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TEXTO 56: La Oración Fúnebre
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso IV, 34-ss 
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Pericles hablando a la Asamblea

 "La mayoría de los oradores que aquí me precedieron elogiaron el acierto del legislador en añadir al ritual este discurso en loor de los muertos en combate al ser sepultados. Yo creería, sin embargo, suficiente honor para quienes se comportaron como verdaderos valientes los honores sinceros que veis que se les tributan oficialmente en torno a este monumento, sin subordinar el heroismo de muchos a la intervención de un hombre más o menos elocuente. Difícil es, efecto, producirse con discreción cuando tan arduo resulta obtener franco asentimiento. Porque el oyente enterado y benévolamente dispuesto podría tal vez subestimar lo dicho en relación con sus deseos y noticias, en tanto que el desconocedor piensa, por envidia, que se exagera si escucha algo que rebasa su capacidad. Los elogios tributados a los demás son tolerables en la medida en que cada cual se estima apto para realizar algo semejante; pero niégase envidiosamente la aquiescencia a lo inabordable. Pero ya que así lo juzgaron conveniente nuestros antepasados, he de conformarme con lo establecido, procurando satisfacer plenamente el unánime deseo y expectación.
Comenzaré por nuestros antepasados, pues justo y razonable es dedicarles en esta ocasión el homenaje de nuestro recuerdo. Ellos fueron, sí, los que, afincados de siempre en este suelo, nos lo legaron libre hasta hoy, de generación en generación. Todos ellos son dignos de encomio, pero aún más nuestros padres, que incrementaron su herencia con el imperio que tenemos, legado no sin esfuerzo a la siguiente generación. Ese imperio debe su grandeza principalmente a nosotros, los que nos hallamos en la fuerza de la edad y hemos fortalecido esta ciudad capacitándola para la guerra y para la paz....; con todo, antes de iniciar el panegírico de estos, deseo recalcar la conducta que nos mereció tales avances, nuestro régimen y las virtudes que posibilitaron esa grandeza, convencido de la oportunidad de recordarlas en el momento presente y la utilidad que reportará escucharlas a toda la muchedumbre de ciudadanos y extranjeros.
Nuestro régimen nada tiene que envidiar a las instituciones de nuestros vecinos, y en vez de imitadores, somos modelos para algunos. Su nombre es democracia, porque dicha constitución hace ciudadanos no a unos pocos, sino a los más. Conforme a nuestras leyes todos participan de igualdad de derechos en sus diferencias privadas, pero cada uno es honrado con preferencia en los asuntos políticos según el prestigio (axiosis) y la buena reputación y, desde luego, no tanto por la clase social a que pertenece cuanto por su mérito, ni tampoco en caso de pobreza si puede realizar algún beneficio a la ciudad. Y nos regimos como hombres libres, no solo en los asuntos públicos, sino también en las relaciones mutuas y diarias, con frecuencia sometidas a sospecha, pues no tomamos a mal al hombre que actúa según su gusto, ni le ponemos cara de reproche, comportamiento éste que no es delito, pero sí penoso y de mal tono. Y así como no nos estorbamos en la vida privada, no actuamos al margen de la ley en los asuntos públicos, sobre todo por respeto; obedecemos a los que en cada momento desempeñan las magistraturas y a las leyes, y de éstas precisamente aquellas que están promulgadas en beneficio de los que sufren injusticia y aquellas otras no escritas, que producen vergüenza manifiesta al que la incumple.
También hemos procurado cuantiosos solaces al espíritu: juegos, sacrificios.... Amamos la belleza con poco gasto y la sabiduría sin relajación; buscamos la eficiencia en el uso de la riqueza, no vana jactancia, y para nosotros el verdadero baldón no es la pobreza, sino la ociosidad que la fomenta. Hay individuos que se dedican por igual a los asuntos privados y a los públicos, en tanto otros, profesionales del trabajo, conocen a fondo los asuntos políticos; somos los únicos que consideramos al desentendido de esto, no como ocioso, sino inútil, y es notoria nuestra estimación y recto juicio de los asuntos, convencidos de que los discursos no implican perjuicio para la acción, antes son requisito previo para la realización de lo que debe hacerse. También poseemos otras destacada cualidad: audacia a toda prueba, no exenta de reflexión en el obrar; a otros la ignorancia les infunde audacia y la reflexión temor. Justo es reconocer que son las almas mejor templadas las que, clarividentes de lo ingrato y lo atractivo, no por ello retroceden ante el peligro. Nuestro ideal de nobleza difiere totalmente del común; no granjeamos amigos no recibiendo beneficios, sino otorgándolos. Quien hace un favor es amigo más seguro, pues por su benevolencia al agraciado desea perpetuar esa deuda; mas quien lo debe, es más remiso, considerando que debe corresponder al beneficio no graciosamente, sino como deuda. Somos los únicos que prestamos desinteresada ayuda, no por cálculo de conveniencia, sino por la confianza en la propia libertad.
Afirmo que la ciudad entera es la escuela de Grecia y creo que cualquier ateniense puede lograr una personalidad completa en los más distintos aspectos y dotada de la mayor flexibilidad. No es jactanciosa palabrería del momento, sino una verdad real; lo demuestra la pujanza misma de la ciudad que por esos medios hemos creado. Ella es la única entre las ciudades de hoy que afronta la prueba con poderío superior a su fama, la única que no suscita en el enemigo que la ataca el despecho por la derrota ni en los súbditos el reproche de tener indignos gobernantes... Tal es la patria por la que éstos sucumbieron, luchando noblemente contra la sinrazón que querérsela arrebatar. Justo es que los supervivientes todos procuremos desvivirnos por ella