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(Despierta Orestes.)

Orestes.- ¡Amable hechizo del sueño, alivio de la enfermedad, qué dulce acudiste a mi en este apuro! ¡Oh soberano Olvido de los males, qué sabio eres, y qué dios anhelado por los que sufren la desdicha! ¿De dónde ahora llegué aquí? ¿Cómo he venido? No me acuerdo, abandonado por mi conciencia anterior.
Electra.- ¡Queridísimo! ¡Cómo me alegró que cayeras dormido! ¿Quieres que te coja y te ayude a incorporarte?
Orestes.- Agárrame, agárrame, sí. Enjuga este fango espumoso de mi amarga boca y de mis ojos.

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Electra.- Ya está. Es un dulce servicio, y no renuncio a cuidar con mano de hermana tu cuerpo de hermano.
Orestes.- Arrima tu costado a mi costado, y aparta de mi cara mis resecos mechones. Veo poco con mis pupilas.
Electra.- ¡Lastimosa cabeza de sucia melena, qué aspecto salvaje tiene, con tanto tiempo sin lavar!
Orestes.- Reclíname otra vez en la cama. Cuando cede el ataque de locura, me siento fatal y desfallecen mis piernas.
Electra.- Ya está. La cama es grata al enfermo y, aunque es cosa lamentable, resulta sin embargo necesaria.

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Orestes.- Ponme de pie otra vez, da vuelta a mi cuerpo. Molesto carácter es el de los enfermos con su impotencia.
Electra.- ¿Quieres ahora fijar tus pies en el suelo, dando despacio algún paso? Variar es agradable en todo.
Orestes.- Desde luego. Ya que eso presenta una apariencia de salud. Bueno es el aparentar, aunque diste de la verdad.
Electra.- Escucha ahora, querido hermano, mientras te permiten estar cuerdo las Erinias.
Orestes.- ¿Vas a contarme algo nuevo? Si es favorable, tienes mi agradecimiento. Pero si es para algún daño, ya tengo bastante desventura.

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Electra.- Ha llegado Menelao, el hermano de tu padre, y los cascos de sus naves están anclados en Nauplia.
Orestes.- ¿Cómo dices? ¿Llega como luz de esperanza en mis males y los tuyos, un hombre de nuestra familia y que debe favores a nuestro padre?
Electra.- Llega —acepta esa garantía de mis palabras—, trayendo consigo a Helena desde los muros de Troya.
Orestes.- Si se hubiera salvado solo, seria más digno de envidia. Pero si trae a su mujer, llega trayendo un gran daño.
Electra.- Tindáreo engendró una pareja de hijas distinguida por el escándalo e infames a lo largo de Grecia.

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Orestes.- Tú, pues, distínguete de los malos, ya que puedes. Y no sólo en lo que digas, sino también en lo que pienses.
Electra.- ¡Ay de mi, hermano! ¡Tu mirada se perturba! De pronto te asaltó la locura, cuando hace un momento estabas cuerdo.
Orestes.- ¡Ah, madre, te suplico! ¡No excites contra mí a las muchachas de ojos sanguinarios y de melenas con serpientes! ¡Ellas, ahí al lado, me asaltan!
Electra.- ¡Quédate quieto, pobrecillo, en tus cobertores! Porque nada ves de lo que crees contemplar tan claramente.
Orestes.- Ah, Febo, ¿van a matarme esas terribles diosas,

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con esos ojos de perro, de mirada fascinante, sacerdotisas de los inflemos?
Electra.- No te soltaré. Trabándote con mis brazos te impediré dar algún salto fatal.
Orestes.- ¡Déjame! Porque eres una de mis Erinias y me sujetas por la cintura para arrojarme al Tártaro.
Electra.- ¡Ay de mi, desgraciada! ¡Qué socorro recibo, después de que tenemos a la divinidad dispuesta en contra!
Orestes.- ¡Dame el arco de asta, regalo de Loxias, con el que me aconsejó Apolo defenderme de las diosas, sí me aterraban con sus frenéticos furores!

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Alguna diosa quedará herida por mi mano mortal, si no desaparece lejos de mi mirada. ¿No me oís? ¿No veis que se disparan las aladas Saetas de mi arco de largo alcance? ¡Ah! ¡Ah! ¿Qué aguardáis ya? ¡Remontaros al éter con vuestras alas! ¡Echad la culpa a los oráculos de Febo! ¡Fuera!
¿A qué este furor, jadeando el aire de mis pulmones? ¿Adónde, adónde nos precipitábamos desde el lecho? Después del oleaje de nuevo ahora contemplo la bonanza.

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Hermana, ¿por qué lloras escondiendo tu cabeza bajo el peplo? Siento vergüenza ante ti, por hacerte compartir mis pesares y por ofrecerte, a una mujer joven, una tribulación con mi enfermedad. ¡No te consumas por culpa de estas penas mías! Tú me aconsejaste en eso, pero el asesinato de nuestra madre lo he ejecutado yo. Pero se lo reprocho a Loxias, quien, después de incitarme a una acción muy impía, con palabras me confortó, y no con hechos. Sospecho que mi padre, de haberle interrogado cara a cara si debía matar a mi madre, me habría dirigido muchas súplicas, por este mentón,

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para que no blandiera nunca la espada contra el cuello de aquella que me dio a luz, ya que él no iba por ello a recobrar la vida y yo, torturado, iba a padecer este colmo de desgracias.
Y, ahora, descubre, hermana, tu cabeza, y déjate de lágrimas, aunque estemos en tan penosa situación. Cuando veas que desfallezco, tú intenta reducir mi espíritu furioso y perturbado, y dame tus consuelos. Y cuando tú solloces, he de estar yo a tu lado y animarte con cariño. Pues éstos son los socorros valiosos entre los que se quieren.

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Conque, infeliz, entra dentro del palacio, acuéstate y entrega al sueño tus ojos insomnes, prueba los alimentos y da un baño a tu piel. Pues si me abandonas o con este velar a mi lado adquieres una enfermedad, estamos perdidos. A ti sola te tengo como auxilio; de los demás, ya lo ves, estoy abandonado.
Electra.- No es posible. Contigo preferiré morir y vivir. Porque es lo mismo. Si tú mueres, ¿qué haré yo, mujer? ¿Cómo voy a salvarme sola, sin hermano, sin padre, sin amigos? Si te parece,

 

hay que actuar así. Echa tu cuerpo en la cama, y no trates de enfrentar fuera del lecho lo que en exceso te agite y te aterroriza, sino que quédate sobre la cama. Pues aunque no estés enfermo, sólo con creer estarlo encuentran los hombres un motivo de fatigas y desesperación.
(Sale Electra.)