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Mujeres dialogando |
Indefensión y vulnerabilidad del hombre (Frag. 1 D)
Hijo mío, el retumbante Zeus domina el fin de todo lo que es y lo dispone como quiere. Los hombres carecen de entendimiento. Pues al día vivimos como bestias, del todo ignorantes de cómo la divinidad hará concluir cualquier asunto. La esperanza y la persuasión alimentan a todos mientras se lanzan a lo irrealizable. Unos aguardan a que llegue un día, otros a que rueden los años. Para el próximo no hay hombre que no espere hacerse íntimo de la riqueza y los bienes. Pero a uno se apresura la vejez odiosa a atraparlo antes de que llegue a su meta. A otros penosas dolencias los consumen. A otros, sometidos por Ares, los despacha Hades bajo la negra tierra. Otros, en alta mar, zarandeados por la tormenta y los muchos embates del purpúreo oleaje, perecen, cuando en vano tratan de sobrevivir. Otros se cuelgan de un lazo, en triste destino, y por propia decisión dejan la luz del sol. Así que nada hay sin daños, sino que incontables son las formas de muerte e imprevisibles las penas y las calamidades de los hombres. ¡Pero ojalá me escucharan! No anhelaríamos las desdichas ni al encontrarnos entre duros dolores nos desgarraríamos el ánimo.
Catálogo de las mujeres (Frag. 7 D)
De modo diverso la divinidad hizo el talante de la mujer desde un comienzo. A la una la sacó de la híspida cerda: en su casa está todo mugriento por el fango en desorden y rodando por los suelos. Y ella sin lavarse y con vestidos sucios, revolcándose en estiércol se hincha de grasa. A otra la hizo Dios de la perversa zorra, una mujer que lo sabe todo. No se le escapa inadvertido nada de lo malo ni de lo bueno. De las mismas cosas muchas veces dice que una es mala, y otras que es buena. Tiene un humor diverso en cada caso. Otra, de la perra salió: gruñona e impulsiva, que pretende oírlo todo, sabérselo todo, y va por todas partes fisgando y vagando y ladra de continuo, aun sin ver a nadie. No la puede contener su marido, por más que la amenace, ni aunque, irritado, le parta los dientes a pedradas, ni tampoco hablándole con ternura ni siquiera cuando está sentada con extraños; sino que mantiene sin pausa su irrestañable ladrar. A otra la moldearon los Olímpicos del barro, y la dieron al hombre como algo tarado. Porque ni el mal ni el bien conoce una mujer de esa clase. De las labores sólo sabe una: comer. Ni siquiera cuando Dios envía un mal invierno, por más que tirite de frío, acerca su banqueta al fuego.
Otra vino del mar. Esta presenta dos aspectos. Un día ríe y está radiante de gozo. Cualquiera de fuera que la vea en su hogar la elogia: «No hay otra mujer más agradable que ésta ni más hermosa en toda la tierra.» Al otro día está insoportable y no deja que la vean ni que se acerque nadie; sino que está enloquecida e inabordable entonces, como una perra con cachorros. Es áspera con todos y motivo de disgusto resulta tanto a enemigos como a íntimos. Como el mar que muchas veces sereno y sin peligro se presenta, alegría grande a los marinos, en época de verano, y muchas veces enloquece revolviéndose en olas de sordo retumbar. A éste es a lo que más se parece tal mujer en su carácter: al mar que es de índole inestable.
Otra procede del asno apaleado y gris, que a duras penas por la fuerza y tras los gritos se resigna a todo y trabaja con esfuerzo en lo que sea. Mientras tanto come en el establo toda la noche y todo el día, y come ante el hogar. Sin embargo, cuando se trata del acto sexual acepta sin más a cualquiera que venga. Y otra es de la comadreja, un linaje triste y ruin. Pues ésta no posee nada hermoso ni atractivo, nada que cause placer o amor despierte. Está que desvaría por la unión de Afrodita, pero al hombre que la posee le da náuseas. Con sus hurtos causa muchos daños a sus vecinos, y a menudo devora ofrendas destinadas al culto. A otra la engendró una yegua linda de larga melena. Esta evita los trabajos serviles y la fatiga, y no quiere tocar el mortero ni el cedazo levanta ni la basura saca fuera de su casa ni siquiera se sienta junto al hogar para evitar el hollín. Por necesidad se busca un buen marido.
Cada día se lava la suciedad hasta dos veces, e incluso tres, y se unta de perfumes. Siempre lleva su cabello bien peinado, y cardado y adornado con flores. Un bello espectáculo es una mujer así para los demás, para su marido una desgracia, como no sea algún tirano o un personaje de los que regocijan su ánimo con tales seres. Otra viene de la mona. Esta es, sin duda, la mayor calamidad que Zeus dio a los hombres. Es feísima de cara. Semejante mujer va por el pueblo como objeto de risa para toda la gente. Corta de cuello, apenas puede moverlo, va sin trasero, brazos y piernas secos como palos. ¡Infeliz quienquiera que tal fealdad abrace! Todos los trucos y las trampas sabe como un mono y no le preocupa el ridículo. No quiere hacer bien a ninguno, sino que lo que mira y de lo que todo el día delibera es justo esto: cómo causar a cualquiera el mayor mal posible. A otra la sacaron de la abeja. ¡Afortunado quien la tiene pues es la única a la que no alcanza el reproche, en sus manos florece y aumenta la hacienda. Querida envejece junto a su amante esposo y cría una familia hermosa y renombrada. Y se hace muy ilustre entre todas las mujeres, y en torno suyo se derrama una gracia divina. Y no le gusta sentarse entre otras mujeres cuando se cuentan historias de amoríos.
Tales son las mejores y más prudentes mujeres que Zeus a los hombres depara. Y las demás, todas ellas existen por un truco de Zeus, y así permanecen junto a los hombre Pues éste es el mayor mal que Zeus creó: las mujeres. Incluso si parecen ser de algún provecho, resultan, para el marido sobre todo, un daño Pues no pasa tranquilo nunca un día entero todo aquel que con mujer convive, y no va a rechazar rápidamente de su casa al hambre, huesped cruel, dios implacable. Y cuando el hombre piensa que es más propio que esté contento en casa, pues los dioses le dan favor y a todos les es grato, sale ella armando guerra a reprenderlo. Donde hay mujer, no se recibe a gusto en la familia a un huesped de pasada. Y la que tiene un aire más discreto es la que al fin de cuentas más ofende: se le emboba el marido, y los vecinos gozan de ver que falla también ése. Todos alabarán la mujer propia, si hablan de ella, y execrarán la ajena: y, sin embargo, hay que reconocerlo, de todos es idéntica la suerte. Es la cosa más mala que hizo Zeus, y es nudo en los pies que nadie suelta.