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Dioniso andrógino |
(Tras un prólogo recitado por Dionisos, en el que anuncia su propósito de
castigar a Penteo, rey de Tebas por haberle despreciado, aparecen los dos en
escena, presentándose el dios como si fuera un extranjero. Entran unos guardias
escoltando a Dioniso, prisionero.)
SERVIDOR.—Penteo, aquí estamos después de haber cazado esta presa, por la que
nos enviaste; y no hemos hecho en vano la salida. Pero la fiera esta fue mansa
con nosotros. No precipitó sus pasos a la huida, sino que sin resistencia
entrego sus manos. Ni se puso pálido ni alteró siquiera el rojizo color de sus
mejillas. Sonriente se dejaba atar y conducir acá; estaba quieto, permitiéndome
cumplir mi tarea con dignidad.
Y yo le dije con respeto: « ¡Extranjero, no te detengo por mi gusto; es Penteo
quien me ha enviado con tal mandato! ..
En cuanto a las bacantes que tú aprisionaste, las que has capturado y atado con
cadenas en la cárcel pública, ésas están fuera; libres brincan por los calveros
sagrados del monte invocando a Bromio como su dios. Por sí solas se les soltaron
las cadenas de los pies, y las llaves abrieron los cerrojos sin mano humana que
los tocara. Eeste hombre viene desbordante de milagros numerosos a esta tierra
de Tebas!
¡Pero a ti te toca cuidarte del resto!
PENTEO.—¡Soltad sus brazas! Pues una vez que está mis redes, no es tan rápido
que pueda escapárseme.
Desde luego que de cuerpo no eres feo, extranjero, como para las mujeres, por lo
que has venido a Tebas.
Veo que tu melena está desplegada, ¡no por el ejercicio de la palestra!,
derramada al borde de tus mejillas, llena de atractivo erótico. Tienes una piel
de cuidada blancura bien a propósito, ¡que no a los rayos del sol, sino bajo las
sombras te dedicas con tu lindeza a perseguir a Afrodita !
¡Bien, en primer lugar, dime cuál es tu familia!
DIONISO.—Sin ninguna vanidad, me es fácil decirlo. Sin duda que conoces de oídas
el florido Tmolo.
PENTEO.—Lo conozco. El que rodea en circulo la ciudadela de Sardes.
DIONISO. De allí soy. Lidia es mi patria.
PENTEO.—¿De dónde traes los ritos estos a Grecia?
DIONISO. El propio Dionisio me inició en ellos, el hijo de Zeus.
PENTEO.—¿Es que hay por allí algún Zeus, que engendra dioses nuevos?
DIONISO.—No; fue aquí donde se unió a Semele en boda.
PENTEO.—¿Y te dio sus órdenes en sueños nocturnos o cara a cara?
DIONISO.—Me veía como yo a él; y me ha confiado sus ritos.
PENTEO.—Esos ritos suyos son... ¿qué forma tienen?
DIONISO.—Es ilícito decirlo ante los no iniciados en lo báquico.
PENTEO.—¿Qué beneficio aportan a los que los practican?
DIONISO.—No te está permitido oírlo, aunque bien vale la pena conocerlo.
PENTEO.—¡Buen truco ése con que lo amañas, para que desee yo oírlo!
DIONISO.—Los misterios del dios aborrecen al que ejercita la impiedad.
PENTEO.—¿El dios, ya que dices que lo viste claramente, cómo era?
DIONISO.—Como quería. Yo no le daba órdenes en eso.
PENTEO.—De nuevo te sales por un desvío, hábilmente, sin decir nada.
DIONISO.—Cualquiera que comunica su saber a un ignorante parecerá que no razona
bien.
PENTEO.—¿Es aquí el primer sitio al que llegas introduciendo a ese dios?
DIONISO.—Todos los bárbaros danzan sus fiestas rituales.
PENTEO.—Como que razonan mucho peor que los griegos.
DIONISO.—¡En esto al menos mejor! Aunque sus costumbres son diferentes.
PENTEO.—¿Esas ceremonias las celebras de noche o de día?
DIONISO.—La mayoría de noche. La oscuridad guarda un carácter venerable.
PENTEO.—Ésa es más engañosa y corruptora para las mujeres.
DIONISO.—También durante el día puede encontrar cualquiera el vicio.
PENTEO.—¡Tienes que pagar la pena por tus perversos sofismas!
DIONISO.—iY tú por tu ignorancia y tu irreverencia contra el dios!
PENTEO.—¡Qué audaz es el bacante, y no le faltan ejercicios de retórica!
DIONISO.—Dime lo que voy a sufrir. ¿Qué es eso tan temible que me harás?
PENTEO.—En primer lugar esa afeminada melena te la cortaré.
DIONISO.—¡Mi cabellera es sagrada! ¡Ya dejo crecer en honor del dios!
PENTEO.—Luego, ¡dame ese tirso de tus manos!
DIONISO.—Quítamelo tú mismo. Yo lo llevo, pero es de Dioniso.
PENTEO.—Y dentro con cadenas custodiaremos tu persona.
DIONISO.—El propio dios me liberará, cuando yo quiera.
PENTEO.—Sí, sí; apenas le llames, erguido entre las bacantes.
DIONISO.—Incluso ahora esta presente aquí y ve lo que padezco.
PENTEO.—¿Pues dónde está? al menos a mis ojos no está visible.
DIONISO.—Está conmigo. Tú no le ves porque eres impío.
PENTEO.—¡Agarradle! Éste me desprecia a mí y a Tebas.
DIONISO.—Os ordeno que no me encadenéis, yo que estoy en mis cabales, a
vosotros, locos.
PENTEO.—Y yo que te encadenen, que soy más poderoso que tú.
DIONISO.—No sabes ya lo que dices, ni lo que haces, ni quien eres.
PENTEO.—Soy Penteo, hijo de Agave y de Equión, mi padre.
DIONISO.—Hasta por tu nombre estás predispuesto a la desgracia.
PENTEO.—¡En marcha! Aprisionadle junto a los pesebres de los caballos para que
vea bien la oscura tiniebla. ¡Allí puedes bailar! En cuanto a ésas que has
traído aquí contigo como cómplices de tus fechorías, yo haré que sus manos dejen
de redoblar sobre el tamboril de cuero, y las venderé por ahí o las guardaré en
mis telares como esclavas de botín de guerra.
DIONISO.—Mejor es que me vaya. No tengo que soportar lo que no es necesario.
Pero, sin duda ninguna, sobre ti, en pago de los presentes ultrajes caerá
Dioniso, ése cuya existencia niegas. Al hacernos injusticia a nosotros es a él
al que encadenas.
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Bacante llevando un tirso en sus manos |
(Dioniso se liberará y dirigirá a las mujeres hacia el bosque. Un mensajero
cuenta a Penteo lo ocurrido allí)
MENSAJERO.- He visto a las bacantes venerables que por esta tierra han lanzado
como dardos sus desnudas piernas bajo un frenético aguijón. He venido porque
quería comunicarte a ti y a la ciudad, señor, cuán tremendos prodigios realizan,
por encima de los milagros.
Pero quiero escuchar antes si he de relatar con libertad de palabra lo ocurrido
allí, o si debo replegar mi lenguaje. Porque temo, señor, los prontos de tu
carácter, lo irascible y la excesiva altivez real.
PENTEO.—Habla, que ante mi quedarás totalmente sin culpa. No hay que irritarse
contra quienes cumplen con su deber. Cuanto mis terribles hechos refieras de las
bacantes, tanto mayor ser. la pena que le aplicaremos a éste, que instigo con
sus artilugios a las mujeres.
MENSAJERO.—Acababa de remontar por una cima los rebaños de vacas, al tiempo que
el sol lanza sus rayos a caldear la tierra. Y veo agrupadas en cortejos tres
coros de mujeres. De uno de ellos estaba al frente Autónoe, del segundo mandaba
tu madre, Agave, y del tercero Ino. Dormían todas, tumbadas en actitud
descuidada; unas reclinaban su espalda sobre el ramaje de un abeto, y otras
habían echado su cabeza sobre las hojas de encina en el suelo. Reclinadas al
azar en actitud decorosa, y no, como tú dices, embriagadas por el vino y el
bullicio de la flauta de loto retiradas a la soledad para perseguir en d bosque
el placer de Cipris.
Apenas oyó los mugidos de mis cornudas vacas, tu madre se alzó en pie y dio un
agudo grito en medio de las bacantes para ahuyentar el sueño de su cuerpo. Ellas
se pusieron de pie en un brinco, rechazando el fragante sueño de sus ojos—¡qué
maravilla de orden su aspecto!—, jóvenes y viejas y doncellas indómitas aún.
Su primer gesto fue soltarse la cabellera sobre los hombros, y reajustarse las
pieles de corzo aquellas a las que se les hablan aflojado las ataduras de sus
vestidos; y se ciñeron las moteadas pieles con serpientes que lamían sus
mejillas.
Otras llevaban en sus brazos un cervatillo o lobeznos salvajes, y les daban su
blanca leche todas aquellas que de un reciente parto tenían aún el pecho
rebosante y habían abandonado a sus recién nacidos. Se pusieron encima coronas
de hiedra, de roble y de florida brionia. Una tomó su tirso y golpeó sobre una
roca, de donde empieza a brotar, como de rocío, un chorro de agua. Otra hincó la
caña en el suelo del terreno y ante el dios hizo surgir una fuente. Todas las
que deseaban la blanca bebida, apenas escarbaban la hierba con las puntas de sus
dedos, obtenían manantiales de leche. Y de los tirsos cubiertos de hiedra
destilaban dulces surcos de miel. De modo que, si hubieras estado allí, habrías
ido con oradores al encuentro del dios al qué ahora censuras, a la vista de
esto.
Nos reunimos boyeros y pastores para discutir unos con otros en común charla
sobre los prodigios que hacían, tan milagrosos. Entonces uno que viaja a ciudad
y es experto en discursos dijo ante todo: "Moradores de las venerables
altiplanicies, queréis que demos caza a Agave, la madre de Penteo, en medio de
estos cultos báquicos, y nos ganemos así el agradecimiento del rey?". Nos
pareció que decía bien, y nos emboscamos ocultándonos entre el follaje de los
arbustos.
Ellas, en el momento iniciado, agitan su tirso en las ceremonias báquicas,
mientras invocaban con voz unánime a Íaco, a Bromio, el hijo de Zeus. El monte
entero y sus animales salvajes celebraban con ellas la fiesta báquica, y nada
había inmóvil a su raudo paso.
Agave pasa brincando cerca de mí. Entonces yo doy un salto con la intención de
atraparla, desde los matorrales donde nos habíamos ocultado. Pero ella alzó su
grito: « ¡Ah, perras mías corredoras! ¡Nos quieren cazar estos hombres!
¡Seguidme ahora, seguidme armadas con los tirsos en vuestras manos!".
En fuga nos escapamos nosotros del descuartizamiento por las bacantes. Pero
ellas atacaron, con sus manos, sin armas férreas, a nuestras terneras que
pastaban la hierba. Allí hubieras podido ver a una que tenía en sus manos una
ternera de buenas ubres, mugiente, rasgada en canal. Y otras transportaban
novillas a trozos descuartizadas. Se podía ver un costillar o una pata con
pezuña arrojada por lo alto y lo bajo. Los rojos pingajos colgaban sobre las
ramas bajas de los abetos y goteaban sangre. Los toros feroces, con toda la
furia en sus cuernos, se dejaban derribar de frente a tierra, arrastrados por
mil manos de muchachas. Los trozos de carne pasaban de mano en mano más rápidos
de lo que podrías captar con tus regias pupilas.
Y se ponen en marcha como pájaros que en veloz carrera avanzan sobre las
extensas llanuras que en las márgenes del Asopo producen la buena cosecha de
cereales a los tebanos. Sobre Hisias y Eritras, pobladas al pie de la ladera del
Citerón, irrumpen como enemigas y todo lo destrozan arriba y abajo. ¡Arrebataban
de las casas a los niños! Y todo lo que se echaban sobre los hombros se mantenía
allí sin ninguna atadura; y no caía al negro suelo, ni el bronce ni el hierro.
Sobre sus bucles ardía fuego, y no las quemaba.
Los de allí corrían a las armas, en arrebatos de cólera, ante el asalto de las
bacantes. ¡Entonces si que fue terrible el espectáculo, señor! Mientras las
arrojadizas lanzas no causaban sangre, ellas les tiraban los tirsos que
llevaban, y los herían y los ponían en fuga, las mujeres a los hombres. No les
faltaba la ayuda de algún dios.
De nuevo se retiraron a los lugares de donde habían comenzado su marcha, hacia
las fuentes aquellas que en su favor hizo nacer un dios. Se lavaron la sangre.
Las serpientes con su lengua lamían el gotear de sus mejillas y daban esplendor
a su piel.
A ese dios, pues, quienquiera que sean, ¡oh soberano!, acéptalo en esta ciudad.
Que en lo demás es ya grande, y además dicen de él que hizo a los mortales el
don de la vid, remedio del pesar. Porque en la ausencia del vino no queda ni
amor ni ningún otro goce para los hombres.
CORIFEO.—Temo expresar mis razonamientos libres ante el tirano, pero a pesar de
todo voy a decidirlo: Dioniso no es, desde su nacimiento, inferior a ningún
dios.
PENTEO.—Ya se propaga, como un fuego, aquí cerca el frenesí de las bacantes.
¡Gran afrenta para Grecia! Así que no hay que vacilar. Marcha y ve a la puerta
Electra. Ordena que se apresten todos los portadores de escudos pesados, y los
jinetes de la caballería y los que blanden la rodela y los que en su mano tensan
los nervios del arco, para marchar en campañas contra las bacantes. Ningún mal
puede superar a éste, si vamos a sufrir lo que sufrimos de las bacantes.
DIONISO.—No me haces d menor caso, al oír mis advertencias, Penteo. Aunque he
padecido males por tu causa, sin embargo te advierto que no debes alzar tus
armas contra el dios, sino serenarte. Bromio no soportará que expulses a las
bacantes de los montes del evohé.
PENTEO.—No me vas a corregir tú. Ya que has escapado de tu prisión, ¿no quieres
conservarte a salvo? ¿He de volver de nuevo mi justicia contra ti?
DIONISO.—Yo habría sacrificado ante él, en vez de cocear con furia contra el
aguijón, siendo un mortal contra un dios.
(Finalmente Dionisos convence a Penteo para que se acerque donde están las
bacantes, disfrazándolo de mujer, para que éstas no le ataquen. Finalmente el
Mensajero volverá contando lo sucedido. Entra un mensajero, por la izquierda.)
MENSAJERO.— ¡Oh casa, que antaño destacabas como feliz en Grecia, palacio del
anciano de Sidón, el que sembró en esta tierra la cosecha de los dientes de la
sierpe, del dragón, iCómo gimo por ti, yo que soy un esclavo, y , sin
embargo...!Desgracias son para los buenos esclavos las de sus amos.
CORIFEO.—¿Qué sucede? ¿Anuncias algo nuevo de las Bacantes?
MENSAJERO.—¡Penteo ha muerto, el hijo de Equión !
CORO.—¡Oh soberano Bromio, como gran dios te revelas!
MENSAJERO.—¿Cómo dices? ¿Qué es lo que has dicho? ¿Acaso te alegras de las
desgracias de mis amos, tú, mujer?
CORO.—Grito mi evohé, como extranjera con cantos bárbaros. Ya no más me
estremeceré por miedo a las prisiones.
MENSAJERO.—¡Tan falta de hombría crees a Tebas!
CORO.—Dioniso, el hilo de Zeus, no Tebas, tiene poder sobre mí.
MENSAJERO.—Hay que perdonarte. Aunque alegrarse de males sucedidos, mujeres, no
está bien.
CORO.—¿Cuéntame, dónde, de qué suerte ha muerto el hombre injusto, el procurador
de la injusticia?
MENSAJERO.—Después de dejar a nuestras espaldas las casas de esta tierra de
Tebas y de pasar más allá del curso del Asopo, entramos por la falda del Citerón
Penteo y yo—que iba acompañando a mi señor—y el extranjero que era el guía de
nuestra expedición. Conque primero alcanzamos un herboso valle ; íbamos ya
guardando silencio de pies y de lengua, para ver sin ser vistos.
Era un recodo entre cumbres, regadas por arroyos umbrosos entre los pinos, donde
las manados estaban sentadas con las manos ocupadas en placenteras faenas. Unas,
pues, cubrían de nuevo con coronas de hiedra el tirso que había perdido la
cabellera de hojas. Otras como potrillas desuncidas de sus pintados yugos,
cantaban, en alternancia de unas y otras, una báquica canción. Penteo, el
desdichado, que no vela el tropel de mujeres dijo: «Extranjero, desde donde nos
hemos apostado, no consigo ver con mis ojos a esas bastardas
ménades. Pero si me subiera a un picacho o a un árbol de alto cuello,
seguramente vería bien la vergonzosa actitud de las ménades.
A continuación veo, al punto, el milagro del extranjero: Es que agarró una rama
muy alta de un abeto en pleno cielo, y la hacía bajar, la bajaba, bajaba hasta
el negro suelo. Y el árbol se curvaba como el arco o un mástil flexible que se
tensa por el cable que se enrosca en su torno. Así el extranjero atraía en sus
manos al tronco agreste y lo doblaba hasta el suelo, en una acción imposible a
un mortal.
Y después de encaramar a Penteo sobre las ramas del abeto, dejaba erguirse entre
sus manos el tronco hacia lo alto, poco a poco, cuidando de no desarzonar a
Penteo. Y el árbol se quedó firme, enhiesto hacia el enhiesto cielo, llevando
sobre su lomo sentado a mi señor.
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Penteo es devorado por su madre y esposa |
Que fue visto más que vio a las ménades. Pero aun no era visible sentado en lo
alto, cuando ya no estaba a mi vista el extranjero. Entonces, desde lo profundo
del cielo una voz al parecer de Dioniso dio un grito: « ¡Ah, jóvenes mujeres, os
traigo al que intenta burlarse de vosotras y de mis ritos! ¡Castigadle ahora en
venganza!
Y al tiempo que esto clamaba, en el cielo y en la tierra prendía el fulgor de un
divino fuego. Quedó en silencio el aire, y en silencio el boscoso retenía su
follaje, y ni siquiera se oía el gruñir de las bestias. Las mujeres, que en sus
oídos habían recibido la voz sin claridad, se pusieron en pie y agitaron alerta
sus cabezas. Aquél dio de nuevo su orden. Y en cuanto conocieron claramente la
incitación de Baco, las hijas de Cadmo lanzáronse, tan veloces como las palomas,
precipitando sus pies en unánime carrera, su madre Agave, las hermanas de ésta,
y todas las bacantes. A saltos traspasaron los torrentes del valle, y escalaban
las escarpadas peñas enloquecidas por los influjos del dios.
En cuanto divisaron a mi señor sentado en el abeto, comenzaron a tirarle piedras
arrojadas con toda su fuerza, subiéndose a una roca que se levantaba enfrente
como una torre, y le alanceaban con ramas de abeto.
Otras lanzaron por el aire sus tirsos contra Penteo blanco desgraciado. Pero no
lo alcanzaban. Pues en su altura por encima del furioso ataque quedaba el
infeliz, agobiado por la angustia. Al final, apoderándose de ramas de encina,
desgarraban las raíces del árbol, con estas palancas sin hierro. Pero, como no
conseguían éxito con sus fatigas, dijo Agave: "Venga, rodead en circulo el
tronco, y arrancadlo, ménades, para que atrapemos a la fiera encaramada, que no
pueda divulgar las secretas danzas en honor del dios". Ellas incontables manos
aplicaron al tronco del abeto y lo desgajaron del suelo. Penteo que se sentaba
en lo alto, cae desde la altura, derribado por tierra entre incontables gemidos.
Porque comprendía que estaba cercano a su perdición.
Su madre fue la primera en iniciar, como sacerdotisa, el sacrificio, y se echa
encima de él. Penteo se arrancó la diadema del cabello para que le conociera y
no lo matara la infeliz Agave. Al mismo tiempo decía, acariciando su mejilla:
" ¡Soy yo, madre mía, yo, tu hijo! ¡Penteo, al que diste a luz en la morada de
Equión! ¡Ten piedad de mí, madre, y no vayas a matar, por culpa de mis errores,
a tu propio hijo!
Pero ella echaba espuma de la boca y revolvía sus pupilas en pleno desvarío, sin
pensar lo que hay que pensar. Estaba poseída por Baco, y no atendía a Penteo.
Cogiendo con sus dos manos el brazo izquierdo, y apoyando el pie en los costados
del desgraciado, le desgarró y arrancó el hombro, no con su fuerza propia, sino
porque el dios había dado destreza a sus manos.
Luego Ino completaba el resto de la acción, desgarrando su carne, mientras se le
echaba encima Autónoe y toda la turba de bacantes. Había un griterío total; a la
vez él, que gemía de dolor con
todo lo que le quedaba de vida, y ellas con sus gritos de triunfo. Arrancaba una
un brazo, otra un pie con su calzado de caza., mientras en el descuartizamiento
quedaban al desnudo sus costillas. Y todas, can las manos llenas de sangre, se
pasaban una a otra como una pelota la carne de Penteo.
Ha quedado esparcido su cuerpo; un trozo al pie de las peñas abruptas y otro
entre el follaje denso de la enramada del bosque. No será fácil de encontrar. Y
su triste cabeza, que ha tomado su madre en las manos, después de hincarla en la
punta de un tirso la lleva como si fuera la de un león salvaje, en medio del
Citerón. Ha abandonado a sus hermanas junto con los coros de las ménades, y
viene ufana de su infausta presa hacia el interior del recinto, invocando a
Baco, como "compañero de monterías", "coautor de la caza", "el de la bella
victoria". Ella, a la que dejará el dios como corona de victoria lágrimas.