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TEXTO 48: Entrevista ficticia entre el rey lidio Creso, ejemplo de opulencia, y el ateniense Solón: elogio de la moderación
Heródoto, Historia I, 28-ss
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Creso y Solón (de Gerard van Honthorst, 1624 )

(Heródoto introduce un episodio claramente imaginario: una entrevista entre Creso y el ateniense Solón. La moderación, la condena de la ”hybris” y la inseguridad del destino humano, junto con la envidia divina, son sus temas)
Andando el tiempo, y cuando casi todos los pueblos que habitan a este lado del río Halis habían sido sometidos ..., fueron llegando, sucesivamente y por diversas razones, a Sardes, que estaba en el cenit de su riqueza todos los sabios de Grecia que a la sazón vivían; y entre ellos Solón, un ateniense, quien, después de haber dictado en Atenas leyes a petición de sus habitantes, se había ausentado de su patria por espacio de diez años, embarcándose so pretexto de ver mundo, pero en realidad para no verse obligado a derogar ninguna de las leyes que había promulgado. Los propios atenienses, en efecto, no tenían potestad para hacerlo, pues se habían obligado por juramentos solemnes a observar, durante diez años, las leyes que Solón les promulgara. Por esta razón, ante todo, y con objeto de ver mundo había abandonado Solón su patria, visitando la corte de Amasis en Egipto y, posteriormente, la de Creso en Sardes. A su llegada fue hospedado por Creso en su palacio; y, poco después, a los dos o tres días, unos servidores por orden de Creso condujeron a Solón por las cámaras del tesoro y le hicieron ver lo magnífico y copioso que era todo. Y después de haber contemplado y examinando todo aquello, Creso, cuando tuvo ocasión, le formuló la siguiente pregunta: "Amigo ateniense, hasta nosotros ha llegado sobre tu persona una gran fama en razón de tu sabiduría y de tu espíritu viajero, ya que por tu anhelo de conocimientos y de ver mundo has visitado muchos países; por ello me ha asaltado ahora el deseo de preguntarte si a has visto al hombre más dichoso del mundo". Creso le formulaba esta pregunta en la creencia de que él era el hombre más dichoso del mundo, pero Solón, sin ánimo alguno de adulación, sino ateniéndose a la verdad, le contestó: "Sí, majestad, a Telo de Atenas". Creso quedó sorprendido por su respuesta y le preguntó con curiosidad: "¿Y por qué consideras que Telo es el más dichoso?". Entonces Solón replicó: "Ante todo, Telo tuvo, en una próspera ciudad, hijos que eran hombres de pro y llegó a ver que a todos len nacían hijos y que en su totalidad llegaban a mayores; además, después de haber gozado, en la medida de nuestras posibilidades, de una vida afortunada, tuvo para ella el fin más brillante. En efecto, prestó su concurso en una batalla librada en Eleusis entre los atenienses y sus vecinos, puso en fuga al enemigo y murió gloriosamente; y los atenienses, por su parte, le dieron pública sepultura en el mismo lugar en que había caído y le tributaron grandes honores".
Como Solón, con su relato sobre la gran dicha de Telo, había suscitado la curiosidad de Creso, éste le preguntó, entonces, quién era, entre los hombres que había conocido, el segundo después de Telo, en la plena convicción de que, al menos, se llevaría el segundo lugar. Pero Solón respondió: "Cléobis y Bitón. Estos individuos, que eran naturales de Argos, contaban con suficientes medios de vida y, además, con un vigor corporal de unas proporciones tales, que ambos eran a la par campeones atléticos; más aún, de ellos se cuenta la siguiente historia: ( ...... ). Así pues, Solón concedía a estos jóvenes el segundo lugar en lo que a felicidad respecta, pero Creso, indignado, exclamó: "Y tan en poco aprecias nuestra felicidad, extranjero ateniense, que ni siquiera nos consideras dignos de rivalizar con simples particulares". Pero Solón replicó: "Creso, me haces preguntas sobre cuestiones humanas y yo sé que la divinidad es, en todos los órdenes, envidiosa y causa de perturbación. Porque en el largo tiempo de una vida, uno tiene ocasión de ver muchas cosas que no quisiera y de padecer muchas otras. En efecto, yo fijo en setenta años el límite de la vida humana. Estos setenta años representan veinticinco mil doscientos días, sin contar los meses intercalares. Ahora bien, si de cada dos años, uno debe ampliarse en un mes para que, con ello, las estaciones se correspondan en su sucesión como es debido, los meses intercalares en el transcurso de setenta años suman treinta y cinco, y el número de sus días mil cincuenta. De la totalidad de los días de los setenta años en cuestión, que son veintiséis mil doscientos cincuenta, no hay uno solo que conlleve situaciones totalmente semejantes a las de otro día cualquiera. Por lo tanto, Creso, el hombre es pura contingencia. Bien veo que tú eres sumamente rico y rey de muchos súbditos, pero no puedo responderte todavía a la pregunta que me hacías, sin saber antes que has terminado felizmente tu existencia. Porque una persona sumamente rica no es, desde luego, más dichosa que otra que viva al día, a no ser que la fortuna, en medio de su completa felicidad, le acompañe hasta llevar a buen fin su vida. En efecto, muchos hombres inmensamente ricos son desgraciados, en tanto que muchos otros, con medios de vida modestos, son afortunados. Además, una persona sumamente rica, pero desgraciada, sólo supera en dos cosas al que es afortunado; en cambio, éste aventaja en muchas otras a quien es rico, pero desgraciado; el rico tiene más recursos para satisfacer sus deseos y para sobrellevar el azote de una gran calamidad, pero el afortunado tiene sobre él las siguientes ventajas: sin duda no puede sobrellevar una calamidad ni satisfacer sus deseos en sus mismas condiciones, pero su buena fortuna aparta de él esos males y carece de defectos físicos, no sufre enfermedades, no sabe de miserias, es afortunado e su prole y tiene hermoso aspecto; y si, además de todo ello, todavía lleva a buen fin su vida, ahí tienes a quien buscas, esa es la persona que merece ser llamada dichosa; pero, antes de que muera, aguarda y no lo llames todavía feliz, sino afortunado.