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TEXTO 54 ¡Qué clase de hombres son los atenienses y espartanos!
Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso I, 68-71; 73-75 
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Escena de Asamblea

(En una decisiva sesión de la Liga peloponésica, los delegados corintios toman la palabra para acusar a Atenas de agresión y, al tiempo, para incitar a Esparta a que se decida, de una vez, a declarar la guerra a Atenas. El texto lo utiliza Tucídides para exponer al lector la idiosincracia de las dos grandes potencias).
«Lacedemonios: la confianza que preside vuestra vida política y social os hace un tanto desconfiados cuando tomamos la palabra para hablar contra terceros. Y así, con esta práctica, ganáis en tacto; en cambio, obráis con cierta ignorancia de la política exterior. Porque, a pesar de nuestras reiteradas advertencias sobre el daño que Atenas iba a causarnos, jamás llegasteis a admitir el verdadero alcance de nuestros consejos, antes bien, os dominaba la sospecha de que quienes exponían sus quejas hablaban llevados de su pasión contra enemigos personales. Ello explica que, no antes de que sufriéramos daño alguno, sino cuando han hablado ya las arnas, os hayáis decidido a convocar a los aliados, ante cuya Asamblea nos creemos con mayor derecho que nadie a tomar la palabra, puesto que somos quienes mayores acusaciones podemos formular: contra Atenas, por sus agresiones; contra vosotros, por vuestra contemporización.
Porque si los crímenes que Atenas comete contra Grecia no fueran del todo palmarios, cabría la solución de informaros como a quien no está al corriente de los hechos. Pero, en nuestro caso, ¿a qué alargarse en discursos cuando estáis contemplando cómo una parte de Grecia esclavizada; otra, víctima de sus agresiones (y de un modo especial, nuestros propios aliados), y que con gran antelación se están preparando ante la eventualidad de un futuro conflicto? De no ser así, no nos habrían arrebatado, y ocuparían ahora, Corcira contra nuestra voluntad, ni habrían puesto sitio a Potidea: territorios, ambos, de los cuales éste es de gran importancia estratégica para el control de Tracia, y aquél habría aportado a la Liga una nutrida flota.
De todo ello sois culpables vosotros por haberles permitido fortificar su ciudad después de las guerras médicas, y levantar, con posterioridad, los Muros Largos; Y, además, por haberos negado, hasta el día de hoy, a liberar no sólo a quienes se hallan bajo su dominio, sino incluso a vuestros propios aliados. Porque, sin duda, el verdadero responsable de una agresión no es el que impone su dominio sobre otro, sino el que, pudiendo evitarlo, lo consiente; sobre todo cuando éste aspira al glorioso título de campeón de la libertad de Grecia. Ahora mismo, por poner un ejemplo, hemos conseguido, y aun a duras penas, convocar una reunión de la Liga, y ni siquiera con un orden del día concreto. Porque no es ya hora de discutir si hemos sido o no provocados, sino de decidir la forma con que vamos a responder a sus provocaciones: los hombres de acción, una vez se han propuesto sus objetivos, avanzan sin vacilar hacia su meta, mientras que nosotros no hemos elaborado todavía nuestra propia estrategia.
Por otra parte, conocemos ya la táctica de Atenas, y sabemos cómo, una tras otra, lleva a cabo, sin interrupción, sus agresiones. Su audacia no es el resultado de su confianza en vuestra falta de capacidad de reacción: cuando estén seguros de que vais a tolerarlo todo, atacarán con violencia mayor aún.
Porque, lacedemonios, sois el único Estado de Grecia que practica una política de paz y que se defiende del ataque enemigo no por medio de la fuerza, sino con toda suerte de dilaciones; sois el único que corta las alas a la expansión enemiga no en sus inicios, sino cuando se haya duplicado. Y, con todo, teníais fama de ser hombres en quienes confiar, pero, a lo que se ve, esta fama no corresponde a la realidad. Es un hecho que los persas, que procedían del otro confín de la tierra, pusieron el pie en el Peloponeso sin que vosotros les hubierais salido al paso con fuerzas importantes; y ahora no prestáis la debida atención al caso de Atenas, que no está situada lejos, como Persia, sino cerca, y que, en lugar de atacarla, esperáis a defenderos cuando se os eche literalmente encima, corriendo, de esta suerte, el peligro de tener que combatir con fuerzas mucho más poderosas, aunque sabéis que también el bárbaro debió el fracaso a sus propios errores y que incluso los miembros de la Liga han vencido con frecuencia a los atenienses más bien gracias a los desaciertos de, éstos que a la ayuda que les prestasteis vosotros: porque, a decir verdad, la esperanza puesta en vuestro apoyo ha causado ya la ruina de más de un Estado, que, por confiar en vosotros, se ha encontrado sin una fuerza adecuada.
Por lo demás, nosotros más que nadie tenemos derecho a presentar a los aliados nuestras quejas, dada, sobre todo, la importancia de los intereses en juego, de cuyo alcance, al menos a nuestros ojos, no parece que hayáis llegado a apercibiros. Como tampoco os habéis parado jamás a meditar sobre qué clase de hombres son los atenienses, contra los que tendréis que enfrentaros. Y, ¡qué abismo separa su carácter del vuestro! Ellos son ambiciosos, hábiles en planear sus agresiones y en llevarlas a la práctica; vosotros sois por naturaleza conservadores, incapaces de programar nuevas conquistas y ni siquiera de actuar cuando la acción resulta inevitable; los atenienses llevan su audacia más allá de lo que permiten sus medios, se arriesgan más de lo que aconseja la prudencia, e incluso en los reveses se muestran optimistas; vuestro natural, en cambio, os inclina a actos que no responden a vuestro potencial efectivo, a no confiar en los proyectos más seguros, a creer que jamás podréis superar los obstáculos; ellos son espíritus decididos; vosotros, contemporizadores; ellos se han habituado a vivir lejos de su patria; vosotros sois el pueblo más casero que existe. Y es que ellos creen poder obtener algún beneficio de sus ausencias; que, con salir del país, perderéis incluso lo que es vuestro; si vencen al enemigo ellos avanzan todo lo que pueden; si sufren la derrota, son los que menos terreno ceden; en su persona física ven un instrumento ajeno puesto al servicio de la patria; en su espíritu, un bien personalísimo a ella consagrado. Cuando no logran los fines propuestos, créense, desposeídos de algo propio, y una vez alcanzan la meta apetecida, consideran mezquina la ganancia comparada con los logros futuros. Y si fracasan en alguno de sus intentos, se proponen otros objetivos, y con ello compensan las pérdidas sufridas. Porque son los únicos seres que consideran sinónimo la esperanza en la realización de sus objetivos y la consideración de los mismos, por la presteza con que ejecutan sus planes. Estos desvelos con los esfuerzos y peligros a ellos inherentes, les ocupan la vida entera: por ello es brevísimo el disfrute de sus bienes, ya que constantemente están realizando nuevas conquistas. Para ellos no hay más fiesta que el cumplimiento del deber, les pesa más la tranquila inacción que la ocupación que exige esfuerzo. En suma, si, para resumir, afirmáramos que no pueden estar tranquilos ni dejar a los demás estarlo, diríamos la estricta verdad.
A pesar de tener enfrente una ciudad de tal idiosincrasia, lacedemonios, os cruzáis de brazos sin pensar que una política de paz es altamente útil para aquellos Estados que, haciendo un justo empleo de su poder, están, en su fuero interno, decididos a no consentir la menor provocación. Pero vosotros concebís la justicia sobre la base de un simple respeto al derecho ajeno de la posibilidad de defenderos, sin sufrir quebranto. Pero eso tan sólo podríais lograrlo, y aun a duras penas, si enfrente tuvierais un Estado que opinara igual. Pero, en realidad, como os acabamos de mostrar, vuestras instituciones son arcaicas, comparadas con las suyas. Y en política, como en cualquier otra especialidad, es preciso asimilar todo progreso. Si para un Estado en paz la mejor política es conservar intactas sus instituciones, para quienes se ven abocados a múltiples crisis se imponen grandes cambios: esta es la causa de que Atenas, en su multivaria experiencia, haya evolucionado más que vosotros.
Poned, pues, fin a vuestra contemporización: enviad ahora mismo, a Potidea y otros puntos, la ayuda que prometisteis, iniciando la inmediata invasión del Atica. No entreguéis un Estado aliado y hermano de raza a su más encarnizado enemigo, ni nos obliguéis a que, en un arrebato de desesperación, nos inclinemos hacia otro bando, con lo que no haríamos nada reprochable ni ante los dioses que presiden los pactos ni ante los hombres que los contemplan: porque en la violación de un tratado incurre no quien, al verse abandonado, se aproxima a un tercero, sino quien niega su ayuda al que, por la fuerza de un pacto, está obligado a prestar. Si estáis dispuestos a mostrar
decisión, permaneceremos en la alianza porque en tal caso, si desertáramos, ya no obraríamos de acuerdo con nuestra religión, aparte que tampoco podríamos hallar un régimen más afín al nuestro que el de Esparta.
Con esas consideraciones en el ánimo, tomad una justa decisión; haced todo lo posible por conservar en el Peloponeso una hegemonía inferior a la que os legaron vuestros padres.»
(Atenas justifica su política imperialista; discurso pronunciado por los delegados atenienses en la Asamblea espartana. Estas palabras pretenden, en la mente del historiador, ser la réplica a las palabras pronunciadas antes por los representantes de Corinto)
«La finalidad de nuestra embajada no es polemizar con vuestros aliados, sino resolver los asuntos que nuestra patria nos ha enviado a solventar. Sin embargo, al escuchar las calumnias de que somos objeto, hemos subido a la tribuna con ánimo no de responder a los cargos que se formulan contra nuestra ciudad (pues no sois jueces ante los cuales haya que dirimir nuestras diferencias), sino para evitar que, fácilmente sugestionados por vuestros aliados, toméis, en asuntos de gran trascendencia, una resolución que podría ser funesta; y, al tiempo, con la voluntad expresa de mostrar, a propósito de los cargo, que se nos hacen, que no sin derecho detentamos nuestro imperio y que, en suma, nuestra patria es digna de admiración.
Pero, ¿para qué mentar los hechos más remotos, cuyo testimonio son más bien las referencias orales que los ojos de quienes van a escucharnos? En cambio, fuerza es hablar de las guerras médicas, y de las gestas que vosotros habéis vivido, aun con el peligro de hacernos prolijos con nuestra constante referencia a ellos. Y es que, con nuestro heroísmo, luchamos, al servicio de la Hélade entera, y por más que vosotros hayáis prestado vuestra parte de contribución a esta empresa, no existe razón alguna para que se nos prive de, tamaño honor.
Nuestras palabras, por otro lado, se proponen menos recabar vuestra consideración que ofrecer un testimonio y una demostración palpables del tipo de ciudad con la que tendríais que enfrentaros en caso de no tomar una decisión acertada. Y, así, proclamamos que en Maratón hicimos frente, nosotros solos, al bárbaro; y que cuando se presentó por segunda vez, al no poder defendernos por tierra, nuestro pueblo embarcó en masa, y así tomamos parte en la batalla de Salamina, hecho que impidió que aquél atacara, uno tras otro, los Estados del Peloponeso, arrasándolo todo, ya que a los griegos nos era de todo punto imposible prestarnos mutua ayuda ante tan gran número de naves. La prueba más evidente nos la dio el mismo bárbaro: una vez vencido por mar, al no poder contar ya con su primitivo potencial marítimo, apresuróse a batirse en retirada con el grueso de sus fuerzas.
Y siendo así que esta acción tuvo tal desenlace y resultado, y que es palmario que la suerte de los griegos se decidió con la flota, nosotros aportamos los tres factores decisivos: el mayor contingente naval, el marino más eficaz Y el más decidido entusiasmo. Esto es, poco menos de las dos terceras partes del total de cuatrocientas naves, a Temístocles como jefe (a cuya iniciativa se debió que el combate tuviera lugar en los estrechos, cosa que, sin duda alguna, motivó el triunfo de nuestra causa), a quien vosotros mismos por este servicio otorgasteis los máximos honores que se concede a un extranjero vuestra patria, y dimos prueba de la mayor voluntad de sacrificio, puesto que, viendo que nadie acudía en ayuda nuestra por tierra, y que los demás Estados colindantes se habían ido sometiendo, tomamos la resolución de abandonar nuestra patria y de sacrificar nuestros bienes, pero sin traicionar la causa común de los aliados que todavía quedaban en pie, sino que, por el contrario, embarcamos en las naves y afrontamos el peligro sin guardaros rencor por no habernos enviado socorro. Proclamamos, en suma, que el servicio prestado es mayor que el que de vosotros recibimos: pues fue desde ciudades aún en pie y con la perspectiva de habitarlas nuevamente que, tan pronto temisteis por vuestra propia salvación, más que por la nuestra, acudisteis en nuestra ayuda (la verdad es que, mientras todavía os manteníamos firmes no acudisteis). Nosotros, por el contrario, dejamos detrás una patria cuyas perspectivas eran bastante menos que halagüeñas, y contribuimos a vuestra salvación al tiempo que a la nuestra.
Pues bien; si nosotros, como otros hicieran ya, nos hubiésemos rendido al bárbaro temiendo por nuestro país, o si, más tarde, no hubiésemos tenido el valor de embarcarnos por creer que todo estaba ya perdido, inútil habría sido, por parte vuestra, entablar combate con una flota inadecuada: todo le habría salido al bárbaro a la medida de sus deseos.
Lacedemnios, ¿acaso nuestra voluntad de sacrificio y nuestra clara intuición de entonces merecen, por parte de los griegos, esa envidia que les inspiramos, al menos en lo que respecta a nuestro imperio? Imperio que no hemos adquirido con medios violentos, sino gracias a que vosotros no quisisteis proseguir la lucha contra los restos del ejército persa, y porque los mismos aliados se dirigieron a nosotros con la súplica de que nos convirtiéramos en su caudillo. La fuerza misma de las circunstancias nos obligó, desde el primer momento, a levantarlo hasta su actual grandeza, presionados, ante todo, por el temor, luego por una razón de prestigio y, finalmente, por interés. Que no era ya, a nuestros ojos, seguro partido exponernos a ceder después de habernos ganado el odio de los más, cuando incluso algunos de nuestros súbditos estaban en franca rebeldía y vosotros, encima, no erais ya nuestros amigos de antaño, sino que nos mirabais con cierto recelo, y teníais intereses opuestos a los nuestros. Al fin y al cabo, las ciudades que podían sublevarse se habrían inclinado a vuestro bando. En fin, no merece reproche de nadie, quien, ante tamaño peligro, asegura su propio interés.
El caso es que vosotros, lacedemonios, ejercéis vuestra hegemonía en el Peloponeso organizándolo según vuestra exclusiva conveniencia. Y si en aquel entonces hubieseis conservado vuestro caudillaje, ganándoos, con ello, la impopularidad, como es nuestro caso ahora, estamos convencidos de que seríais tan odiosos a los ojos de vuestros súbditos como lo somos nosotros a los de los nuestros, y que, en consecuencia, os habríais colocado ante el dilema de imponer vuestro dominio por la fuerza, o de poner en peligro vuestra propia existencia. Así, nada tiene de extraño, ni repugna a la humana naturaleza, el hecho de que aceptáramos un imperio que se nos brindaba, y que nos resistamos a liquidarlo movidos por tres poderosos imperativos, el prestigio, el temor y el interés. Pero es que no hemos sido tampoco nosotros los introductores de tal principio, ya que es ley natural que el débil sea dominado por el fuerte, aparte el hecho de que somos dignos de este imperio, y de que a vosotros os lo ha parecido siempre así hasta este momento en que, considerando vuestros exclusivos intereses, esgrimís el argumento de la justicia, término con cuya invocación nadie todavía ha hecho desistir a otro de sus ambiciones si se le presenta ocasión de aumentar sus dominios, Más aún, merecen toda clase de elogios aquellos Estados que, aun obrando de acuerdo con el instinto natural del hombre por el dominio sobre los demás, actúa con una equidad mayor de lo que toleraría su propia fuerza. Y así opinamos que si cualquier otro Estado consiguiera un imperio como el nuestro, al punto se proclamaría por doquier nuestra moderación, aunque la equidad de que hace gala nuestro imperio nos ha ganado, incomprensiblemente, más ataques que aplausos".