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Creso y Solón (de Gerard van Honthorst, 1624
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(Heródoto introduce un episodio claramente imaginario: una entrevista entre
Creso y el ateniense Solón. La moderación, la condena de la ”hybris” y la
inseguridad del destino humano, junto con la envidia divina, son sus temas)
Andando el tiempo, y cuando casi todos los pueblos que habitan a este lado del
río Halis habían sido sometidos ..., fueron llegando, sucesivamente y por
diversas razones, a Sardes, que estaba en el cenit de su riqueza todos los
sabios de Grecia que a la sazón vivían; y entre ellos Solón, un ateniense,
quien, después de haber dictado en Atenas leyes a petición de sus habitantes, se
había ausentado de su patria por espacio de diez años, embarcándose so pretexto
de ver mundo, pero en realidad para no verse obligado a derogar ninguna de las
leyes que había promulgado. Los propios atenienses, en efecto, no tenían
potestad para hacerlo, pues se habían obligado por juramentos solemnes a
observar, durante diez años, las leyes que Solón les promulgara. Por esta razón,
ante todo, y con objeto de ver mundo había abandonado Solón su patria, visitando
la corte de Amasis en Egipto y, posteriormente, la de Creso en Sardes. A su
llegada fue hospedado por Creso en su palacio; y, poco después, a los dos o tres
días, unos servidores por orden de Creso condujeron a Solón por las cámaras del
tesoro y le hicieron ver lo magnífico y copioso que era todo. Y después de haber
contemplado y examinando todo aquello, Creso, cuando tuvo ocasión, le formuló la
siguiente pregunta: "Amigo ateniense, hasta nosotros ha llegado sobre tu persona
una gran fama en razón de tu sabiduría y de tu espíritu viajero, ya que por tu
anhelo de conocimientos y de ver mundo has visitado muchos países; por ello me
ha asaltado ahora el deseo de preguntarte si a has visto al hombre más dichoso
del mundo". Creso le formulaba esta pregunta en la creencia de que él era el
hombre más dichoso del mundo, pero Solón, sin ánimo alguno de adulación, sino
ateniéndose a la verdad, le contestó: "Sí, majestad, a Telo de Atenas". Creso
quedó sorprendido por su respuesta y le preguntó con curiosidad: "¿Y por qué
consideras que Telo es el más dichoso?". Entonces Solón replicó: "Ante todo,
Telo tuvo, en una próspera ciudad, hijos que eran hombres de pro y llegó a ver
que a todos len nacían hijos y que en su totalidad llegaban a mayores; además,
después de haber gozado, en la medida de nuestras posibilidades, de una vida
afortunada, tuvo para ella el fin más brillante. En efecto, prestó su concurso
en una batalla librada en Eleusis entre los atenienses y sus vecinos, puso en
fuga al enemigo y murió gloriosamente; y los atenienses, por su parte, le dieron
pública sepultura en el mismo lugar en que había caído y le tributaron grandes
honores".
Como Solón, con su relato sobre la gran dicha de Telo, había suscitado la
curiosidad de Creso, éste le preguntó, entonces, quién era, entre los hombres
que había conocido, el segundo después de Telo, en la plena convicción de que,
al menos, se llevaría el segundo lugar. Pero Solón respondió: "Cléobis y Bitón.
Estos individuos, que eran naturales de Argos, contaban con suficientes medios
de vida y, además, con un vigor corporal de unas proporciones tales, que ambos
eran a la par campeones atléticos; más aún, de ellos se cuenta la siguiente
historia: ( ...... ). Así pues, Solón concedía a estos jóvenes el segundo lugar
en lo que a felicidad respecta, pero Creso, indignado, exclamó: "Y tan en poco
aprecias nuestra felicidad, extranjero ateniense, que ni siquiera nos consideras
dignos de rivalizar con simples particulares". Pero Solón replicó: "Creso, me
haces preguntas sobre cuestiones humanas y yo sé que la divinidad es, en todos
los órdenes, envidiosa y causa de perturbación. Porque en el largo tiempo de una
vida, uno tiene ocasión de ver muchas cosas que no quisiera y de padecer muchas
otras. En efecto, yo fijo en setenta años el límite de la vida humana. Estos
setenta años representan veinticinco mil doscientos días, sin contar los meses
intercalares. Ahora bien, si de cada dos años, uno debe ampliarse en un mes para
que, con ello, las estaciones se correspondan en su sucesión como es debido, los
meses intercalares en el transcurso de setenta años suman treinta y cinco, y el
número de sus días mil cincuenta. De la totalidad de los días de los setenta
años en cuestión, que son veintiséis mil doscientos cincuenta, no hay uno solo
que conlleve situaciones totalmente semejantes a las de otro día cualquiera. Por
lo tanto, Creso, el hombre es pura contingencia. Bien veo que tú eres sumamente
rico y rey de muchos súbditos, pero no puedo responderte todavía a la pregunta
que me hacías, sin saber antes que has terminado felizmente tu existencia.
Porque una persona sumamente rica no es, desde luego, más dichosa que otra que
viva al día, a no ser que la fortuna, en medio de su completa felicidad, le
acompañe hasta llevar a buen fin su vida. En efecto, muchos hombres inmensamente
ricos son desgraciados, en tanto que muchos otros, con medios de vida modestos,
son afortunados. Además, una persona sumamente rica, pero desgraciada, sólo
supera en dos cosas al que es afortunado; en cambio, éste aventaja en muchas
otras a quien es rico, pero desgraciado; el rico tiene más recursos para
satisfacer sus deseos y para sobrellevar el azote de una gran calamidad, pero el
afortunado tiene sobre él las siguientes ventajas: sin duda no puede sobrellevar
una calamidad ni satisfacer sus deseos en sus mismas condiciones, pero su buena
fortuna aparta de él esos males y carece de defectos físicos, no sufre
enfermedades, no sabe de miserias, es afortunado e su prole y tiene hermoso
aspecto; y si, además de todo ello, todavía lleva a buen fin su vida, ahí tienes
a quien buscas, esa es la persona que merece ser llamada dichosa; pero, antes de
que muera, aguarda y no lo llames todavía feliz, sino afortunado.