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La peste en Atenas |
(Descripción de la peste que asoló Atenas en el primer año de la guerra. El
historiador analiza las consectiencias que tuvo sobre la moralidad y las
creencias religiosas de los ateniense)
«Tan pronto se inició el verano, los peloponesios y sus aliados, con los dos
tercios de sus efectivos, invadieron, como el año anterior, el territorio del
Atica (al frente de las tropas estaba el rey de Esparta Arquídamo, hijo de
Zeuxidamo). No llevaban aún muchos días en el Atica cuando se declaró en Atenas
la epidemia que, según, se dice, había asolado otros muchos territorios, como
Lemnos v comarcas vecinas; pero en parte alguna se recuerda un azote y una
mortandad semejantes. Los médicos que, en su desconocimiento del mal, lo
trataban por vez primera, nada podían, y eran las primeras víctimas por ser
quienes; se acercaban a los enfermos. Las demás ciencias humanas eran igualmente
impotentes. Todo era inútil: plegarias en los templos, consultas a los oráculos,
o cualquier otro recurso de este tipo. Al final, acabaron por renunciar a ello,
abatidos por aquel azote.
Los primeros brotes, según cuentan, se manifestaron en Etiopía, allende Egipto;
desde allí descendió a Egipto y Libia, llegando a extenderse por la mayor parte
de los dominios de Rey. Sobre Atenas cayó de improviso, y como primero atacó a
la población del Pireo, corrió el rumor de que los pelopolonesios habían
envenenado las cisternas, porque a la sazón todavía no había allí fuentes. Más
tarde alcanzó la ciudad alta, Y allí la mortandad fue muy elevada.
Sobre esta epidemia que cada cual, médico o profano, opina según su capacidad en
torno a su origen probable y las causas que pudieron causar una perturbación
semejante: yo, por mi parte, me limitaré a exponer sus rasgos generales y los
síntomas de cuyo examen, si alguna vez la epidemia se repitiera, podría
diagnosticarse mejor, contando con una idea previa de la misma; es el comentario
de un hombre que padeció la enferrmedad y vio a otros afectados por ella.
El año aquel, según consenso unánime, había sido notablemente inmune a las
enfermedades corrientes, y si alguien había contraído previamente alguna
enfermedad, su dolencia acabó resolviéndose en ésta. Pero, en general, las demás
personas estaban completamente sanas, y, de pronto, sin causa aparente alguna,
se veían atacadas de fiebres muy altas localizadas en la cabeza: sus ojos
enrojecían y se inflamaban, y, en el interior, la garganta y la lengua al punto
tomaban una apariencia sanguinolento, y exhalaban un aliento extraño y fétido. A
estos signos sucedían estornudos y ronquera, y, a los pocos momentos, el dolor
descendía al pecho, acompañado de una fuerte tos; cuando se había fijado en el
estómago, lo revolvía con todos los subsiguientes vómitos de bilis cuyo nombre
han especificado los médicos. La mayoría de los pacientes sufrían, asimismo,
amagos de vómito que les causaban unos espasmos violentos que en unos cesaban
inmediatamente; en otros, muchos más tarde. El cuerpo, por fuera, no estaba muy
caliente al tacto, ni pálido, sino más bien enrojecido, líbido, y cubierto por
una erupción de pequeñas ampollas y úlceras; mas, por dentro ardía tanto, que el
enfermo no podía soportar el contacto de las prendas y sábanas más finas: sólo
podía permanecer desnudo, y con gusto se habría echado al agua fría, cosa que
hicieron en realidad muchos de los enfermo, que no estaban vigilados por nadie,
echándose a un pozo, poseídos de una sed que nada podía apagar. Pero daba igual
beber mucho que poco. Además, la falta de reposo y el insomnio les angustiaban
constantemente. Y durante el período de máxima exacerbación de la dolencia, su
cuerpo no desfallecía, sino que soportaba sorprendentemente el mal, de manera
que en su mayoría fallecían a los siete o nueve días consumidos por aquel fuego
interno con todas sus fuerzas en parte intactas; y si sobrepasaban este período,
el mal bajaba al vientre y provocaba en él una fuerte ulceración acompañada de
una diarrea persistente, a consecuencia de la cual sucumbían de debilidad muchos
de ellos.
El mal se localizaba primero en la cabeza e iba recorriendo todo el cuerpo de
arriba abajo; y el paciente que sobrevivía a los más fuertes ataques conservaba,
con todo, las señales en las extremidades: porque atacaba los órganos sexuales y
las puntas de las manos y de los pies, y muchos se libraron con la pérdida de
estos miembros, e incluso alguno, con la de la vista. Otros, en el momento de
empezar su recuperación, eran atacados de una amnesia total que les impedía
reconocerse a sí mismo y a sus parientes.
La índole general de la enfermedad no puede describirse, y atacaba a cada uno de
los pacientes con una violencia tal que la naturaleza humana era incapaz de
resistir; pero hay un detalle que ilustra claramente hasta qué punto difería de
las afecciones corrientes: las aves y cuadrúpedos que se alimentan de cadáveres,
o no se acercaban entonces a ellos, pese a que los había en abundancia y sin
enterrar, o si llegaban a probarlos, morían. Prueba de ello es que este tipo de
aves desapareció sin dejar rastro, sin vérselas ni en torno de los cadáveres ni
en otra parte alguna. Los perros, por convivir con el hombre, permitían observa,
mejor sus efectos.
Sin mencionar muchos otros rasgos secundarios de la enfermedad, dado que cada
caso seguía un curso relativamente distinto, tales eran en su conjunto sus
caracteres. Y durante aquel período de tiempo ninguna de las enfermedades
corrientes aquejó a nadie, y si se presentaba alguna, se resolvía en ésta. Y
unos morían por falta d. cuidados, otros pese a toda clase de solicitudes. No
logró encontrarse ni un solo remedio, por así decir, cuya aplicación asegurara
alguna eficacia (pues el que mejoraba a uno, perjudicaba a otro). No había
constitución, fuese robusta o débil, capaz de resistir el mal; con todas
acababa, fuese el que fuese el régimen terapéutico aplicado.
Lo peor de todo, en esa enfermedad, era el desaliento que se apoderaba del
paciente tan pronto se daba cuenta de que había contraído el mal: inmediatamente
entregaba su espíritu a la desesperacion y se abandonaba más fácilmente sin
intentar ni siquiera resistir; como también el hecho de que, al cuidar a los
enfermos, se contagiaban y morían como ovejas. Y esto fue lo que causó mayor
número de víctimas: si por temor querían evitar todo contacto, entonces los
enfermos morían abandonados, y de esta suerte muchas casas quedaron vacías por
falta de quien les atendiese, pero si se les acercaban, entonces sucumbían,
especialmente los que querían hacer gala de personas humanitarias: éstos, por su
sentimiento de pundonor, entraban en casa de sus amigos con desprecio de la
propia vida, cuando incluso sus mismos familiares, vencidos por el exceso del
mal, habían acabado por cansarse de los ayes de los moribundos. Pero quienes más
se compadecían de los agonizantes y de los enfermos eran los que habían
sobrevivido a la enfermedad, porque ellos la habían conocido, y, por lo demás,
se sentían seguros, pues no atacaba dos veces a la misma persona, al menos con
efectos fatales. Y entonces recibían el parabién de los demás, e incluso ellos
mismos, en el excesivo entusiasmo del momento, abrigaban la vana esperanza de
que ya no iban a morir víctimas de ninguna otra enfermedad.
En medio de aquel infortunio, la concentración de gente del campo a la ciudad
contribuyó a aumentar la angustia de la población; y los refugiados sufrieron de
un modo especial: carecían de vivienda y vivían, en plena canícula, en chozas
asfixiantes, por lo que la muerte se producía en medio de una enorme confusión:
a medida que iban pereciendo, sus cadáveres eran amontonados unos encima de
otros, o bien se arrastraban por las calles y en torno a las fuentes,
agonizantes, buscando, desesperados, un poco de agua. Los templos en los que se
les había instalado estaban repletos de cadáveres de quienes allí morían, porque
ante la violencia desorbitada de aquel mal, los hombres, ignorando cuál sería su
destino, empezaron a sentir un cierto menosprecio por la religión y la ética. En
consecuencia, todas las costumbres que habían regido hasta entonces en los
enterramientos quedaron transtornadas, y sepultaban a sus muertos como podían:
muchas personas, por carecer de los objetos del rito necosarios, ya que habían
perdido a muchos familiares, recurrían a formas de inhumación indecorosas. Unos
depositaban el cadáver en piras que no les pertenecían, anticipándose a quienes
las habían levantado, y unas veces colocaban el cadáver en la pira y le prendían
fuego, otras lo echaban encima de la que ardía ya y se marchaban.
Pero la peste introdujo en Atenas otro tipo de inmoralidades aún más graves: las
personas se entregaban al placer con un descaro nunca visto; y es que veían con
sus propios ojos los bruscos cambios de la fortuna: ricos que morían
inopinadamente y personas pobres que de pronto, entraban en posesión de la
fortuna de los difuntos. De esta suerte, considerando igualmente efímeras la
vida, las riquezas, creían que se imponía la necesidad de un pronto goce y de
buscar el placer sensible. Nadie estaba dispuesto a sacrificarse por un noble
ideal, en su seguridad de no poder alcanzarlo antes de morir. El placer
inmediato y los medios de alcanzarlo: tal fue la norma ética de conducta que se
impuso.
Nadie podía contenerles, ni el temor de Zeus ni la ley de los hombres, pues,
viendo que todos morían sin distingos, creyeron que daba igual honrar o no a los
dioses; y, por otro lado, nadie esperaba vivir hasta que llegara la hora de la
justicia y de recibir el castigo de sus delitos; más grave era, pensaban