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Pericles hablando a la Asamblea |
"La mayoría de los oradores que aquí me precedieron elogiaron el acierto
del legislador en añadir al ritual este discurso en loor de los muertos en
combate al ser sepultados. Yo creería, sin embargo, suficiente honor para
quienes se comportaron como verdaderos valientes los honores sinceros que veis
que se les tributan oficialmente en torno a este monumento, sin subordinar el
heroismo de muchos a la intervención de un hombre más o menos elocuente. Difícil
es, efecto, producirse con discreción cuando tan arduo resulta obtener franco
asentimiento. Porque el oyente enterado y benévolamente dispuesto podría tal vez
subestimar lo dicho en relación con sus deseos y noticias, en tanto que el
desconocedor piensa, por envidia, que se exagera si escucha algo que rebasa su
capacidad. Los elogios tributados a los demás son tolerables en la medida en que
cada cual se estima apto para realizar algo semejante; pero niégase
envidiosamente la aquiescencia a lo inabordable. Pero ya que así lo juzgaron
conveniente nuestros antepasados, he de conformarme con lo establecido,
procurando satisfacer plenamente el unánime deseo y expectación.
Comenzaré por nuestros antepasados, pues justo y razonable es dedicarles en esta
ocasión el homenaje de nuestro recuerdo. Ellos fueron, sí, los que, afincados de
siempre en este suelo, nos lo legaron libre hasta hoy, de generación en
generación. Todos ellos son dignos de encomio, pero aún más nuestros padres, que
incrementaron su herencia con el imperio que tenemos, legado no sin esfuerzo a
la siguiente generación. Ese imperio debe su grandeza principalmente a nosotros,
los que nos hallamos en la fuerza de la edad y hemos fortalecido esta ciudad
capacitándola para la guerra y para la paz....; con todo, antes de iniciar el
panegírico de estos, deseo recalcar la conducta que nos mereció tales avances,
nuestro régimen y las virtudes que posibilitaron esa grandeza, convencido de la
oportunidad de recordarlas en el momento presente y la utilidad que reportará
escucharlas a toda la muchedumbre de ciudadanos y extranjeros.
Nuestro régimen nada tiene que envidiar a las instituciones de nuestros vecinos,
y en vez de imitadores, somos modelos para algunos. Su nombre es democracia,
porque dicha constitución hace ciudadanos no a unos pocos, sino a los más.
Conforme a nuestras leyes todos participan de igualdad de derechos en sus
diferencias privadas, pero cada uno es honrado con preferencia en los asuntos
políticos según el prestigio (axiosis) y la buena reputación y, desde luego, no
tanto por la clase social a que pertenece cuanto por su mérito, ni tampoco en
caso de pobreza si puede realizar algún beneficio a la ciudad. Y nos regimos
como hombres libres, no solo en los asuntos públicos, sino también en las
relaciones mutuas y diarias, con frecuencia sometidas a sospecha, pues no
tomamos a mal al hombre que actúa según su gusto, ni le ponemos cara de
reproche, comportamiento éste que no es delito, pero sí penoso y de mal tono. Y
así como no nos estorbamos en la vida privada, no actuamos al margen de la ley
en los asuntos públicos, sobre todo por respeto; obedecemos a los que en cada
momento desempeñan las magistraturas y a las leyes, y de éstas precisamente
aquellas que están promulgadas en beneficio de los que sufren injusticia y
aquellas otras no escritas, que producen vergüenza manifiesta al que la
incumple.
También hemos procurado cuantiosos solaces al espíritu: juegos, sacrificios....
Amamos la belleza con poco gasto y la sabiduría sin relajación; buscamos la
eficiencia en el uso de la riqueza, no vana jactancia, y para nosotros el
verdadero baldón no es la pobreza, sino la ociosidad que la fomenta. Hay
individuos que se dedican por igual a los asuntos privados y a los públicos, en
tanto otros, profesionales del trabajo, conocen a fondo los asuntos políticos;
somos los únicos que consideramos al desentendido de esto, no como ocioso, sino
inútil, y es notoria nuestra estimación y recto juicio de los asuntos,
convencidos de que los discursos no implican perjuicio para la acción, antes son
requisito previo para la realización de lo que debe hacerse. También poseemos
otras destacada cualidad: audacia a toda prueba, no exenta de reflexión en el
obrar; a otros la ignorancia les infunde audacia y la reflexión temor. Justo es
reconocer que son las almas mejor templadas las que, clarividentes de lo ingrato
y lo atractivo, no por ello retroceden ante el peligro. Nuestro ideal de nobleza
difiere totalmente del común; no granjeamos amigos no recibiendo beneficios,
sino otorgándolos. Quien hace un favor es amigo más seguro, pues por su
benevolencia al agraciado desea perpetuar esa deuda; mas quien lo debe, es más
remiso, considerando que debe corresponder al beneficio no graciosamente, sino
como deuda. Somos los únicos que prestamos desinteresada ayuda, no por cálculo
de conveniencia, sino por la confianza en la propia libertad.
Afirmo que la ciudad entera es la escuela de Grecia y creo que cualquier
ateniense puede lograr una personalidad completa en los más distintos aspectos y
dotada de la mayor flexibilidad. No es jactanciosa palabrería del momento, sino
una verdad real; lo demuestra la pujanza misma de la ciudad que por esos medios
hemos creado. Ella es la única entre las ciudades de hoy que afronta la prueba
con poderío superior a su fama, la única que no suscita en el enemigo que la
ataca el despecho por la derrota ni en los súbditos el reproche de tener
indignos gobernantes... Tal es la patria por la que éstos sucumbieron, luchando
noblemente contra la sinrazón que querérsela arrebatar. Justo es que los
supervivientes todos procuremos desvivirnos por ella