contra éstos sentenció la muerte, y para aquéllos estableció el doble del daño, considerando que quienes llevan a cabo su acción con violencia, son odiados por los violentados, mientras que los seductores a tal punto corrompen sus almas que hacen a las mujeres ajenas más familiares a ellos que a los esposos, y toda la casa queda en su poder, y los hijos no se sabe de quién son, si de los esposos o de los amantes. Por eso, el que dispuso la ley estableció para ellos la pena de muerte. Entonces, señores, las leyes no sólo reconocen que no cometí un delito, sino también ordenan que se tome tal venganza; pero en vosotros está el decidir si éstas deben salir fortalecidas o despreciadas.
En cuanto a mi, pienso que todas las ciudades establecen las leyes por esto: a fin de que, para aquellos casos en que tengamos dudas, examinemos, recurriendo a ellas, lo que se tiene que hacer. Ahora bien, éstas, en tales casos, ordenan a los que han sufrido injusticia tomar semejante venganza. Yo os pido que tengáis el mismo criterio que ellas; si no, concederéis tal impunidad a los adúlteros, que induciréis incluso a los ladrones a afirmar que son adúlteros, sabiendo bien que, si declaran esta culpabilidad para sí, y afirman que por eso entraban en las casas ajenas, nadie los tocará. Todos sabrán, pues, que es menester dejar a un lado las leyes sobre el adultero y temer, por el contrario, vuestro voto; pues éste es lo las poderoso de todo en la ciudad.
Considerad ahora, señores: me acusan de haber ordenado en aquel día a la sirvienta que buscara al joven. y yo, señores, podría haber creído justo hacerlo, intentando aprehender de cualquier forma al seductor de mi mujer. Porque si yo hubiera ordenado buscarlo, cuando se habían dicho sólo palabras y no se había dado ningún hecho, habría cometido un delito; pero si ya todo se había realizado y muchas veces él había entrado en mi casa, hubiera podido considerarme prudente, sea cual fuere la forma en que lo hubiese aprehendido.
Pero considerad que también en esto ellos mienten, pues fácilmente lo sabréis por lo siguiente: como dije también antes, señores, Sóstrato, que era amigo mío y era como de casa, cuando regresó del campo a la puesta del sol, fue a cenar conmigo, y luego que se sintió bien, salió y se fue.
Ahora, señores, reflexionad en primer lugar: si en aquella noche yo hubiera estado tramando contra Eratóstenes, ¿no era mejor para mi cenar yo mismo en otro lugar, que llevar a la casa al huésped para que cenara conmigo? Así, en efecto, aquél hubiera tenido menor osadía de entrar en la casa. Además, ¿os parece que yo me habría quedado solo y sin ayuda, dejando salir al huésped, en lugar de pedirle que se quedara, para que me ayudara a vengarme del adúltero?
En fin, señores; ¿no os parece que yo habría podido avisar a los amigos durante el dial y pedirles que se juntaran en la casa de uno de ellos, lo más cerca, en lugar de correr, apenas me enteré, aquí y allá de noche, sin saber a quién habría encontrado en casa y a quién afuera? En efecto, fui con Hannodio y con otro que no estaban en la ciudad (y yo no lo sabia); a otros no los encontré en casa, y me marché con los que pude hallar.
Pero si yo lo hubiera previsto, ¿no os parece que habría preparado a unos Siervos y avisado a los amigos, para entrar yo mismo a la casa del modo más seguro (pues, ¿qué sabia yo si también aquél no tenía algún arma?) y tomarme venganza con el mayor número posible de testigos? Pero entonces, ya que nada sabía de lo que iba a pasar aquella noche, conduje conmigo a los que pude. Y bien, testigos míos de esto, subid al estrado.
TESTIGOS
Habéis oído a los testigos, señores; considerad dentro de vosotros mismos este asunto, buscando si jamás hubo entre Eratóstenes y yo otra enemistad que ésta. Porque no encontraréis ninguna.
En efecto, ni promovió en mi contra procesos públicos como sicofante ni intentó expulsarme de la ciudad, ni estuvo promoviendo causas privadas, ni conocía ninguna mala acción mía por la cual, temiendo que alguien se enterara, yo deseara matarlo; ni yo, si llevé a cabo estas acciones, esperaba obtener dinero en alguna. parte (porque unos traman la muerte de otros por razones como ésta).
Además, tanto faltaba para que hubiese habido entre nosotros injuria, ataque de ebrios o alguna otra discordia que ni siquiera yo había visto nunca al hombre excepto aquella noche. 11 ¿Por qué entonces hubiera yo querido exponerme a semejante riesgo si no hubiese sufrido injustamente de su parte la más grave de las injurias? Además, ¿habría cometido tal impiedad después de convocar yo mismo a los testigos, cuando me era posible, si de veras hubiera querido matarlo injustamente, que nadie supiera conmigo de esto?
Ahora bien, yo estimo que ésta fue una venganza no privada a favor mío, sino a favor de toda la ciudad; porque quienes hacen semejantes cosas, viendo qué premios hay para este tipo de culpas, se harán menos culpables hacia los demás, cuando vean que también vosotros tenéis el mismo criterio [que las leyes] Si no, mucho mejor sería borrar las leyes actuales y hacer otras que castiguen con penas a los que vigilan a sus propias mujeres y ofrezcan plena impunidad a los que quieren hacerse culpables con ellas. Pues así mucho más justo [sería] que insidiar a los ciudadanos por medio de las leyes que ordenan que, si uno sorprende a un adúltero, haga lo que quiera; y en cambio, se establecen procesos más peligrosos contra los que han sufrido injusticias, que contra los que deshonran a las mujeres ajenas por encima de las leyes. Pues, yo, ahora, en mi vida y en mis bienes y en todo lo demás corro peligro, porque obedecía las leyes de la ciudad.