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¡Oh tú que condujiste una  armada de mil naves contra la tierra de Asia, salve! Vienes acompañado por la fortuna, ya que has logrado de los dioses lo que pedías.
(Entra Menelao.)
Menelao.- ¡Oh, casa, por un lado, con alegría te tengo ante mis ojos al regresar de Troya; pero, por otro, sollozo al mirarte! Pues en mi largo peregrinar jamás he visto otro hogar más asediado por crueles desgracias. Conocía ya las desventuras de Agamenón

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y de qué muerte pereció a manos de su esposa, después de arribar con mi nave a Málea. Sobre las olas me lo anunció el adivino de los navegantes, intérprete de Nereo, Glauco, un dios infalible, que surgiendo a mi encuentro me dijo claramente: «Menelao, tu hermano yace muerto, atrapado en un último baño preparado por su esposa.» Y nos colmó a mi y a mis marineros de muchas lágrimas. Y apenas atraco en la zona de Nauplia, cuando ya desembarcaba a mi mujer,

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pensando en estrechar entre mis brazos a Orestes, el hijo de Agamenón, y a su madre, como al encontrarlos en un feliz momento, escuché de uno de los pescadores el asesinato impío de la hija de Tindéreo. Y ahora, decidme muchachas, ¿dónde está el hijo de Agamenón, que realizó esos terribles daños? Era, pues, un niño de pecho en los brazos de Clitemestra entonces, cuando dejé el palacio al partir hacia Troya, de modo que no le conocería aunque lo viera.
Orestes.- Yo soy Orestes, por quien preguntas, Menelao.

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Por propia decisión yo te expondré mis males. Pero como primer gesto de saludo toco tus rodillas como suplicante, desgajando las súplicas de mi boca falta de los ramos rituales. ¡Sálvame! Has llegado en el preciso momento crítico de mis desdichas.
Menelao.- ¡Oh dioses! ¿Qué veo? ¿Qué cadáver tengo ante mis ojos?
Orestes.- Bien has dicho. Pues con mis males no vivo, aunque veo la luz.
Menelao.- ¡Qué salvaje llevas tu desgreñada melena!
Orestes.- No me atormenta mi aspecto, sino mis actos.
Menelao.- ¡Mirada terrible la de tus secas pupilas!
Orestes.- Mi cuerpo me es ajeno; sólo el nombre no me ha abandonado.

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Menelao.- ¡Qué desfigurado te veo, contra lo que esperaba!
Orestes.- Heme aquí, asesino de mi desgraciada madre.
Menelao.- Lo he oído, ahórrate el repetir los males.
Orestes.- Lo ahorro. Pero la divinidad es rica en males contra mí.
Menelao.- ¿Qué opresión sufres? ¿Qué enfermedad te destruye?
Orestes.- La conciencia, porque sé que he cometido actos terribles.
Menelao.- ¿Como dices? Sabio es de verdad lo claro, no lo turbio.
Orestes.- La pena, sobre todo, la que me corroe...
Menelao.- Terrible en efecto es esa diosa, pero aplacable.
Orestes.- Y los ataques de locura, en venganza por la sangre de mi madre.

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Menelao.- ¿Cuándo comenzaste con esa locura? ¿Qué día fue?
Orestes.- El mismo en que honré en la tumba a mi infeliz madre.
Menelao.- ¿En la casa, o mientras velabas junto a la pira?
Orestes.- Mientras atendía por la noche a la recogida de sus huesos.
Menelao.- ¿Estaba alguien a tu lado, que sostuviera tu cuerpo?
Orestes.- Pílades, colaborador en el derramamiento de sangre y en la muerte de mi madre.
Menelao.- ¿Qué apariencias fantasmales son ésas por las que enfermas?
Orestes.- Me ha parecido ver tres doncellas semejantes a la noche.
Menelao.- Sé a quiénes te refieres, y no quiero nombrarlas.
Orestes.- Son venerables. Con cuidado evitas su mención.

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Menelao.- Ésas te arrastran al delirio por el asesinato de un familiar.
Orestes.-¡Ay de mi, con qué acosos me veo asaltado, infeliz!
Menelao.- ¿No han de sufrir cosas terribles los que acometieron actos terribles?
Orestes.- Pero tenemos un recurso contra la desgracia.
Menelao.- No menciones la muerte. Que eso no seria inteligente.
Orestes.- Febo, que me ordenó cumplir el asesinato de mi madre.
Menelao.- ¿Es que era a tal punto ignorante del bien y la justicia?
Orestes.- Somos esclavos de los dioses, sean lo que sean los dioses.
Menelao.- ¿Y luego no te socorre Loxias en tus pesares?
Orestes.- Se demora. Así es lo divino, por su naturaleza.

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Menelao.- ¿Qué tiempo hace que expiró tu madre?
Orestes.- Con hoy seis días. Aún está cálida la pira funeraria.
Menelao.- ¡Qué pronto vinieron a reclamarte las diosas la sangre de tu madre!
Orestes.- Torpe, pero leal amigo fui para los míos.
Menelao.- ¿Te aprovecha ahora de algo el haber venido a tu padre?
Orestes.- Aún no. Y considero la tardanza igual al abandono.
Menelao.- ¿Y en qué situación estás, después de lo que has hecho, ante el pueblo?
Orestes.- Somos tan odiados que nadie nos dirige la palabra.
Menelao.-¿No has purificado tus manos de sangre según la ley?
Orestes.- Es que me echan de las casas a cualquier lugar que me dirijo.

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Menelao.- ¿Qué ciudadanos presionan para echarte del país?
Orestes.- Éax, que inculpa a mi padre por el odio a Troya.
Menelao.- Comprendo. Se venga en ti de la muerte de Palamedes.
Orestes.- De la que yo no participé. Al tercer golpe sucumbió
Menelao.- ¿Qué otro más? ¿Probablemente los amigos de Egisto?
Orestes.- Esos me injurian, y la ciudad en esta ocasión los escucha.
Menelao.- ¿Te deja la ciudad retener el cetro de Agamenón?
Orestes.- ¿Cómo, quienes ni siquiera nos dejan vivir?
Menelao.- ¿Puedes decirme concretamente qué es lo que hacen?
Orestes.- Un voto contra nosotros se depositará en el día de hoy.

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Menelao.- ¿Para expulsaros de la ciudad? ¿O de vida o muerte?
Orestes.- De muerte por lapidación a manos de los ciudadanos.
Menelao.- ¿Y no huyes en seguida trasponiendo las fronteras del país?
Orestes.- Es que estamos rodeados en círculo con armas todas de bronce.
Menelao.- ¿De modo particular por cuenta de vuestros enemigos o por la fuerza de Argos?
Orestes.- Por todos los ciudadanos, para que yo muera, en una palabra.
Menelao.- ¡Desdichado! Has llegado hasta el fondo de la desgracia.
Orestes.- En ti mi esperanza tiene un socorro a sus  males. Así que tú, que regresas dichoso, haz participar a tus amigos que penan en el desamparo de tu éxito,

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y no disfrutes solo del prestigio que conseguiste; y comparte también esos pesares a la vez, pagando los favores de mi padre a quienes se los debes. De nombre pues, y no de hecho, son los amigos que no son amigos en las desdichas.
Corifeo.- Por ahí ahora se apresura con su paso senil el espartiata Tindáreo, con un manto negro y con el pelo cortado con tonsura de luto por la muerte de su hija.
Orestes.- ¡Estoy perdido, Menelao! Por ahí avanza Tindáreo hacia nosotros. Me domina la vergüenza

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al presentarme ante sus ojos después de lo que he hecho. Porque me crió de pequeño, y me colmó de besos, llevándome por ahí en sus brazos como el hijo de Agamenón, y lo mismo hacía Leda; me apreciaban ambos no menos que a los Dioscuros. Y a ellos, ¡oh triste corazón y alma mía!, les he dado un pago criminal. ¿Qué sombra extenderé sobre mi cara? ¿Qué nombre colocaré ante mí, para evitar las miradas de los ojos del anciano?
(Entra Tindáreo, acompañado por algunos sirvientes.)
Tindáreo.- ¿Dónde, dónde puedo ver al marido de mi hija,

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a Menelao? Pues mientras derramaba libaciones sobre la tumba de Clitemestra oí que ha arribado a Nauplia, regresando salvo con su esposa después de muchos años. Guiadme. Porque quiero colocarme a su diestra y abrazarle, como a un amigo que vuelvo a ver después de largo tiempo.
Menelao.- ¡Anciano, te saludo, compañero de lecho con Zeus!
Tindáreo.- ¡Bienvenido también tú, Menelao, mi yerno! ¡Ah!  [¡Qué malo es ignorar el futuro!] ¡Ése de ahí, el matricida, una sierpe, ante el palacio emite destellos de  locura, el objeto de mi odio!

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Menelao, ¿le diriges la palabra a ese maldito?
Tindáreo.- ¿Que de él ha nacido, tal cual se ha mostrado?
Menelao.- Así es. Y si es infortunado, debe respetársele.
Tindáreo.- Como bárbaro te portas, después de estar tanto tiempo entre bárbaros.
Menelao.- Es costumbre helénica el honrar siempre al de la misma sangre.
Tindáreo.- Y el no querer anteponerse a las leyes.
Menelao.- Todo lo que depende del destino es servidumbre según los sabios.
Tindáreo.- Adopta tú ese criterio, yo no lo admitiré.
Menelao.- Es que esa cólera tuya, en tu vejez, no es sabia.

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Tindáreo.- ¿En presencia de éste puede llegarse a disputar de sabiduría? Si las acciones buenas y las malas son evidentes para todos, ¿qué hombre fue más insensato que él, quien no atendió a lo justo ni se atuvo a la ley común de los griegos? Pues, una vez que Agamenón exhaló su vida herido por mi hija en la cabeza, una acción de lo más abominable —que no aprobaré jamás—, él habría debido entablar un proceso criminal,

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prosiguiendo una acción legal legítima, y expulsar del palacio a su madre. Habría mostrado su prudencia en la desgracia, se hubiera amparado en la ley y habría sido piadoso. Ahora en cambio ha incurrido en la misma fatalidad que su madre. Pues, aunque justamente la consideró perversa, él se ha hecho más perverso al matarla..Te preguntaré, Menelao, sólo esto: si a uno le asesina la mujer que comparte su lecho, y el hijo de éste mata luego a su madre, y luego su hijo va a vengar el crimen con el crimen de nuevo,

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¿hasta dónde va a llegar el final de los males? Bien dispusieron eso nuestros antepasados de antiguo: a quien se encontraba reo de sangre no le permitían mostrarse ante los ojos de los demás ni salir a su encuentro, y dejaban que se purificase en el destierro, pero no lo mataban. Pues siempre habría uno incurso en el crimen, el que hubiera manchado su mano en el último derramamiento de sangre. Yo odio, desde luego, a las mujeres impías, y la primera a mi hija, que asesinó a su esposo. Y a Helena, tu esposa, jamás la alabaré,

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ni le dirigiría la palabra. No te envidio a ti que, a causa de una perversa mujer, fuiste a la tierra de Troya. Pero defenderé, en la medida de mis fuerzas, la ley, tratando de impedir ese instinto bestial y sanguinario, que destruye de continuo el país y las ciudades.
(Dirigiéndose a Orestes.) Porque ¿qué ánimo tuviste entonces, cuando tu madre, suplicándote, descubrió su pecho? Yo, que no vi aquella terrible escena, arraso en lágrimas mis viejos ojos, abrumado por la pena... Desde luego un hecho confirma mis palabras.

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Eres odiado por los dioses y expías el castigo de tu madre, desvariando entre delirios y terrores. ¿A qué tengo que oír de otros testigos lo que puedo ver ante mí? Ya lo ves, Menelao; ahora, no obres en contra de los dioses, en tu afán de ayudarle, sino que deja que sea ejecutado por los ciudadanos, a pedradas. O no pongas tu pie sobre tierra espartana. Al morir mi hija sufrió lo justo. Pero no era natural que muriera a manos de éste. Yo he sido en lo demás un hombre dichoso,

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excepto por mis hijas. En eso no he tenido fortuna.
Coro.- Quien ha sido dichoso por sus hijos y no ha adquirido con ellos desgracias notorias es digno de envidia.
Orestes.- Anciano, yo de verdad siento reparos al replicarte, porque voy a entristecerte y a apenar tu ánimo. Yo soy impío por haber matado a mi madre, pero piadoso en otro respecto, por vengar a mi padre. ¡Retírese de mis palabras la consideración por tu vejez que me traba de respeto el habla, y emprenderé la marcha! Pero aún ahora respeto tus blancos cabellos.

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¿Qué iba a hacer? Enfrenta estas dos razones: mi padre me engendró, tu hija me dio a luz, tras recibir la simiente de otro como la tierra  Sin padre no podría nacer un hijo. Decidí en conclusión que era mejor intervenir en favor del fundador de la estirpe que de la que había soportado la crianza.
Y tu hija — siento vergüenza de llamarla madre— en contubernio voluntario e indecente frecuentaba el lecho otro hombre. A mi mismo, al acusarla, me dañaré. Mas, sin embargo, lo diré.

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Egisto era el esposo furtivo en el palacio. Lo maté; y sacrifiqué a mi madre, en una acción impía, pero en venganza de mi padre. En cuanto a esos motivos por los que amenazas que debo ser lapidado, escucha cómo he favorecido a toda Grecia. Si las mujeres, en efecto, llegaran a ese colmo de audacia de asesinar a sus maridos, buscándose un refugio frente a sus hijos, con excitar su compasión al mostrarles sus pechos, no tendrían ningún reparo en dar muerte a sus esposos, con cualquier pretexto a mano. Al ejecutar yo esa

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barbaridad, según tú clamas, he acabado con tal costumbre. Justamente aborrecía, y maté, a una madre que, cuando su marido se ausentó del hogar en una expedición armada como caudillo de toda la tierra griega, le traicionó y no conservó intacto su lecho. Cuando se sintió culpable, no se puso un castigo a sí misma, sino que, para no rendir cuentas a su esposo, condenó a mi padre y lo asesinó. Tú, desde luego, anciano, al engendrar una hija perversa, acabaste conmigo. A causa de su audacia quedé privado de padre y me convertí en matricida. ¡Por los dioses! —En mal momento he aludido a los dioses, al sentenciar un crimen—. Si hubiera aprobado

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con mi silenció las acciones de mi madre, ¿qué me habría hecho el muerto? ¿No me habría empujado en su odio a delirar entre las Erinias? ¿O las diosas acuden como aliadas en favor de mi madre, y no acuden a él, objeto de mayor injusticia? Ya ves, Telémaco no ha matado a la esposa de su padre. Pues ella no añadió un esposo en sustitución de su esposo, sino que su lecho sigue a salvo en su lugar.

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Conoces a Apolo, que habita el ombligo de la tierra y da a los mortales un vaticinio clarísimo, a quien obedecemos en todo lo que él dice. Por obedecer maté a la que me dio la vida. ¡Consideradle impío a él e intentad darle muerte! Él fue quien erró, no yo. ¿Qué iba yo hacer? ¿Acaso no es suficiente el dios para borrar esa mancha de mí, cuando me descargo en él? ¿Adónde, pues, podría uno luego escapar, si el que me dio la orden no va a defenderme de la muerte? Así que no digas que esos actos no están bien hechos;

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sólo que no fueron felices para sus ejecutores. ¡Feliz vida la de aquellos mortales cuyo matrimonio ha resultado bien! Cuantos no lo consiguieron acertar, son desdichados en su casa y fuera.
Coro.- Siempre las mujeres surgieron en medio del infortunio para la perdición de los hombres
Tindáreo.- Ya que te insolentas y no te controlas en tu lenguaje, y me replicas así, para acongojar mi corazón, vas a incitarme aún más a presagiar tu muerte. Lo tomaré como un hermoso añadido a los afanes

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que emprendí al venir a honrar la tumba de mi hija. Conque me voy a la asamblea convocada de los argivos y azuzaré a la ciudad, que no se opone, a que de grado os dé muerte por lapidación, a ti y a tu hermana. Ella merece aún más que tú morir, ella, que te ha enfurecido contra la que te dio a luz, trayendo a tus oídos repetidamente historias para irritarte más, contándote sus sueños con Agamenón, y denunciando esa unión con Egisto — ¡que ojalá odien los dioses de los infiernos, porque ya aquí era algo intolerable! —

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hasta que inflamó el hogar con un fuego sin llamas. Menelao, a ti te digo esto y lo cumpliré. Si en algo cuentas con mi amistad y nuestro parentesco, no defiendas el crimen de éste, contrario a los dioses. ¡Deja que sean muertos a pedradas por los ciudadanos, o renuncia a pisar la tierra de Esparta! Después de oír todo esto, pórtate como sabio, y no prefieras a unos impíos, rechazando a tus amigos más piadosos. Llevadme lejos de esta casa, servidores.
Orestes.- ¡Vete, para que nuestra réplica de ahora llegue

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ante éste sin altercados, tras escapar a los de tu vejez! Menelao, ¿a dónde revuelves tu paso en tu cavilación, recorriendo un repetido camino con un vaivén de desasosiego?
Menelao.- ¡Deja! Reflexionando conmigo mismo, no  sé cómo enfrentar la azarosa situación.
Orestes.- No concluyas aún tu opinión, sino que escucha antes mis palabras, y decide entonces
Menelao.- Di, que has hablado bien. Hay veces que el silencio puede resultar mejor que la palabra. Y otras en que es mejor la palabra que el silencio.
Orestes.- Ya voy a hablar. Las largas explicaciones se anteponen a las cortas,

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y son más fáciles de entender. A mi tú, Menelao, nada me des de lo tuyo, pero devuélveme lo que tomaste y recibiste de mi padre. No me refiero a riquezas. Mi riqueza es que salves mi vida, que es el más preciado de mis bienes. Soy reo de injusticia. En pago de ese delito he de recibir algo injusto de ti. Pues también mi padre Agamenón reunió injustamente a Grecia y llegó hasta Ilión, no por su delito personal, sino tratando de remediar la falta y la injusticia de tu mujer.

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Debes devolverme este favor, el uno a cambio del otro. Él había expuesto de verdad su cuerpo, como han de hacer los amigos por los amigos, aprestando el escudo a tu lado para que tú recobraras a tu esposa. Págame, pues, lo mismo que entonces recibiste, esforzándote durante un solo día, presentándote como nuestro valedor, sin cumplir tu carga durante diez años. En cuanto al sacrificio de mi hermana en Áulide, eso dejo que te lo ahorres. No mates tú a Hermione. Pues está bien que tú saques alguna ventaja cuando yo estoy en situación apurada,

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como la que ahora me aflige, y que yo te la perdone. Pero concédeme, como favor a mi desventurado padre, mi vida [y la de mi hermana, doncella durante tanto tiempo]. Porque si muero dejaré huérfana la casa paterna. Dirás: es imposible. Ésa es la cuestión. Los amigos deben en las adversidades auxiliar a los amigos. Cuando el destino es favorable, ¿qué necesidad hay de amigos? Basta entonces la divinidad misma que quiere socorrernos. A todos los griegos les parece que amas a tu mujer —-y no lo digo por acosarte con lisonjas—,

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por ella te suplico. (Aparte) ¡Miserable en mis desdichas, a qué extremos llego! ¿Y qué? He de apurar mi pena. Por nuestra casa toda suplico esto. ¡Tío, hermano de sangre de mi padre, piensa que el muerto escucha bajo tierra estos ruegos, que su alma revolotea sobre ti, y que te dice cuanto yo te digo! [Eso entre lágrimas y sollozos y desdichas.] Te lo dejo expuesto y te reclamo nuestra salvación, persiguiendo lo que todos anhelan, y no sólo yo.
Corifeo.- También yo te suplico, aunque no soy más que una mujer,

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que prestes ayuda a los necesitados. Tú puedes hacerlo.
Menelao.- Orestes, yo siento respeto, sí, por tu persona, y quiero compartir las penas en tus males. En efecto, deben conllevar las desdichas de los parientes de la misma sangre, si un dios nos da poder, e incluso morir tratando de matar a los contrarios. Pero, no obstante, en cuanto a lo de tener poder, ¡por los dioses que desearía conseguirlo! Porque vengo con sólo mi lanza, falta de aliados, después de errar entre mil pesares, con la pequeña defensa de los amigos que me han quedado.

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En combate no podemos, desde luego, vencer al pelásgico Argos. Pero si podemos conseguirlo con suaves palabras, ahí tocamos la esperanza. Pues, con pocos medios, ¿cómo puede uno conseguir las grandes cosas? [Necio es incluso el pretenderlo con esfuerzos.] Cuando el pueblo se subleva enfurecido, es parecido a un fuego salvaje para apagarlo. Pero si uno con calma cede y le suelta cuerda mientras él se precipita, aguardando el momento oportuno, probablemente lo verá desfogarse.

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Y cuando relaja sus ímpetus, fácilmente puedes conseguir de él lo que quieras. Hay en el pueblo compasión y hay también una tremenda capacidad de apasionamiento, un elemento apreciadísimo para el que sabe aguardar la ocasión. Yendo a Tindáreo intentaré en tu favor persuadirle a él y a la ciudad de que moderen su excesivo encono. Porque también la nave que tensa las velas con violencia en su cordaje, hace agua, pero se yergue de nuevo en cuanto uno relaja las cuerdas. La divinidad odia los apasionamientos excesivos, y los odian los ciudadanos. He de recurrir —no lo niego— a la astucia, no a la violencia, para salvarte de los más poderosos.

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Por la fuerza, de ese modo en el que tú tal vez piensas, no te salvaría. Pues no es fácil con una sola lanza erigir trofeos de victoria de los males que te acosan. Jamás hemos abordado la tierra de Argos con humildad. Pero ahora es forzoso. [De sabios es esclavizarse al azar.] (Menelao sale.)
Orestes.- Excepto para levar un ejército en pos de una mujer en todo inepto, tú, el peor en socorrer a tus parientes ¡Escapas dándome la espalda,

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y dejas en olvido los favores de Agamenón! ¡Te quedas sin amigos, padre, en tu infortunio! ¡Ay de mí! Estoy traicionado, y ya no hay esperanzas de dirigirme a cualquier otro lado para escapar de la muerte a manos de los argivos. Ése era para mí el reducto de salvación. Pero veo ahí al más querido de los mortales, Pílades, que viene a la carrera desde Fócide. ¡Dulce visión! Un hombre fiel en medio de las desgracias es más grato de ver que la bonanza a los navegantes.
Pílades.- Más rápido de lo que debiera he llegado cruzando por la ciudad, porque oí de una reunión del pueblo  —y yo directamente la he presenciado—

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para tratar de daros muerte de inmediato a ti y a tu hermana. ¿Qué pasa? ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo estás, el más querido de mis camaradas, de mis amigos y de mis parientes? Todo eso eres tú para mí.
Orestes.- Estoy perdido, por aclararte en breve mis desgracias.
Pílades.- Contigo me hundes. Porque comunes son las cosas de los amigos.
Orestes.- Menelao es el peor contra mí y mi hermana.
Pílades.- Es natural que el esposo de una mala mujer se haga malo.
Orestes.- Al regresar me presta el mismo servicio que si no hubiera vuelto.
Pílades.- ¿En verdad ha regresado a este país?
Orestes.- Tarde. Pero, con todo, en seguida se ha mostrado malo para sus amigos.

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Pílades.- ¿Y ha vuelto trayendo en su nave a su perversísima esposa?
Orestes.- No él a ella, sino ella a él lo trajo acá.
Pílades.- ¿Dónde está esa mujer que ella sola destruyó a tan numerosos aqueos?
Orestes.- En mi palacio, si es que puedo aún llamar a éste.
 Pílades.- ¿Y tú, qué palabras has dirigido al hermano de tu padre?
Orestes.- Que no consienta que yo y mi hermana seamos muertos por los ciudadanos.
Pílades.- ¡Por los dioses! ¿Qué ha replicado a esto? Porque quiero saberlo.
Orestes.- Se excusó, lo que hacen con sus amigos los malos amigos.
Pílades.- ¿Qué excusa ofreció? Con enterarme de eso me basta.
Orestes.- Se presentó el otro, el padre que engendró las excelentísimas hijas...

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Pílades.- ¿Hablas de Tindáreo? Probablemente enfurecido contra ti a causa de su hija.
Orestes.- Ya comprendes. Ha preferido su parentesco político a su relación con mi padre.
Pílades.- ¿No se atrevió a compartir tus penalidades enfrentándolas?
Orestes.- No ha nacido guerrero, sólo es valiente entre mujeres.
Pílades.- Entonces estás entre los mayores males y te es forzoso morir.
Orestes.- Los ciudadanos van a emitir su voto sobre nosotros en cuestión de pena capital.
Pílades.- ¿Qué es lo que va a decidir? Dilo. Pues progreso en el temor.
Orestes.- Si hemos de morir o vivir. Breve expresión para largas desdichas.
Pílades.- ¡Huye, pues, abandonando el palacio en compañía de tu hermana!
 Orestes.- ¿No lo ves? Estamos vigilados por guardias por todos los lados.

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Pílades.- He visto las calles de la ciudad obstruidas por las armas.
Orestes.- Estamos asediados en persona como una ciudad por sus enemigos.
Pílades.- También a mí pregúntame por mis padecimientos. También yo estoy perdido.
Orestes.- ¿Por obra de quién? Esa desgracia tuya va a sumarse a mis pesares.
Pílades.- Mi padre, Estrofio, enfurecido, me ha expulsado de casa como desterrado.
Orestes.- ¿Reprochándote una acusación privada o un daño público contra los ciudadanos?
Pílades.- Por haber colaborado en dar muerte a tu madre, me califica de impío.
Orestes.- ¡Ah, desdichado! También a ti van a afligirte mis penas.
Pílades.- No me comporto a la manera de Menelao. Debes saberlo.
Orestes.- ¿No temes que Argos quiera matarte como a mi?

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Pílades.- No les incumbe castigarme a ellos, sino al país de los focenses.
Orestes.- La masa es terrible, cuando tiene perversos conductores.
Pílades.- Pero cuando los tiene buenos, toma siempre buenas decisiones.
Orestes.- ¡Sea pues! Hay que hablar ante todos...
Pílades.- ¿De qué urgencia?
Orestes.- Si presentándome a los ciudadanos les dijera...
Pílades.- ¿Qué has hecho cosas justas?
Orestes.- Al vengar a mi padre.
Pílades.- No te acogerán con buen ánimo.
Orestes.- ¿Es que voy a morir en silencio agazapado de temor?
Pílades.- Eso seria cobarde.
Orestes.- ¿Qué puedo hacer entonces?
Pílades.- ¿Tienes alguna posibilidad de salvación, si te demoras?
Orestes.- No la tengo.
Pílades.- Y si actúas, ¿tienes esperanza de salvarte de tus males?
Orestes.- Si saliera bien, podría ser.
Pílades.- Por tanto, eso es mejor que aguardar quieto

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Orestes.- ¿Entonces voy a ir?
Pílades.- De morir, así al menos morirás de manera más digna.
Orestes.- Dices bien. Evito así el reproche de cobarde.
Pílades.- Mejor que quedándote aquí.
Orestes.- Y mi causa es justa.
Pílades.- Ruega sólo que lo parezca.
Orestes.- Y seguramente alguno me compadecerá...
Pílades.- Tu noble linaje es importante.
Orestes.- Al lamentar la muerte de mi padre.
Pílades.- Todo eso es evidente.
Orestes.- Tengo que ir, porque seria indigno morir sin honor.
Pílades.- Lo apruebo.
Orestes.- ¿Vamos entonces a decírselo a mi hermana?
Pílades.- ¡No, por los dioses!
Orestes.- Sin duda habría lágrimas...
Pílades.- Así que no seria un buen presagio.
Orestes.- Está claro que es mejor callar.
Pílades.- Ganarás tiempo.
Orestes.- Sólo me queda el obstáculo ese...
Pílades.- ¿Cuál es ese ruego que ahora aludes?

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Orestes.- Que las diosas no me retengan con su aguijón
Pílades.- Pero yo velaré por ti.
Orestes.- Es penoso el sostener a un hombre enfermo.
Pílades.- No para mí el cuidarte.
Orestes.- Ten cuidado de no contagiarte de mi locura.
Pílades.- Deja eso aparte.
Orestes.- ¿Es que no vacilas?
Pílades.- La vacilación para con los amigos es un gran mal.
Orestes.- Avanza, pues, como timón de mis pasos.
Pílades.- Me son gratos estos cuidados.
Orestes.- Y encamíname hacia el túmulo de mi padre.
Pílades.-¿Para qué, pues?
Orestes.- Para suplicarle que me salve.
Pílades.- Así es lo justo.
Orestes.- ¡Pero que no vea la tumba de mi madre!
Pílades.- Fue, desde luego, tu enemiga. Pero apresúrate, para que no te condene por anticipado el voto de los argivos. Apoya en mis costados tus costados debilitados por la enfermedad.

 

Que yo te conduciré a través de la ciudad, sin el menor reparo a los ciudadanos y sin avergonzarme nada por ello. ¿Cómo, pues, demostrar que soy tu amigo, si no te socorro en las tremendas angustias en que estás?
Orestes.- Ésa es la cuestión: tener amigos, no sólo parientes. Cuando un hombre se identifica con nuestro carácter, aunque sea un extraño, resulta ser mejor como amigo que diez mil parientes consanguíneos.
(Sale sostenido por Pílades.)