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Corifeo.- ¡Callad! ¡Callad! He percibido cierto ruido de pasos que avanza por el camino hacia la casa.
Electra.- ¡Oh queridísimas mujeres! En medio de la matanza llega Hermione. Dejemos el griterío. Avanza para caer en los lazos de nuestras redes. ¡Hermosa presa será, si la capturo! Presentaos de nuevo con rostro sereno, y con un color que no revele nada de lo sucedido. Yo mantendré mis pupilas entenebrecidas, como si nada en absoluto supiera de lo ejecutado ya.

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(Entra Hermione, Electra se dirige a ella.)
Muchacha, ¿vienes de depositar ofrendas y de derramar libaciones fúnebres en la tumba de Clitemestra?
Hermione.- Vengo de atraerme su benevolencia. Pero me ha punzado un cierto temor, por el grito que acabo de oír de palacio, aunque estaba yo alejada de la casa.
Electra.- ¿Por qué? Nuestra situación es digna de lamentos.
Hermione.- ¡No digas algo de mal agüero! Mas, ¿qué hay de nuevo?
Electra.- Este país ha decretado que hemos de morir Orestes y yo.
Hermione.- ¡No! ¡Vosotros que sois por nacimiento mis próximos parientes!
Electra.- Está decidido. Nos hallamos bajo el yugo de la necesidad.

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Hermione.- ¿Por eso, entonces, era precisamente el grito del interior de la casa?
Electra.- Es que suplicante, cayendo a las rodillas de Helena, grita...
Hermione.- ¿Quién? No se nada más, si tú no me lo cuentas.
Electra.- El desventurado Orestes, le implora no morir, y también por mí.
Hermione.- Con justos motivos alza la casa su fúnebre grito.
Electra.- ¿Por qué otro con más razón podría uno gritar? Pero acércate y comparte la súplica con tus amigos, arrodillándote ante tu madre, la muy dichosa, para que Menelao no consienta en que muramos. Así que tú, que te has criado en los brazos de mi madre,

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compadécete de nosotros y alivia nuestros pesares. ¡Ven aquí a este encuentro, yo te conduciré! Porque tú sola posees nuestra última posibilidad de salvación.
Hermione.- Mira, apresuro mi paso hacia la casa. A salvo estáis en lo que de mí dependa.
Electra.- ¡Oh, amigos, que en la casa empuñáis la espada! ¿No vais a cobrar la pieza?
Hermione.- ¡Ay de mi! ¿Quiénes son los que veo?
Electra.- Debes callar. Porque has venido como salvación para nosotros, no para ti. ¡Cogedla, cogedla! Ponedle la cuchilla en la garganta y conservad la calma, para que Menelao sepa

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que ha encontrado hombres y no cobardes frigios, por lo que sufre lo que han de sufrir los villanos.
Coro.-
¡Ioh, ioh! ¡Amigas, moved estrépito, estrépito y griterío ante la casa, para que el asesinato cometido infunda un terrible espanto a los argivos, y se apresuren acudir en socorro al palacio real, hasta que vea yo claramente el cadáver de Helena sanguinolento, caída en la morada, o que nos informemos por el relato de alguno de los criados. Algunas cosas sé, desde luego, de la desdicha, pero otras están obscuras.

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La venganza de los dioses llegó con justicia hasta Helena, que a toda Grecia había colmado de lágrimas, a causa del funesto, funesto Paris del Ida, que atrajo a la Hélade a Ilión.
Corifeo.- Mas... chasquean los cerrojos de las puertas reales. ¡Callad! Afuera sale uno de los frigios, por el que vamos a enteramos de qué sucede dentro de la casa.
(Sale un esclavo frigio, presa de la mayor agitación.)
Frigio.-
¡He escapado de la espada argiva, de la muerte!

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Con mis bárbaras babuchas he saltado por encima de las vallas de cedro y los triglifos dóricos del gineceo, lejos, ¡oh tierra, tierra!, en mis bárbaros apresuramientos. ¡Ay, ay, ay! ¿Por dónde escapar, mujeres extranjeras, volando al éter blanquecino, o por el alto mar, que arremolina Océano de cabeza de al rodear en sus brazos la tierra?
Corifeo.- ¿Qué pasa, servidor de Helena, venido del Ida

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Frigio.- ¡Ilión, Ilión, ay de mí, ay de mí! ¡ Ciudadela frigia y monte sagrado del Ida de fértiles glebas, cómo te lloro en tu destrucción en un lastimero, lastimero canto con bárbaro alarido! A causa del cachorro de la hermosa Leda, nacido de un pájaro de alas de cisne; por la funesta Helena, por la funesta Helena, una Erinis para los lisos muros que Apolo construyera. ¡Oh, oh, oh! ¡Quejidos, quejidos!

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¡Triste tierra dardania, donde corría caballos Ganimedes, compañero de lecho de Zeus!
Corifeo.- Dinos claramente ahora cosa por cosa lo que pasó en palacio, [porque aunque no es fácil de comprender lo pasado lo voy conjeturando].
Frigio.-
¡Ay! ¡Ay! «¡Aílino! ¡Aílino!» dicen los bárbaros como comienzo de un canto de muerte con expresión asiática cuando la sangre de reyes se ve derramada por el suelo bajo los puñales de hierro de Hades. Entraron en la casa —para contártelo de nuevo cosa por cosa—

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dos leones griegos gemelos. Del uno el padre fue aclamado caudillo del ejército; el otro, hijo de Estrofio, un hombre de ingenio perverso, como Ulises, taimado en su silencio, pero leal con sus amigos, bravo en la contienda, sagaz en la guerra, y una serpiente sanguinaria. ¡Ojalá perezca, porque con su astucia fría es un malhechor! Ellos avanzaron en el interior hasta el asiento de la mujer que desposó el arquero Paris,

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con sus rostros empapados de lágrimas, y humildes se colocaron a sus pies, el uno a un lado y el otro al otro, prestos a la acción. Y tendieron, tendieron sus manos suplicantes hacia las rodillas de Helena, el uno y el otro. De un salto acudieron, acudieron, presurosos los sirvientes frigios. Entre sí se decían, temerosos, que ojalá no fuera una trampa.

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Y los unos creían que no, pero a otros les parecía que en una maquinación enredadísima envolvía a la hija de Tindáreo esa sierpe matricida.
Corifeo.- ¿Y tú, dónde estabas entonces? ¿O hace tiempo que huyes de terror?
Frigio.-
Según frigios, frigios usos, me hallaba agitando la brisa, brisa junto a los rizos de Helena con un abanico circular bien trenzado de plumas, por delante de sus mejillas, según la costumbre bárbara.

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Y ella el lino de la rueca con sus dedos torcía, y dejaba caer al suelo el hilo, porque con los despojos frigios para depositarlos sobre la tumba deseaba recoser con lino algunas piezas, unos mantos purpúreos como regalos para Clitemestra. Y dirigió Orestes su palabra a la joven lacedemonia: «¡Oh, hija de Zeus, pon tus pies en el suelo, abandona tu sillón y encamínate hacia acá, a la sede del antiguo hogar del bisabuelo Pélope,

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donde vas a enterarte de mis súplicas!» Y la conduce, la conduce. Y ella le siguió sin adivinar lo que le esperaba. Y su colaborador, el malvado focense, se dedicaba, moviéndose, a otra cosa: «¡No salgáis fuera! Siempre sois perversos los frigios!» Y nos encerró por separado en las cámaras palaciegas, a los unos en las cuadras de los caballos, a los otros en cuartos apartados,

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distribuyendo a unos aquí y otros por allí, lejos de la señora.
Corifeo.- ¿Qué desgracia acaeció después de eso?
Frigio.- ¡Madre del Ida, poderosa, poderosa Madre! Ay, ay! ¡Qué sangrientas pasiones y qué daños criminales he visto, he visto en las moradas regias! De sus peplos purpúreos en la sombra sacaron en sus puños las espadas y cada uno por su lado revolvió su mirada por si había alguien presente. Como jabalíes monteses se colocaron frente a la mujer

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y le dicen: «¡Muere, muere, te da muerte tu vil esposo, que ha traicionado al linaje de su hermano para que perezca en Argos!» Ella dio un grito, un grito. «¡Ay de mí! ¡Ay de mí!» Y alzando su blanco brazo golpeó su cabeza tristemente con el puño, y en fuga aceleraba, aceleraba el paso de sus sandalias doradas. Pero Orestes clavó sus dedos en sus cabellos, anteponiendo su bota micénica,

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haciéndola doblar el cuello sobre el hombro izquierdo, y se aprestaba a hundir en su garganta la negra espada.
Corifeo.- ¿Dónde estaban para defenderla los frigio, de dentro?
Frigio.-
A su grito los portones de las salas y establos, donde estábamos encerrados, los hicimos saltar con palancas, y nos apresuramos en su socorro, cada uno desde un rincón de la casa, el uno con piedras, otro con venablos, y el otro blandiendo en las manos un afilado puñal. Pero salió a nuestro encuentro Pílades, irresistible, como... como el frigio Héctor, o como Ayante, el del triple penacho,

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al que vi, vi en el portal palaciego de Príamo. Trabamos los filos de las espadas. Pero entonces, entonces demostraron los frigios, cuán inferiores nacimos en las proezas de Ares ante la lanza de Grecia. El uno que abandona huyendo, el otro que cae muerto, el otro que recibe una herida, el otro suplicando.., un refugio de la muerte. Entre las sombras escapamos. Cadáveres quedaban en el suelo, los unos moribundos, los otros tensos. Y llegó la pobrecilla Hermione a palacio

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en el momento de caer asesinada su madre, la que la dio a luz, desdichada. Y ellos, corriendo ambos, como bacantes sin tirso con un cervatillo agreste en los brazos, sobre ella se abalanzaron. Y de nuevo disponían a la hija de Zeus al sacrificio. Pero enfrente de su dormitorio, en medio de las salas, ella se hizo invisible, ¡oh Zeus, y Tierra, y luz, y noche!, bien por medio de bebedizos o de artes de magia, o por un rapto de los dioses. Lo de después no lo sé. Porque saqué furtivamente mi pie huidizo del palacio. Muy gravosas, muy gravosas penas soportó Menelao en vano,

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al rescatar de Troya la persona de su Helena.
 Corifeo.- Cierto que esta sorpresa responde a otras cosas sorprendentes. Ahora veo salir ante el palacio a Orestes con paso conmocionado.
(Sale Orestes.)
Orestes.- ¿Dónde está el que ha escapado a mi espada fuera de la casa?
Frigio.- Te imploro de rodillas soberano, postrándome al modo bárbaro.
Orestes.- Ahora no estamos en Ilión, sino en tierra argiva.
Frigio.- En cualquier parte es más agradable vivir que morir para los sensatos.
Orestes.- ¿No soltaste aún algún chillido para que venga Menelao en tu auxilio?

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Frigio.- ¡Sólo para ayudarte a ti! Porque eres más valioso.
Orestes.- ¿Entonces la hija de Tindáreo ha perecido justamente?
Frigio.- Justísimamente, ¡ojalá hubiera tenido tres gargantas para acuchillar!
Orestes.- Me adulas con lengua cobarde, pero en tu interior no piensas así.
Frigio.- ¿Pues no, ella que fue una calamidad para Grecia y para los propios frigios?
Orestes.- Jura —y si no, te mataré— que no lo dices por halagarme.
Frigio.- ¡Lo juro por mi alma, por la que yo daría. Sólo buen juramento!
Orestes.- ¿Así también en Troya el hierro era el espanto de todos los frigios?
Frigio.- ¡Aparta tu espada! Pues de cerca relampaguea terrible muerte.
Orestes.- ¿No temes la conversión en piedra, como vieras una Gorgona?

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Frigio.- Sólo la muerte. La cabeza de la Gorgona la conozco yo.
Orestes.-  Siendo un esclavo, ¿temes a Hades, que te redimirá de tus males?
Frigio.- Todo hombre, aunque sea esclavo, se alegra de ver la luz del sol.
Orestes.- Tienes razón. Te salva tu entendimiento. Pero ve dentro de la casa.
Frigio.- ¿No vas a matarme?
Orestes.- Estás perdonado.
Frigio.- Buena palabra es la que dices.
Orestes.- Tal vez cambiemos de decisión.
Frigio.- Eso ya no está bien dicho.
Orestes.- ¡Necio, si crees que me importa cubrir de sangre tu cuello! Pues ni has nacido mujer ni te cuentas entre los hombres. Pero, a fin de que no alzaras tu chillido he salido de la casa, porque al oír un grito agudo de alarma puede despertar Argos.

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¡Tener de nuevo a Menelao al alcance de la espada no me espanta! Que venga, pues, orgulloso de los rubios cabellos flotantes sobre sus hombros. Pues si azuza a los argivos, trayéndolos contra esta morada, por vengar el asesinato de Helena, y si no quiere salvarme, y a mi hermana y a Pílades, que ha colaborado conmigo en esto, verá a sus pies dos cadáveres: su mujer y su joven hija.
Coro.- ¡Ay, ay, fatalidad! ¡A otro combate, a otro, terrible, se precipita la familia de los Atridas!
— ¿ Qué vamos a hacer? ¿Anunciamos esto a la ciudad? ¿ O guardamos silencio? Es más seguro, amigas.

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—¡Mira, mira! Ese humo que se eleva de la casa hacia lo alto del éter se anticipa a pregonarlo.
— Encienden antorchas, como si fueran a incendiar el tantálico, y no desisten de su crimen.
—Su fin fija la divinidad a los mortales, su fin, como ella quiere.
—¡Es una gran fuerza que actúa a través de un genio vengador! Se han hundido, hundido, estas mansiones a causa de la sangre derramada, a causa del hundimiento de Mírtilo desde su carro.
Corifeo.- Pero, en fin, ahí veo a Menelao cerca de la casa, con paso rápido, que de algún modo ha comprendido la calamidad que ahora sucede.

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¿No podéis apresuraros a asegurar los cerrojos con barras, Atridas, desde el interior? Terrible puede ser un hombre en buena posición contra los que están en la adversidad, como tú Orestes, te hallas.
(Entra Menelao, acompañado por guardias.)
Menelao.- He venido en cuanto me enteré de los crueles y audaces actos de una pareja de leones. Que no los llamaré hombres. El caso es que he oído que mi mujer no ha muerto, sino que ha desaparecido, invisiblemente; he escuchado ese turbio informe que uno, desmayado de terror, me ha anunciado. ¡Mas eso son invenciones del matricida y una macabra burla!

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¡Que alguien abra la casa! Ordeno a los criados que empujen estas puertas, de modo que al menos a mí hija rescatemos de las manos de esos asesinos, y recuperemos a mi desgraciada, infeliz esposa. ¡Con ella han de morir a mis manos los que la asesinaron!
(Sobre una terraza aparecen Orestes y Pílades, que tienen a Hermione amenazada con sus espadas.)
Orestes.- ¡Eh, tú, no toques esos cerrojos con tu mano! ¡A ti, Menelao, te hablo, que te has amurallado en tu audacia! O con este entablamento te quebraré la cabeza,  desgajando la vieja cornisa, un buen trabajo de los constructores.

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Con barrotes están fijados los cerrojos, que te frenarán tu ímpetu apresurado, para que no entres en la casa.
Menelao.- ¡Ea! ¿Qué es eso? Veo brillar las antorchas. Y en lo alto de la casa a ésos, que se han fortificado, y  un puñal apuntando al cuello de mi hija.
Orestes.- ¿Prefieres preguntar o escucharme?
Menelao.- Ninguna de las dos cosas. Pero es forzoso, al parecer, escucharte.
Orestes.- Voy a matar a tu hija, por si quieres saberlo.
Menelao.- ¿Después de asesinar a Helena, añades un crimen al crimen?
 Orestes.- ¡Ojalá la hubiera retenido, de no robármela los dioses!

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Menelao.- ¡Niegas haberla matado, y lo dices para añadir escarnio!
Orestes.- ¡Dolorosa negación! Porque bien quisiera...
Menelao.- ¿Acometer qué acción? Me incitas al temor.
Orestes.- Arrojar al Hades a la que mancilló a la Hélade.
Menelao.- Devuélveme el cadáver de mi esposa, para que le dé sepultura.
Orestes.- Reclámaselo a los dioses. Yo mataré a tu hija.
Menelao.- El matricida añade un crimen a otro crimen.
Orestes.- El vengador de un padre, al que tú abandonaste a su muerte.
Menelao.- ¿No te basta la sangre de tu madre que te contamina?
Orestes.- No me cansaría de matar una y otra vez las mujeres perversas.

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Menelao.- ¿Es que también tú, Pílades, participas en este crimen?
Orestes.- Asiente con su silencio. Yo me basto para dialogar.
Menelao.- Pero no impunemente, a no ser que huyas con alas.
Orestes.- No huiremos. Pegaremos fuego al palacio.
Menelao.- ¿Es que acaso vas a incendiar esta mansión de tus padres?
Orestes.- Para que tú no la poseas, degollando a ésta como víctima sobre la hoguera.
Menelao.- Mátala. Pero sabe que, si la matas, me pagarás tu pena por esto.
Orestes.- Así será.
Menelao.- ¡Ah! ¡Ah! ¡No lo hagas de ningún modo!
Orestes.- Calla pues. Sopórtalo justamente, por haber obrado mal.

1612

Menelao.- ¡Aparta de mi hija la cuchilla!
Orestes.- Naciste engañado.
Menelao.- ¿Pero vas a matar a mi hija?
Orestes.- Ya no estás engañado.
Menelao.- ¡Ay de mí! ¿Qué haré?
Orestes.- Ve a convencer a los argivos.
Menelao.- ¿A convencerlos de qué?
Orestes.- Pide que la ciudad no nos haga morir.
Menelao.- ¿O asesinaréis a mi hija?
Orestes.- Así es la cosa.

1607

Menelao.- ¿Es que es justo que tú vivas?
Orestes.- Y que mande en este país.
Menelao.- ¿En cuál?
Orestes.- En este Argos pelásgico.
Menelao.- ¿Podrías tocar los vasos lustrales?
Orestes.- Pues, ¿por qué no?
Menelao.- ¿Y sacrificarías las víctimas antes de la batalla?
Orestes.- ¿Y tú, lo harías decentemente?
Menelao.- Ya que tengo mis manos puras.
Orestes.- Pero no el pensamiento.
Menelao.- ¿Quién te dirigiría la palabra?
Orestes.- El que quiera a su padre.
Menelao.- ¿Y el que honre a su madre?
Orestes.- Nació afortunado.
Menelao.- Desde luego tú, no.
Orestes.- Me desagradan las pervertidas.

1620

Menelao.- ¡Oh desdichada Helena!
Orestes.- ¿Y mis desdichas, no son tales?
Menelao.- Te traje como víctima de Frigia...
Orestes.- ¡Ojalá fuera así!
Menelao.- Después de sufrir mil penalidades.
Orestes.- Excepto por mí.
Menelao.- He penado lo indecible.
Orestes.- Antes, desde luego, no me serviste de nada.
Menelao.- Me tienes en tu poder.
Orestes.- Tú mismo te has apresado en tu maldad. ¡Pero, venga, pega fuego a esta casa, Electra! Y tú, el más seguro de mis amigos, Pílades, prende el entablamento de esta techumbre!

1630

Menelao.- ¡Oh tierra de los Dánaos, fundadores de Argos ecuestre! ¿No acudiréis en mi ayuda con una tropa armada? Porque éste ataca con violencia a toda la ciudad vuestra, para seguir con vida, después de haber ejecutado el repulsivo asesinato de su madre.
(En lo alto aparece, como «deux ex machina», Apolo. Y a su lado, silenciosa, se ve a Helena.)
Apolo.- ¡Menelao, deja de presentar un corazón irritado! ¡Es Febo el hijo de Leto, quien desde aquí cerca te llama! Y tú que empuñando la espada asedias a esa muchacha, Orestes, ¡ atiende para que sepas los mandatos que vengo a traeros! En cuanto a Helena, a la que tú estabas dispuesto a destruir, por dar curso a tu ira contra Menelao, y a la que erraste,

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está aquí, y la veis a mi lado entre los celajes del éter, a salvo y no muerta por ti. Yo la salvé y la rescaté lejos de tu espada a instancias del padre Zeus. Pues es preciso que viva, como hija inmortal de Zeus que es, y junto a Cástor y Polideuces en los confines del éter tendrá su residencia, y será propicia para los navegantes. Tú elige y toma a otra por esposa en tu morada, ya que los dioses por la belleza de ésta llevaron a enfrentarse a griegos y frigios,

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y motivaron muertes, para aligerar la tierra de un exceso de hombres, de una cargazón descontrolada. En lo que se refiere a Helena queda así. A ti, Orestes, te es preciso franquear las fronteras de esta tierra y habitar el suelo Parrasio durante el ciclo de un año. Ese país tomará un nombre epónimo por tu destierro y lo llamarán Orestio los azanes y los arcadios. Desde allí irás a la ciudad de los atenienses para someterte a un juicio de sangre por matricidio ante las tres Euménides.  Los dioses árbitros del proceso

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en la colina de Ares velarán por la votación más piadosa, donde vas a vencer. Y está determinado por el destino que desposes tú a Hermione, sobre cuyo cuello, Orestes, tienes tu espada. Neoptólemo, que confía en casarse con ella, no la desposará jamás. Porque su destino es morir bajo el puñal en Delfos, cuando me reclame pleitos por su padre Aquiles  A Pílades dale en matrimonio a tu hermana, como le habías prometido. Su vida en lo porvenir será feliz. Deja a Orestes mandar en Argos, Menelao,

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y tú ve a reinar en tu tierra de Esparta, que tienes como dote de una esposa que hasta aquí, continuamente, no cesó de obsequiarte con innumerables pesares. La contienda de la ciudad y éste, ya la arreglaré bien yo, que le obligué a matar a su madre.
Orestes.- ¡Oh profeta Loxias, qué oráculos los tuyos! No fuiste, pues, un profeta falso, sino auténtico. Aunque me acometía el temor, de si al oír la voz de algún demonio vengador la habría creído tuya. Pero bien va a concluir, y obedeceré a tus palabras.

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Mira, libero a Hermione del sacrificio y consiento en desposarla, en cuanto me la entregue su padre.
Menelao.- ¡Oh Helena, hija de Zeus, te saludo! Te envidio porque tú ya habitas la morada feliz de los dioses. Orestes, a ti te entrego yo mi hija como prometida, puesto que Apolo lo ordena. Ojalá que como hombre de buen linaje al desposar a una de buen linaje te beneficies, y también yo, al ofrecértela.
Apolo.- Marchad pues cada uno adonde os encomendamos y concluid vuestras rencillas.
Menelao.- Hay que obedecer.
Orestes.- También yo hago lo mismo, y me reconcilio con nuestras desdichas,

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Menelao, y con tus oráculos, Loxias.
Apolo.- ¡Emprended pues vuestro camino, Venerando a la Paz como la más hermosa de las divinidades! Y conduciré a Helena a las moradas de Zeus, atravesando el polo de las radiantes estrellas, allí donde al lado de Hera y de Hebe, esposa de Heracles, ocupará un trono como divinidad siempre honrada con libaciones entre los humanos, juntamente con los Tindáridas, los hijos de Zeus, velando por los navegantes del mar.

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Coro.- ¡Oh muy venerable Victoria, ojalá domines el curso de mi vida y no dejes de coronarla!