Principal

TEXTO 55: Consecuencias morales de la peste 
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso II, 47-ss 
Ir a su contexto

La peste en Atenas

(Descripción de la peste que asoló Atenas en el primer año de la guerra. El historiador analiza las consectiencias que tuvo sobre la moralidad y las creencias religiosas de los ateniense)
«Tan pronto se inició el verano, los peloponesios y sus aliados, con los dos tercios de sus efectivos, invadieron, como el año anterior, el territorio del Atica (al frente de las tropas estaba el rey de Esparta Arquídamo, hijo de Zeuxidamo). No llevaban aún muchos días en el Atica cuando se declaró en Atenas la epidemia que, según, se dice, había asolado otros muchos territorios, como Lemnos v comarcas vecinas; pero en parte alguna se recuerda un azote y una mortandad semejantes. Los médicos que, en su desconocimiento del mal, lo trataban por vez primera, nada podían, y eran las primeras víctimas por ser quienes; se acercaban a los enfermos. Las demás ciencias humanas eran igualmente impotentes. Todo era inútil: plegarias en los templos, consultas a los oráculos, o cualquier otro recurso de este tipo. Al final, acabaron por renunciar a ello, abatidos por aquel azote.
Los primeros brotes, según cuentan, se manifestaron en Etiopía, allende Egipto; desde allí descendió a Egipto y Libia, llegando a extenderse por la mayor parte de los dominios de Rey. Sobre Atenas cayó de improviso, y como primero atacó a la población del Pireo, corrió el rumor de que los pelopolonesios habían envenenado las cisternas, porque a la sazón todavía no había allí fuentes. Más tarde alcanzó la ciudad alta, Y allí la mortandad fue muy elevada.
Sobre esta epidemia que cada cual, médico o profano, opina según su capacidad en torno a su origen probable y las causas que pudieron causar una perturbación semejante: yo, por mi parte, me limitaré a exponer sus rasgos generales y los síntomas de cuyo examen, si alguna vez la epidemia se repitiera, podría diagnosticarse mejor, contando con una idea previa de la misma; es el comentario de un hombre que padeció la enferrmedad y vio a otros afectados por ella.
El año aquel, según consenso unánime, había sido notablemente inmune a las enfermedades corrientes, y si alguien había contraído previamente alguna enfermedad, su dolencia acabó resolviéndose en ésta. Pero, en general, las demás personas estaban completamente sanas, y, de pronto, sin causa aparente alguna, se veían atacadas de fiebres muy altas localizadas en la cabeza: sus ojos enrojecían y se inflamaban, y, en el interior, la garganta y la lengua al punto tomaban una apariencia sanguinolento, y exhalaban un aliento extraño y fétido. A estos signos sucedían estornudos y ronquera, y, a los pocos momentos, el dolor descendía al pecho, acompañado de una fuerte tos; cuando se había fijado en el estómago, lo revolvía con todos los subsiguientes vómitos de bilis cuyo nombre han especificado los médicos. La mayoría de los pacientes sufrían, asimismo, amagos de vómito que les causaban unos espasmos violentos que en unos cesaban inmediatamente; en otros, muchos más tarde. El cuerpo, por fuera, no estaba muy caliente al tacto, ni pálido, sino más bien enrojecido, líbido, y cubierto por una erupción de pequeñas ampollas y úlceras; mas, por dentro ardía tanto, que el enfermo no podía soportar el contacto de las prendas y sábanas más finas: sólo podía permanecer desnudo, y con gusto se habría echado al agua fría, cosa que hicieron en realidad muchos de los enfermo, que no estaban vigilados por nadie, echándose a un pozo, poseídos de una sed que nada podía apagar. Pero daba igual beber mucho que poco. Además, la falta de reposo y el insomnio les angustiaban constantemente. Y durante el período de máxima exacerbación de la dolencia, su cuerpo no desfallecía, sino que soportaba sorprendentemente el mal, de manera que en su mayoría fallecían a los siete o nueve días consumidos por aquel fuego interno con todas sus fuerzas en parte intactas; y si sobrepasaban este período, el mal bajaba al vientre y provocaba en él una fuerte ulceración acompañada de una diarrea persistente, a consecuencia de la cual sucumbían de debilidad muchos de ellos.
El mal se localizaba primero en la cabeza e iba recorriendo todo el cuerpo de arriba abajo; y el paciente que sobrevivía a los más fuertes ataques conservaba, con todo, las señales en las extremidades: porque atacaba los órganos sexuales y las puntas de las manos y de los pies, y muchos se libraron con la pérdida de estos miembros, e incluso alguno, con la de la vista. Otros, en el momento de empezar su recuperación, eran atacados de una amnesia total que les impedía reconocerse a sí mismo y a sus parientes.
La índole general de la enfermedad no puede describirse, y atacaba a cada uno de los pacientes con una violencia tal que la naturaleza humana era incapaz de resistir; pero hay un detalle que ilustra claramente hasta qué punto difería de las afecciones corrientes: las aves y cuadrúpedos que se alimentan de cadáveres, o no se acercaban entonces a ellos, pese a que los había en abundancia y sin enterrar, o si llegaban a probarlos, morían. Prueba de ello es que este tipo de aves desapareció sin dejar rastro, sin vérselas ni en torno de los cadáveres ni en otra parte alguna. Los perros, por convivir con el hombre, permitían observa, mejor sus efectos.
Sin mencionar muchos otros rasgos secundarios de la enfermedad, dado que cada caso seguía un curso relativamente distinto, tales eran en su conjunto sus caracteres. Y durante aquel período de tiempo ninguna de las enfermedades corrientes aquejó a nadie, y si se presentaba alguna, se resolvía en ésta. Y unos morían por falta d. cuidados, otros pese a toda clase de solicitudes. No logró encontrarse ni un solo remedio, por así decir, cuya aplicación asegurara alguna eficacia (pues el que mejoraba a uno, perjudicaba a otro). No había constitución, fuese robusta o débil, capaz de resistir el mal; con todas acababa, fuese el que fuese el régimen terapéutico aplicado.
Lo peor de todo, en esa enfermedad, era el desaliento que se apoderaba del paciente tan pronto se daba cuenta de que había contraído el mal: inmediatamente entregaba su espíritu a la desesperacion y se abandonaba más fácilmente sin intentar ni siquiera resistir; como también el hecho de que, al cuidar a los enfermos, se contagiaban y morían como ovejas. Y esto fue lo que causó mayor número de víctimas: si por temor querían evitar todo contacto, entonces los enfermos morían abandonados, y de esta suerte muchas casas quedaron vacías por falta de quien les atendiese, pero si se les acercaban, entonces sucumbían, especialmente los que querían hacer gala de personas humanitarias: éstos, por su sentimiento de pundonor, entraban en casa de sus amigos con desprecio de la propia vida, cuando incluso sus mismos familiares, vencidos por el exceso del mal, habían acabado por cansarse de los ayes de los moribundos. Pero quienes más se compadecían de los agonizantes y de los enfermos eran los que habían sobrevivido a la enfermedad, porque ellos la habían conocido, y, por lo demás, se sentían seguros, pues no atacaba dos veces a la misma persona, al menos con efectos fatales. Y entonces recibían el parabién de los demás, e incluso ellos mismos, en el excesivo entusiasmo del momento, abrigaban la vana esperanza de que ya no iban a morir víctimas de ninguna otra enfermedad.
En medio de aquel infortunio, la concentración de gente del campo a la ciudad contribuyó a aumentar la angustia de la población; y los refugiados sufrieron de un modo especial: carecían de vivienda y vivían, en plena canícula, en chozas asfixiantes, por lo que la muerte se producía en medio de una enorme confusión: a medida que iban pereciendo, sus cadáveres eran amontonados unos encima de otros, o bien se arrastraban por las calles y en torno a las fuentes, agonizantes, buscando, desesperados, un poco de agua. Los templos en los que se les había instalado estaban repletos de cadáveres de quienes allí morían, porque ante la violencia desorbitada de aquel mal, los hombres, ignorando cuál sería su destino, empezaron a sentir un cierto menosprecio por la religión y la ética. En consecuencia, todas las costumbres que habían regido hasta entonces en los enterramientos quedaron transtornadas, y sepultaban a sus muertos como podían: muchas personas, por carecer de los objetos del rito necosarios, ya que habían perdido a muchos familiares, recurrían a formas de inhumación indecorosas. Unos depositaban el cadáver en piras que no les pertenecían, anticipándose a quienes las habían levantado, y unas veces colocaban el cadáver en la pira y le prendían fuego, otras lo echaban encima de la que ardía ya y se marchaban.
Pero la peste introdujo en Atenas otro tipo de inmoralidades aún más graves: las personas se entregaban al placer con un descaro nunca visto; y es que veían con sus propios ojos los bruscos cambios de la fortuna: ricos que morían inopinadamente y personas pobres que de pronto, entraban en posesión de la fortuna de los difuntos. De esta suerte, considerando igualmente efímeras la vida, las riquezas, creían que se imponía la necesidad de un pronto goce y de buscar el placer sensible. Nadie estaba dispuesto a sacrificarse por un noble ideal, en su seguridad de no poder alcanzarlo antes de morir. El placer inmediato y los medios de alcanzarlo: tal fue la norma ética de conducta que se impuso.
Nadie podía contenerles, ni el temor de Zeus ni la ley de los hombres, pues, viendo que todos morían sin distingos, creyeron que daba igual honrar o no a los dioses; y, por otro lado, nadie esperaba vivir hasta que llegara la hora de la justicia y de recibir el castigo de sus delitos; más grave era, pensaban