Principal

TEXTO 46: Que las mujeres estemos enfadadas con Eurípides, nada tiene de raro (Tesmoforías vv. 372--519)
Aristófanes, Tesmoforías
Ir a su contexto

Mujer bebiendo

(Las mujeres, reunidas en el templo para celebrar las fiestas en honor de la Tesmoforías, deliberan que castigo pueden darle al poeta Eurípides, hartas de que siempre se meta con ellas. Eurípides ha infiltrado en el templo a un Pariente suyo, disfrazado de mujer, para que las convenza de lo contrario)
MUJER HERALDO.- Prestad oído. El Consejo de las mujeres ha acordado lo que sigue. Presidió Timoclea, fue secretaria Lisila, hizo la propuesta Sóstrata. Que celebremos una Asamblea en el día del medio de las Tesmoforias, que es en el que tenemos más tiempo, y que en el orden del día figure en primer término Eurípídes, qué pena debe sufrir: pues todas estamos de acuerdo en que comete injusticia. ¿Quién pide la palabra?
MUJER 1ª-Yo.
MUJER HERALDO.-.Ponte primero la corona, antes de hablar.
MUJER CORIFEO.-.¡Silencio, callad, atención! Pues ya carraspea, como hacen los oradores. Parece que va a hablar largo y tendido.
MUJER 1ª- No es por ninguna clase de ambición, por las dos diosas, por lo que me he levantado para hablar, oh mujeres. Pero hace ya mucho tiempo que la pobre de mí sufro al ver cómo somos injuriadas por Eurípides, el hijo de la verdulera, y que recibimos de él toda clase de acusaciones. ¿Pues con qué desgracia deja éste de ensuciarnos? ¿Y en qué lugar no nos ha calumniado, con tal de que haya espectadores, tragedias y coros, llamándonos adúlteras, locas por los hombres, charlatanas, pura corrupción, gran desgracia para los varones?
Hasta el punto de que nuestros maridos, tan pronto como entran en casa, viniendo del tablado del teatro, nos miran con sospecha y se ponen enseguida a buscar si tenemos algún amante escondido. Y ni siquiera podemos hacer ya las cosas que antes solíamos: tales maldades ha enseñado éste a nuestros maridos Así, si una mujer trenza una corona, dice que está enamorada; y si andando por la casa deja caer al suelo alguna vasija, el marido pregunta: «¿Por causa de quién se ha roto la olla? Bien seguro que del extranjero de Corinto» -recordando la “Estenebea” de Eurípides-. Está enferma una chica, enseguida dice el hermano- «no me gusta el color de la chica».
Ea, una mujer que no tiene hijos quiere procurarse uno supositicio: ni en esto pasa inadvertida. Pues los maridos ahora están sentados siempre al lado. Y también nos ha calumniado ante los viejos que antes se casaban con chicas jóvenes: ahora ningún viejo quiere casarse, por culpa de ese otro verso.- «Para un esposo viejo, la mujer es un amo». Y luego, por su culpa a las habitaciones de las mujeres les ponen ahora sellos y cerrojos para vigilarnos y además crían perros morosos como espantajo para los amantes.
[Y quizá todo esto sea excusable; pero lo que antes podíamos hacer, administrar la casa nosotras mismas y coger antes que nadie harina, aceite, vino, ni siquiera esto podemos ya. Pues nuestros maridos llevan unas llaves secretas, unas malditas llaves laconias de tres dientes. Antes era al menos posible abrir la puerta a escondidas haciéndonos con un anillo de tres óbolos que imitara el sello del marido, pero ahora este Eurípides, ruina de las familias, les ha enseñado a colgarse del cuello unos sellos de manera agusanado imposibles de imitar]. Por todo esto propongo que nosotras amasemos para éste de algún modo su pérdida.-para que muera-. Esto es lo qué digo en público: lo demás lo dejaré escrito con ayuda de la secretaria.
CORO- Yo nunca había escuchado
a una mujer más trapacera
ni más astuta para hablar.
Es justo todo lo que dice,
todos los temas ha tocado,
todo en su mente ha sopesado y con talento
halló argumentos ingeniosos,
bien estudiados todos.
Y así, si habla después de ella
Jenocles el hijo de Círcino,
va a pareceros, me figuro,
a todo el público
un hombre sin sustancia.
MUJER 2ª-También yo he subido a la tribuna para deciros unas pocas palabras. En todo lo demás esta otra mujer ha presentado una buena acusación; pero yo quiero decir lo que me ha pasado a mí, Mi marido murió en Chipre y me dejó cinco chiquillos que yo criaba a duras penas trenzando coronas en el mercado de flores. Antes, malamente me ganaba la vida; pero ahora Eurípides, escribiendo sus tragedias, ha convencido a los hombres de que no existen los dioses: así, ya no vendemos ni la mitad de las coronas destinadas al culto. Por ello a todas os exhorto y pido que castiguéis a ese hombre por muchas cosas: nos está haciendo, mujeres, cosas selváticas, ya que él se crió entre verduras selváticas. Pero me voy a la plaza: tengo que trenzar veinte coronas para unos hombres que me las han encargado.
CORO.-Aquí tenemos otro espíritu
que aún más fino que el de antes
se nos ha revelado.
¡Qué cosas ha charlado
no inoportunas, con talento
y con espíritu ingenioso!
Inteligentes, persuasivas.
Esfuerza que por este ultraje
Eurípides reciba
un castigo ejemplar.
PARIENTE.- Que las mujeres estemos tan enfadadas con Eurípides, que ha dicho tantas cosas malas de nosotras, nada tiene de raro, ni que nos hierva la bilis. También yo -así tenga felicidad con mis hijos- odio a ese hombre, si no estoy loca. Pero debemos aclarar las cosas entre nosotras: estamos solas, nadie va a sacar fuera nuestras palabras. ¿Por qué acusamos a ese hombre y nos ponemos furiosas, si se enteró de dos o tres maldades nuestras y las divulgó, cuando hacemos otras infinitas? Yo mismo la primera, para no meter en ello a ninguna otra, tengo sobre mi conciencia muchísimos horrores.
El más horrible es cuando llevaba tres días de casada y mi marido dormía al lado mío. Yo tenía un amigo que me había desvirgado cuando tenía siete años. Este, echándome de menos, vino y comenzó a arañar la puerta. Enseguida me di cuenta: me bajo de la cama sin decir nada. Mi marido pregunta: «¿dónde vas?» «¿Que adónde? Tengo retortijones en el vientre, marido mío, y dolores-, voy al excusado». «Ve, pues». Y luego él se puso a machacar bayas de enebro, anís y salvia, como remedio para mí; y yo eché agua en los goznes, para que no rechinaran, y salí a reunirme con mi amante: me puse a cuatro patas junto al Apolo de la puerta, agachando la cabeza y agarrándome al laurel,
Pues esto nunca lo contó, fijaos bien, Eurípides; ni que nos dejamos hacer polvo por los esclavos y muleros cuando no tenemos a otro, tampoco lo dice; ni que cuando más puteamos con alguno toda la noche, a la mañana masticamos ajos, para que cuando nos huela el marido al volver de su puesto en la muralla, no sospeche que hemos hecho nada malo. Esto, te das cuenta, nunca lo contó.
Entonces, si se mete con Fedra, ¿eso qué nos importa? Ni tampoco ha contado aquello otro lo de la mujer que, mientras enseñaba al marido su velo para que lo viera a la luz del sol, hizo salir embozado al amante: todavía no lo ha contado. Y yo sé de otra que estuvo diciendo diez días que tenía dolores de parto...hasta que se compró un bebé. El marido venga a correr de un lado a otro comprando remedios para acelerar el parto: y entre tanto lo metió en la casa una vieja, dentro de una olla, al bebé, con la boca taponada con cera, para que no llorara. En cuanto la vieja le hizo una señal, grita enseguida la mujer. «Sal fuera, sal fuera, marido mío, creo que ya voy a parir». Es que el niño había dado una patadita en el vientre ... de la olla. El salió todo alegre, la otra quitó la cera de la boca del niño, este rompió a llorar. Y la maldita vieja, la que había traido al bebé, corre toda sonrisas al marido y le dice: “Un león, un león te ha nacido, un vivo retrato tuyo: todo lo demás, y también el pito, igualito al tuyo, redondito como una piña”.
¿No hacemos estas maldades? Sí que las hacemos, por Ártemis. Y luego nos enfadamos con Eurípides, “cuando sufrimos menos pena que nuestras culpas”.