Principal

TEXTO 39: La tragedia de Edipo (Edipo Rey vv. 216-ss, 989-ss, 1122-ss)
Sófocles,  Edipo Rey
Ir a su contexto

Edipo y la Esfinge

(Edipo sale de palacio ante las súplicas del coro, apesadumbrado por la peste que destruye la ciudad y lanza una pública maldición contra el desconocido asesino de Layo)
EDIPO.- Suplicas. Y de lo que suplicas podrías obtener remedio y alivio en tus desgracias, si quisieras acoger mis palabras cuando las oigas y prestar servicio en esta enfermedad. Y yo diré lo que sigue, como quien ni tiene nada que ver con este relato ni con este hecho. Porque yo mismo no podría seguir por mucho tiempo la pista sin tener ni un rastro. Pero, como ahora he venido a ser un ciudadano entre ciudadanos, os diré a todos vosotros, cadmeos, lo siguiente: aquel de vosotros que sepa por obra de quien murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo y, si siente temor, que aleje la acusación que pesa contra sí mismo, ya que ninguna otra pena sufrirá y saldrá sano y salvo del país. Si alguien, a su vez conoce que el autor es otro de otra tierra, que no calle. Yo le concederé la recompensa a la que se añadirá mi gratitud. Si, por el contrario, calláis y alguno temiendo por un amigo o por sí mismo trata de rechazar eta orden, lo que haré con ello debéis escucharme. Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea, y que se haga partícipe con él en súplicas o sacrificios a los dioses y que le permita las abluciones. Mando que todos le expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pitio del dios. Esta es la clase de alianza que yo tengo para con la divinidad y para con el muerto. Y pido solemnemente que, el que a escondidas lo ha hecho, sea en solitario, sea en compañía de otros, desventurado, consuma su miserable vida de mala manera. E impreco para que, si llega a estar en mi propio palacio y yo tengo conocimiento de ello, padezca yo lo que acabo de desear para éstos.
Y a vosotros os encargo que cumpláis todas estas cosas por mí mismo, por el dios y por este país tan consumido en medio de esterilidad y desamparo de los dioses. Pues, aunque la acción que llevamos a cabo no hubiese sido promovida por un dios, no sería natural que vosotros la dejarais sin expiación, sino que debíais hacer averiguaciones por haber perecido un hombre excelente y a la vez, rey.
Ahora, cuando yo soy el que me encuentro con el poder que antes tuvo aquél, en posesión del lecho y de la mujer fecundada, igualmente, por los dos, y hubiéramos tenido en común el nacimiento de hijos comunes, si su descendencia no se hubiera malogrado -pero la adversidad se lanzó contra su cabeza-, por todo esto yo, como si mi padre fuera, lo defenderé y llegaré a todos los medios tratando de capturar al autor del asesinato para provecho del hijo de Lábdaco, descendiente de Polidoro y de su antepasado Cadmo, y del antiguo Agenor. Y pido, para los que no hagan esto, que los dioses no les hagan brotar ni cosecha alguna de la tierra ni hijos de las mujeres, sino que perezcan a causa de las desgracias en que se encuentran y aún peor que ésta. Y a vosotros, los demás Cadmeos, a quienes esto os parezca bien, que la Justicia como aliada y todos los demás dioses os asistan con buenos consejos.
CORIFEO.- Tal como me has cogido inmerso en tu maldición, te hablaré, oh rey. Yo ni le maté ni puedo señalar a quien lo hizo. En esta búsqueda, era propio del que nos la ha enviado, de Febo, decir quién lo ha hecho.
EDIPO.- Con razón hablas. Pero ningún hombre podría obligar a los dioses a algo que no quieran.
CORIFEO.- En segundo lugar, después de eso, te podría decir lo que yo creo.
EDIPO.- También, si hay un tercer lugar, no dejes de decirlo.
CORIFEO.- Sé que, más que ningún otro, el noble Tiresias ve lo mismo que el soberano Febo, y de él se podría tener un conocimiento muy exacto, si se le inquiriera, señor.
EDIPO.- No lo he echado en descuido sin llevarlo a la práctica; pues, al decírmelo Creonte, he enviado dos mensajeros. Me extraña que no esté presente desde hace rato.
CORIFEO.- Entonces los demás rumores son ineficaces y pasados.
EDIPO.- ¿Cuáles son? Pues atiendo a toda clase de rumor.
CORIFEO.- Se dijo que murió a manos de unos caminantes.
EDIPO.- También yo lo oí. Pero nadie conoce al que lo vió.
CORIFEO.- Si tiene un poco de miedo, no aguardará después de oír tus maldiciones.
EDIPO.- El que no tiene temor ante los hechos tampoco tiene miedo a la palabra.
(Entra Tiresias con los enviados de Edipo. Un niño le acompaña de lazarillo)

Edipo y Tiresias

CORIFEO.- Pero ahí está el que lo dejará al descubierto. Estos traen ya aquí al sagrado adivino, al único de los mortales en quien la verdad es innata.
EDIPO.- ¡Oh Tiresias, que todo lo manejas, lo que debe ser enseñado y lo que es secreto, los asuntos del cielo y los terrenales! Aunque no ves, comprendes, sin embargo, de qué mal es víctima nuestra ciudad. A ti te reconocemos como único defensor y salvador de ella, señor. Porque Febo, si es que no lo has oído a los mensajeros, contestó a nuestros embajadores que la única liberación de esta plaga nos llegaría si, después de averiguar correctamente, dábamos muerte a los asesinos de Layo o les hacíamos salir desterrados del país. Tú, sin rehusar ni el sonido de las aves ni ningún otro medio de adivinación, sálvate a ti mismo y a la ciudad y sálvame a mí, y líbranos de toda impureza originada por el muerto. Estamos en tus manos. Que un hombre preste servicio con los medios de que dispone y es capaz, es la más bella de las tareas.
TIRESIAS.- ¡Ay, ay! ¡Qué terrible es tener clarividencia cuando no aprovecha al que la tiene! Yo lo sabía bien, pero lo he olvidado, de lo contrario no hubiera venido aquí.
EDIPO.- ¿Qué pasa? ¡Qué abatido te has presentado!
TIRESIAS.- Déjame ir a casa. Más fácilmente soportaremos tú lo tuyo y yo lo mío si me haces caso.
EDIPO.- No hablas con justicia ni con benevolencia para la ciudad que te alimentó, si le privas de tu augurio.
TIRESIAS.- Porque veo que tus palabras no son oportunas para ti. ¡No vaya a ser que a mí me pase lo mismo…!
(hace ademán de retirarse)
EDIPO.- No te des la vuelta, ¡por los dioses!, si sabes algo, ya que te lo pedimos todos los que estamos aquí como suplicantes.
TIRESIAS.- Todos han perdido el juicio. Yo nunca revelaré mis desgracias, por no decir las tuyas.
EDIPO.- ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo no hablarás, sino que piensas traicionarnos y destruir a la ciudad?
TIRESIAS.- Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí.
EDIPO.- ¡Oh el más malvado de los malvados, pues tú llegarías a irritar, incluso a una roca! ¿No hablarás de una vez, sino que te vas a mostrar así de duro e inflexible?
TIRESIAS.- Me has reprochado mi obstinación, y no ves la que igualmente hay en ti, y me censuras.
EDIPO.- ¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad?
TIRESIAS.- Llegarán por sí mismas, aunque yo las proteja con el silencio.
EDIPO.- Pues bien, debes manifestarme incluso lo que está por llegar.
TIRESIAS.- No puedo hablar más. Ante esto, si quieres, irrítate de la manera más violenta.
EDIPO.- Nada de lo que estoy advirtiendo dejaré de decir, según estoy encolerizado. Has de saber que me parece que tú has ayudado a maquinar el crimen y lo has llevado a cabo en lo que no ha sido darle muerte con tus manos. Y si tuvieras vista, diría que, incluso, este acto hubiera sido obra de ti solo.
TIRESIAS.- ¿De verdad? Y yo te insto a que permanezcas leal al edicto que has proclamado antes y a que no nos dirijas la palabra ni a éstos ni a mí desde el día de hoy, en la idea de que tú eres el azote impuro de esta tierra.
EDIPO.- ¿Con tanta desvergüenza haces esta aseveración? ¿De qué manera crees poder escapar de ella?
TIRESIAS.- Ya lo he hecho. Pues tengo La verdad como fuerza.
EDIPO.- ¿Por quién has sido enseñando? Pues, desde luego, de tu arte no procede.
TIRESIAS.- Por ti, porque me impulsaste a hablar contra mi voluntad.
EDIPO.- ¿Qué palabras? Dilo de nuevo, para que lo aprenda mejor.
TIRESIAS.- ¿No has escuchado antes? ¿O es que tratas de que hable?
EDIPO.- No como para decir que me es comprensible. Dilo de nuevo.
TIRESIAS.- Afirmo que tú eres el asesino del hombre acerca del cual están investigando.
EDIPO.- No dirás impunemente dos veces estos insultos.
TIRESIAS.- En ese caso, ¿digo también otras cosas para que te irrites aún más?
EDIPO.- Di cuanto gustes, que en vano será dicho.
TIRESIAS.- Afirmo que tú has estado conviviendo muy vergonzosamente, sin advertirlo, con los que te son más queridos y que no te das cuenta en qué punto de desgracias estás.

El viaje de Edipo de Corinto a Delfos y a Tebas

(Tras la furiosa reacción de Edipo contra Tiresias, a quien acusarle de maquinar un plan con su tío Creonte para alejarle del trono, entra un mensajero que cuenta la muerte del anciano Pólibo, rey de Corinto, de quien Edipo creía ser hijo. A continuación Edipo expresa su temor porque Mérope, la esposa de Pólibo, está aún viva y podría cumplirse el oráculo que lo unía en matrimonio con su madre)
MENSAJERO.- ¿Cuál es la mujer por la que teméis?
EDIPO.- Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.
MENSAJERO.- ¿Qué hay en ella que os induzca al temor?
EDIPO.- Un oráculo terrible de origen divino, extranjero.
MENSAJERO.- ¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que otro lo sepa?
EDIPO.- Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con mi propia madre y coger en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo habito desde hace años muy lejos de Corinto, feliz, pero, sin embargo, es muy grato ver el semblante de los padres.
MENSAJERO.- ¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado de allí?
EDIPO.- Por el deseo de no ser asesino de mi padre, anciano.
MENSAJERO.- ¿Por qué, pues, no te he liberado yo de este recelo, señor, ya que bien dispuesto llegué?
EDIPO.- En ese caso recibirías de mí digno agradecimiento.
MENSAJERO.- Por esto he venido sobre todo, para que en algo obtenga un beneficio cuando tú regreses a palacio.
EDIPO.- Jamás iré con los que me engendraron.
MENSAJERO.- ¡Oh hijo, es bien evidente que no sabes lo que haces…
EDIPO.- ¿Cómo. oh anciano? Acláramelo, por los dioses.
MENSAJERO.- …si por esta causa rechazas volver a casa!
EDIPO.- Temeroso de que Febo me resulte veraz.
MENSAJERO.- ¿Es que temes cometer una infamia para con tus progenitores?
EDIPO.- Eso mismo, anciano. Ello me asusta constantemente.
MENSAJERO.- ¿No sabes que, con razón, nada debes temer?
EDIPO.- ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?
MENSAJERO.- Porque Pólibo nada tenía que ver con tu linaje.
EDIPO.- ¿Cómo dices? ¿Qué no me engendró Pólibo?
MENSAJERO.- No más que el hombre aquí presente, sino igual.
EDIPO.- Y ¿cómo el que me engendró está en relación contigo que no me eres nada?
MENSAJERO.- No te engendramos ni aquél ni yo.
EDIPO.- Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba hijo?
MENSAJERO.- Por haberte recibido como un regalo -entérate- de mis manos.
(El Mensajero cuenta a continuación como recibió un niño de manos de otro pastor. Edipo llama a ese otro pastor quien comparece temeroso)
EDIPO.- Eh, tú, anciano, acércate y, mirándome, contesta a cuanto te pregunte. ¿Perteneciste, en otro tiempo al servicio de Layo?
SERVIDOR.- Sí como esclavo no comprado, sino criado en la casa.
EDIPO.- ¿Eres consciente de haber conocido allí a este hombre en alguna parte?
SERVIDOR.- ¿En qué se ocupaba? ¿A qué hombre te refieres?
EDIPO.- Al que está aquí presente. ¿Tuviste relación con él alguna vez?.
SERVIDOR.- No como para poder responder rápidamente de memoria.
MENSAJERO.- No es nada extraño, señor. Pero yo refrescaré claramente la memoria del que no me reconoce. Estoy bien seguro de que se acuerda cuando, en el monte Citerón, él con doble rebaño y yo con uno, convivimos durante tres periodos enteros de seis meses. Cuento lo que ha sucedido o no?
SERVIDOR.- Dices la verdad, pero ha pasado largo tiempo.
MENSAJERO.- ¡Ea! Dime, ahora, ¿recuerdas que entonces me diste un niño para que yo lo criara como retoño mío?
SERVIDOR.- ¿Qué ocurre? ¿Por qué te informas de esta cuestión?
MENSAJERO.- Este es, querido amigo, el que entonces era niño.
SERVIDOR.- ¡Así te pierdas! ¿No callarás?
EDIPO.- ¡Ah! No le reprendas, anciano, ya que son tus palabras, más que las de éste, las que requieren un reprensor.
SERVIDOR.- ¿En qué he fallado, oh el mejor de los amos?
EDIPO.- No hablando del niño por el que éste pide información.
SERVIDOR.- Habla, y no sabe nada, sino que se esfuerza en vano.
EDIPO.- Tú no hablarás por tu gusto, y tendrás que hacerlo llorando.
SERVIDOR.- ¡Por los dioses, no maltrates a un anciano como yo!
EDIPO.- ¿No le atará alguien las manos a la espalda cuanto antes?
SERVIDOR.- ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿De qué más deseas enterarte?
EDIPO.- ¿Le entregaste al niño por el que pregunta?
SERVIDOR.- Lo hice y ¡ojalá hubiera muerto ese día!
EDIPO.- Pero a esto llegarás, si no dices lo que corresponde.
SERVIDOR.- Me pierdo mucho más aún si hablo.
EDIPO.- Este hombre, según parece, se dispone a dar rodeos.
SERVIDOR.- No, yo no, pues ya he dicho que se lo entregué
EDIPO.- ¿De dónde lo habías tomado? ¿Era de tu familia o de algún otro?
SERVIDOR.- Mío no. Lo recibí de otro.
EDIPO.- ¿De cuál de estos ciudadanos y de qué casa?
SERVIDOR.- ¡No, por los dioses, no me preguntes más, mi señor.
EDIPO.- Estás muerto, si te tengo que preguntar de nuevo.
SERVIDOR.- Pues bien, era uno de los vástagos de la casa de Layo.
EDIPO.- ¿Un esclavo, o uno que pertenecía a su linaje?
SERVIDOR.- ¡Ay de mí! Estoy ante lo verdaderamente terrible de decir.
EDIPO.- Y yo de escuchar, pero, sin embargo, hay que oírlo.
SERVIDOR.- Era tenido por hijo de aquél. Pero, la que está dentro, tu mujer, es la que mejor podría decir cómo fue.
EDIPO.- ¿Ella te entregó?
SERVIDOR.- Sí, en efecto, señor.
EDIPO.- ¿Con qué fin?
SERVIDOR.- Para que lo matara.
EDIPO.- ¿Habiéndolo engendrado ella, desdichada?
SERVIDOR.- Por temor a funestos oráculos
EDIPO.- ¿A cuáles?
SERVIDOR.- Se decía que él mataría a sus padres
EDIPO.- Y, ¿cómo, en ese caso, tú lo entregaste a ese anciano?
SERVIDOR.- Por compasión, oh señor, pensando que se lo llevaría a otra tierra de donde él era. Y este lo salvó para los peores males. Pues si tú eres, en verdad, quien él asegura, sábete que has nacido con funesto destino.
EDIPO.- ¡Ay, ay! Todo se cumple con certeza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez!.
Yo que he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo!