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Hoplita griego y soldado persa |
(La reina Atosa, viuda del emperador persa Dario y madre de Jerjes, aparece en escena, atemorizada por un sueño que le ha sobresaltado esa noche) Me pareció ver dos mujeres con rico atuendo: la una ataviada con vestidos persas, la otra con dóricos, ante mi vista se presentaron, mucho más excelentes en altura que las de ahora e irreprochables por su belleza, y ambas hermanas, del mismo linaje. Como patria habitaban, la una, Grecia, tierra que obtuvo en suerte, la otra la tierra bárbara. Según creía yo ver, ambas andaban preparando cierta discordia entre ellas, y mi hijo, que se enteró, estaba conteniéndolas y apaciguándolas, tras lo cual, las unce a su carro y pone colleras bajo sus cuellos. Una se ufanaba con este atalaje y tenía su boca obediente a las riendas. La otra, en cambio, se revolvía y con las manos iba rompiendo las guarniciones que al carro la uncían; tras arrancarlas con violencia, quedó sin bridas y partió el yugo por la mitad. Cae mi hijo, y su padre Darío se pone a su lado compadeciéndolo. Al verlo Jerjes se rasga el vestido que cubre su cuerpo.
Te digo -sí- que esto he visto esta noche
Luego me levanté y toqué con mis manos una fuente, de bella corriente, y con mano dispuesta a ofrendar me acerqué al altar con la intención de ofrecer la torta sagrada en honor de los dioses que salvan de males, de quienes son propias estas ofrendas. Y entonces veo un águila huyendo hasta el hogar que hay en el altar de Febo, y de miedo me quedo, amigos, sin voz. Me fijo después en un halcón que, en veloz aleteo se arroja sobre ella y con sus uñas le va arrancando plumas de la cabeza. Pero el águila no hacía otra cosa que hacerse un ovillo y abandonarse. Para mí fue terrible de ver, como lo es oirlo para vosotros, pes lo sabéis bien: si mi hijo llegara a triunfar, sería un héroe fuera de lo común; pero si fracasara..., no tiene que rendir cuentas a la ciudad y, con tal que se salve, seguirá siendo el rey de esta tierra.
(La Reina espera,
temerosa, noticias acerca de cómo se ha desarrollado la batalla que su hijo ha
emprendido contra los griegos. Entra un Mensajero)
MENSAJERO.—¡Oh ciudades de toda la tierra de Asia ! ¡Oh país persa y puerto
abundante en riqueza! ¡Cómo de un solo golpe ha sido aniquilada tu inmensa
dicha! ¡La flor de los persas ha caído muerta! ¡Ay de mi, mi primera desgracia a
anunciar estas desdichas! Es, persas, sin embargo, forzoso que yo os informe de
todo el desastre. ¡Si; todo el ejército ha perecido!
CORO. Estrofa 1ª
¡Dolorosa, dolorosa desgracia, repentina y desgarradora! ¡Persas, llorad de oír
este dolor!
MENSAJERO.—Si; porque todo el ejército aquel se ha perdido, y yo mismo estoy
viendo la luz del regreso sin que lo esperara.
CORO. Antistrofa 1ª
¡Qué larga vida la que tenemos! ¡Que en nuestra ancianidad hayamos visto un
tiempo para oír este dolor inesperado!
MENSAJERO.—Como realmente estuve presente y no lo sé por haber oído palabras de
otros, puedo, persas, contaros qué crueles desgracias ocurrieron.
CORO. Estrofa 2ª
¡Ay, ay, ay, ay! ¡En vano innúmeros dardos fueron en masa desde asiática
tierra—¡ay, ay!—a Grecia, tierra enemiga!
MENSAJERO.—Llenas de muertos que perecieron de mamanera están las costas de
Salamina y todos los lugares vecinos.
CORO. Antistrofa 2ª
¡Ay, ay, ay, ay! ¡Me dices que los cuerpos de mis amigos, luego de morir,
hundidos en el mar son arrastrados por el oleaje que los voltea con sus
vagarosos mantos forrados!
MENSAJERO.—Sí; no servían para nada los arcos; y todo el ejército sucumbió
vencido por la embestida de los navíos
CORO. Estrofa 3ª
¡Lanza un grito de pena en honor de los desgraciados, un grito de dolor, porque
todo lo han puesto los dioses muy doloroso para los persas—¡ay, ay!—, al ser mi
ejército aniquilado!
MENSAJERO —¡Oh nombre de Salamina, el más odioso que pueda oirse! ¡Ay, cuántos
lamentos me causa de recuerdo de Atenas!
CORO. Antistrofa 3ª
¡Odiosa es—sí—Atenas para los que sufrimos esta desgracia! Tengo, en verdad,
derecho a mencionar las muchas mujeres de Persia que, sin ninguna utilidad, ha
dejado sin hijos y sin maridos.
REINA.—Hace rato que estoy en silencio yo, infortunada, aturdida por la
desgracia, pues este desastre lo supera todo: no permite hablar ni preguntar por
las desventuras. Sin embargo, es obligado para los mortales el soportar los
sufrimientos, si los dioses los dan. Pon ante nuestros ojos todo nuestro
infortunio. Cálmate y habla, aunque te haga llorar la desgracia. ¿Quién no ha
muerto? ¿A qué jefe tendremos que llorar de entre los designados para el mando?.
¿Quien, al morir, dejo a su tropa sola, desprovista de un héroe que la mandase?
MENSAJERO —Jerjes si que vive y ve la luz del sol.
REINA.—Has dicho algo que es una gran luz para mi casa y un blanco dia tras una
negra noche.
MENSAJERO.—Artembares, el jefe de diez mil caballeros, chocó contra las ásperas
riberas de Silenias. Dádaces, que a mil hombres mandaba, por un golpe de lanza,
saltó de la nave con un salto brusco. Tenagón, el más valiente noble de los
bactrios, se estrelló contra la isla de Ayante batida por las olas. Lileo,
Ársames y, el tercero, Argestes, en torno a la isla criadora de palomas, en
plena confusión, fueron chocando, uno tras otro, contra la dura tierra. Lo mismo
también el que era vecino de las fuentes del egipcio Nilo, Farnuco, y los que de
una sola nave cayeron: Arcteo, Adeves, y Peresceves, en tercer lugar Matalo de
Crisa, que era jefe de diez mil guerreros, murió humedeciendo su barba luenga,
cerrada, rojiza, y cambiando de color con un baño purpúreo de sangre. Arabo, el
mago, y Artabes de Bactria, que a su mando tenía tres millares de jinetes
negros, yacen enterrados en la dura tierra en que perecieron. Amistris y
Anfistreo, blandiendo de continuo su infatigable lanza. El valiente Ariomardo,
que ha sumido a Sardes en luto. Sisames de Miaia y Táribis, capitán de
quinientos cincuenta navíos, de raza lirnea, varón de prestancia, yace muerto,
infeliz, sin próspera suerte. Siénesis, primero en valentía, jefe de los
cilicios, un varón que él solo dio el máximo trabajo a los enemigos, murió
honrosamente. He hecho memoria ahora de tales caudillos. Corto me quedo al dar
solo noticias de unas pocas desgracias, de entre las muchas que sucedieron.
REINA.—¡Ay, ay! Estoy oyendo en éstas las más profundas de las desgracias. Son
el oprobio para los persas y motivo de agudos lamentos. Pero dime esto,
volviendo
a tu informe: ¿tanto era de romero de naves enemigas para que osaran trabar
combate con la armada persa mediante embestidas navales?
MENSAJERO.—En cuanto el número —entérate con claridad—, esas naves hubieran
podido ser vencidas por las naves bárbaras. El número total ascendió a diez
treintenas de naves, y, aparte de éstas, había una decena especial, mientras que
Jerjes—también lo sé—disponía de naves, hasta un millar, que tenía a su mando
directo y, además, doscientas siete naves ligeras. Esta es la proporción. ¿Te
parece a ti que en eso estábamos en condiciones de inferioridad para el combate?
Y sin embargo, una deidad perdió al ejército, pues desvió la balanza en contra de
nosotros sin concedernos igual fortuna. Los dioses protegen habitualmente a la
cintad de Palas.
REINA.—¿Entonces, está todavía sin destruir la ciudad de Atenas?
MENSAJERO.—Así es, pues mientras hay hombres, eso constituye un muro
inexpugnable
REINA.—Dime cómo fue el comienzo del combate naval. ¿Quiénes iniciaron la lucha?
¿Los griegos? ¿O mi hijo, lleno de orgullo por el gran número de sus navios?
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La batalla de Salamina |
MENSAJERO.—Comenzó, Señora, todo el desastre, al aparecer, saliendo de algún
sitio, un genio vengador o alguna perversa deidad. Sí; vino un hombre griego del
ejército de los atenienses y dijo a tu hijo Jerjes que, a la llegada de la
oscuridad de la negra noche, no permanecerían allí los griegos, sino que
saltarían a los barcos de remeros que tienen las naves y cada cual por un sitio
distinto, procurando ocultarse al huir, intentarían salvar la vida. Él,
inmediatamente que lo hubo oído, sin advertir el engaño del hombre griego ni
tampoco la envidia de los dioses, comunicó esta orden a todos los que eran
capitanes de barco: cuando dejase el sol de alumbrar con sus rayos la tierra y
las tinieblas ocuparan el sagrado recinto del cielo, formaran en tres líneas el
grueso de la escuadra y el resto de las naves dispusieran en circulo alrededor
de la isla de Ayente, con la finalidad de evitar la salida de barcos enemigos y
vigilar las rutas rugientes por el oleaje; así, si intentaban los griegos
esquivar su funesto destino una vez que hallaran un medio de huir con las naves
sin que se advirtiera, tenían a su alcance d dejar sin cabeza todo enemigo.
Tan graves órdenes Jerjes dictó por haberse dejado llevar de su corazón confiado
en exceso, pues no sabía el porvenir que le iba a llegar de los dioses.
Ellos, entonces, no con espíritu de indisciplina, sino con alma dócil al jefe,
estuvieron haciendo la cena y los marineros atando los remos a los escálamos;
que a los toletes bien se ajustaban. Pero, cuando la claridad del sol se
extinguió y ya la noche se estaba acercando, todo marino señor de remo fue
entrando en su nave y también todo el que había de luchar con las armas. En cada
larga nave los bancos de remeros iban animándose entre sí, y todos navegaban en
el puesto asignado, y a lo largo de toda la noche los jefes de las naves
hicieron que toda la gente marinera preparase la travesía.
La noche avanzaba, pero la escuadra griega no hacía una salida furtiva por
ningún sitio. Pero después que el día radiante, con sus blancos corceles, ocupó
con su luz la tierra entera, en primer lugar, un canto, un clamor a modo de
himno, procedente del lado de los griegos, profirió expresiones de buenos
augurios que devolvió el eco de la isleña roca. El terror hizo presa en todos
los bárbaros, defraudados en sus esperanzas, pues no entonaban entonces los
griegos el sacro peán como preludio para una huida, sino como quienes van al
combate con el coraje de almas valientes. La trompeta con su clangor encendió el
animo de todos aquéllos. Inmediatamente con cadenciosas paladas del ruidoso remo
golpeaban las aguas profundas del mar, al compás del sonido de mando.
Rápidamente todos estuvieron al alcance de nuestra vista.
La primera, el ala derecha, en formación correcta, con orden, venía en cabeza En
segundo lugar, la seguía toda la flota. Al mismo tiempo podía oírse un gran
clamor: "Adelante, hijos de los griegos, libertad a la patria. Libertad a
vuestros hijos, a vuestras mujeres, los templos de los dioses de vuestra estirpe
y las tumbas de vuestros abuelos. Ahora es el combate por todo eso." En verdad
que de nuestra parte se les oponía el rumor de la lengua de Persia . Ya no era
tiempo de andarse con dilaciones. Inmediatamente una nave clavó en otra nave su
espolón de bronce. Inició el ataque una nave gris y rompió en pedazos todo el
mascarón de la popa de un barco fenicio. Cada cual dirigía su nave conga otra
nave. Al principio, con la fuerza de un río resistió el ataque el ejército
persa; pero, como la multitud de sus naves, se iba apelotonando dentro del
estrecho, ya no existía posibilidad de que se ayudasen unos a otros, sino que
entre sí ellos mismos se golpeaban con sus propios espolones de proa reforzados
con bronce y destrozaban el aparejo de remos completo.
Entretanto, las naves griegas, con gran pericia, puestas en círculo alrededor,
las atacaban. Se iban volcando los cascos de las naves, y ya no se podía ver el
mar, lleno como estaba de rectos de naufragios y la carnicería de marinos
muertos. Las riberas y los escollos se iban llenando de cadáveres. Cuantas naves
quedaban de la armada bárbara todas remaban en pleno desorden buscando la huida.
Los griegos, en cambio, como a atunes o a un copo de peces, con restos de remos,
con trozos de tabla de los naufragios, los golpeaban, los machacaban.
Lamentaciones en confusión, mezcladas con gemidos, se iban extendiendo por alta
mar, hasta que lo impidió la sombría faz de la noche.
El inmenso número de males, aunque durante diez días estuviera informando de
modo ordenado, no podría contártelo entero, pues, sábelo bien, nunca en un solo
día ha muerto un número tan grande de hombres.
REINA.—¡Ay! ¡Un inmenso mar de desdichas ha inundado a los persas y a la raza
bárbara entera!
.................
(Tras una intervención del Coro, aparece la sombra del difunto Darío, padre de
Jerjes, que se dirige a la Reina, su esposa; La Sombra de Darío aparece encima
de la tumba.)
SOMBRA.—¡Oh fieles entre fieles; compañeros que fuisteis de mi juventud,
ancianos de Persia, ¿qué sufrimientos padece la ciudad? Gime y se golpea en
señal de duelo, y
hasta el suelo se abre. Siento espanto de ver a mi esposa cerca de mi tumba, mas
sus libaciones propicio acepté. Y vosotros estáis al lado del túmulo cantando
canciones de duelo y, airando gemidos que atraen a las almas, llamándome estáis
con voz lastimera.
No es fácil salir: sobre todo porque las deidades que tienen poder bajo tierra
más prontas están a coger que a soltar Sin embargo ejercí mi influencia sobre
ellas y he venido aquí. Date prisa, con el fin de que yo no merezca reproche en
el uso del tiempo. ¿Que grave, reciente desgracia padecen los persas?
CORO. Estrofa.
No me atrevo a mirarte de frente, no me atrevo a hablar ante ti, por el temor
piadoso que antaño me inspirabas.
SOMBRA.—Pero, ya que he venido de abajo siendo obediente a tus gemidos, sin
hacer un relato prolijo, sino con brevedad, habla y da fin a tu informe
completo, prescindiendo del respeto hacia mí.
CORO Antistrofa.
Rehuyo complacerte. Rehuyo hablar ante ti, luego haber dicho algo que es triste
de oír para mis amigos
SOMBRA.—Pero, ya que el antiguo temor prevalece en tu corazon (dirigiéndose
ahora a la Reina), tú, anciana compañera de mi lecho, mi noble esposa, cesa en
esas lágrimas
y lamentos y dime algo claro. Humanos sufrimientos les pueden suceder a los
mortales. Muchos desastres vienen, a los hombres, del mar y muchos otros de
tierra firme, si una vida demasiado larga se extiende tiempo adelante.
REINA.—¡Oh tú, que aventajabas en dicha a todos los mortales con tu feliz
suerte. Porque, mientras veías los rayos del sol, pasaste una vida dichosa,
envidiado lo mismo que un dios por los persas; y ahora, en cambio, siento
envidia de ti porque has muerto antes de haber visto el abismo de nuestras
desgracias. Sí, Darío, todo el relato oirás en breve tiempo: por decirlo en una
palabra, está aniquilado el poder de los persas.
SOMBRA.—¿De que modo? ¿Vino algún terrible azote de peste o la guerra civil?
REINA —Nada de eso, sino que en las proximidades de Atenas ha perecido todo el
ejército.
SOMBRA.—¿Y cuál de mis hijos condujo la expedición hasta allí? Explícamelo.
REINA.—El valiente Jerjes, dejando desierta toda la llanura del continente.
SOMBRA.—¿Fue a pie o navegando como el desdichado intentó esa locura?
REINA.—De ambos modos: un doble frente tenía su doble ejército.
SOMBRA.—Pero, ¿cómo también consiguió un ejercito tan grande de tierra atravesar
hasta la otra orilla?
REINA.—Mediante artificios unció ambas orillas del estrecho de Hele, de modo que
así pudiera haber paso.
SOMBRA.—¿Y lo consiguió hasta el punto de poder cerrar el gran Bósforo?
REINA.—Así es. Sin duda ninguna, alguna deidad le ayudó en su intención.
SOMBRA.—¡Ay! ¡Si! ¡Una deidad vino a él con tan gran poder que ya no podía
pensar con prudencia!
REINA.—Hasta el punto de poder ver qué tremendo desastre ha llevado a cabo.
SOMBRA.—¿Y por qué, así, gemís por los mismos que lo realizaron?
REINA.—Una vez que la escuadra fue derrotada, esto causó la perdición de las
fuerzas de tierra.
SOMBRA.—¿Y ha perecido así, completamente, a punta de lanza el pueblo entero?
REINA.—Hasta el punto que, entera, la ciudad de Susa llora su carencia total de
varones.
SOMBRA.—¡Ay de nuestro ejército, nuestra ayuda y socorro!
REINA.—Se ha perdido entero el pueblo de los bactrios y, entre ellos, no había
siquiera un anciano.
SOMBRA.—¡Oh desdichado, qué juventud de los aliados ha hecho perecer!
REINA.—Dicen que Jerjes, solo y abandonado, con no muchas tropas...
SOMBRA.—¿Cómo y adónde está yendo a parar? ¿Tiene salvación?
REINA.—...contento ha llegado hasta el puente, única unión de los dos
continentes.
SOMBRA.—¿Y que está a salvo ya en nuestra tierra? ¿Es eso verdad?
REINA.—Sí. Predomina un informe seguro sobre eso no hay desacuerdo.
SOMBRA.—¡Ay! ¡Rápido vino el cumplimiento de los oráculos! ¡Y sobre mi hijo hizo
caer Zeus con todo su peso el desenlace de las profecías! ¡Y yo que tenía
confianza en que los dioses les darían cumplimiento completo cuando hubiera
pasado un largo tiempo! Mas, cuando uno mismo es quien se apresura, recibe
también la ayuda de un dios. Parece que ahora se ha hallado una fuente de males
para todos los seres que quiero. Y mi hijo, sin advertirlo, con una juvenil
temeridad, lo ha llevado a cabo Sí. Él abrigó la esperanza de sujetar con
cadenas, como a un esclavo, al sagrado, fluyente Helesponto, al Bósforo,
acuífera corriente de un dios. Y fue transformando en su ser el estrecho, y,
luego que le impuso trabas hechas con el martillo, abrió un inmenso camino para
nuestro ejército inmenso. Él, que es un mortal, falto de prudencia, creía que
iba a imponer su dominio a todos los dioses y, concretamente, sobre Poseidón.
¿Cómo no iba a ser víctima en esto mi hijo de alguna enfermedad de la mente?
Temo que mi riqueza, producto de inmensa fatiga, llegue a ser un botín para el
hombre que más se apresure.
REINA.—Esto ha aprendido el valeroso Jerjes por tratarse con hombres malvados.
Le dijeron que tú habías adquirido mediante la lanza una gran riqueza para tus
hijos, pero que él, por su cobardía, sólo manejaba la jabalina dentro de casa,
sin aumentar la riqueza paterna. De oír con frecuencia tales reproches de
hombres malvados, determinó esta expedición y una campaña en contra de Grecia.
SOMBRA—Efectivamente, ellos han producido el más grande desastre, de recuerdo
imperecedero, como jamás otro dejó desierta la ciudad y los campos de Susa,
desde aquel momento en que Zeus soberano concedió este honor: que un hombre solo
ejerciera el poder con el cetro propio del gobernante sobre Asia entera criadora
de ovejas. Fue Medo el primer jefe del ejército Después de aquél, un hijo suyo
cumplió esta función. Ciro, el tercero a partir de él, hombre de suerte, tan
pronto como hubo empezado su mando, impuso la paz entre todos los pueblos
amigos, porque su mente llevaba el timón de sus impulsos. Conquistó el pueblo
lidio y el de los frigios, y por la fuerza sometió a toda Jonia. No hubo ni un
dios que le fuera hostil, porque era prudente por naturaleza. El hijo de Ciro
fue el cuarto que mandó el ejército. Gobernó el quinto Mardo, que fue una
vergüenza para nuestra patria y el antiguo trono. Le dimos muerte, mediante un
engaño, el insigne Artáfrenes y yo dentro de palacio con ayuda de hombres
amigos, para quienes hacerlo constituía una obligación. Y precisamente obtuve la
suerte que yo deseaba. Llevé a cabo numerosas campañas con un ejército numeroso,
pero no le infligí a la ciudad un desastre tan grande. Jerjes, en cambio, mi
hijo, como aún es joven, piensa dislates propios de un joven y mis consejos no
tiene en cuenta. Bien sabéis esto, mis coetáneos: todos cuantos tuvimos este
poder, no podríamos aparecer como autores de tantos motivos de sufrimiento.
CORIFEO.—¿Qué, entonces, soberano Darío? ¿Adónde diriges d fin de tus palabras?
¿Cómo podríamos aun, partiendo de estos hechos, lograr el mejor éxito nosotros,
el pueblo de Persia?
SOMBRA.—Si no hicierais campañas dirigidas a las regiones griegas, aunque el
ejército medo fuera mayor todavía, porque tienen por aliada a su propia tierra.
CORIFEO.—¿Cómo es eso que has dicho? ¿De qué manera es su aliada
SOMBRA.—Matando de hambre a quienes constituyen un número demasiado excesivo.
CORIFEO.—Entonces enviaremos una tropa ligera, acogida.
SOMBRA.—Ni siquiera el ejército que ahora permanece en las regiones griegas
logrará regresar y salvarse.
CORIFEO.—¿Cómo has dicho? ¿Que no va a cruzar el estrecho de Hele, regresando de
Europa todo el ejército persa?
SOMBRA.—Pocos, ciertamente, de los muchos que son, si hay que dar algún crédito
a los oráculos de los dioses, a la vista de lo que ahora ha ocurrido, pues no
suceden unos si y otros no. Y, siendo esto así, deja Jerjes allí una tropa
escogida del ejercito, por dejarse llevar de esperanzas vacías. Permanecen allí
donde riega el llano con sus aguas corrientes el Asopo, fertilizante amado de la
tierra beocia. Allí les espera sufrir las más hondas desgracias en castigo de su
soberbia y sacrílego orgullo, pues, cuando esos llegaron a la tierra griega, no
sintieron pudor al saquear las estatuas sagradas de los dioses ni de incendiar
los templos. Han desaparecido los altares de dioses, y las estatuas de las
deidades han sido arrancadas de raíz de sus basas y, en confusión, puestas
cabeza abajo Así que, como esos obraron el mal, están padeciendo desgracias no
menores y otras que les esperan, porque aún carecen de fondo sus males, pues
todavía se está formando. ¡Tal será la ofrenda de sangre vertida con la
degollina en tierra de Platea por la lanza doria! Montones de cadáveres, hasta
la tercera generación, indicarán sin palabras a los ojos de los mortales que
cuando se es mortal no hay que abrigar pensamientos más allá de la propia
medida. Cuando la soberbia florece, da como fruto el racimo de la pérdida del
propio dominio y recolecta cosecha de lágrimas. Fijaos en los castigos de estos
hechos y acordaos de Atenas y Grecia.
Que nadie, por haber despreciado la suerte favorable que tiene llevado del deseo
de otros bienes, vaya a perder del todo una considerable prosperidad. Arriba
está Zeus, riguroso, que castiga los pensamientos demasiado soberbios. Ante
esto, emplead vuestra moderación y haced que aquél entre en razón mediante
prudentes admoniciones, para que deje de ofender a los dioses con su audacia
llena de orgullo.
(La sombro de Dardo se desvanece.)