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EDIPO.- Hijos míos, vástagos recientes del antiguo Cadmo, ¿por qué esta actitud, aquí sentados, como suplicantes coronados por ramos de olivo [1]?... A todo esto, la ciudad está llena de incienso, hasta rebosar de peanes y lamentos. Y yo, hijos, al que todos llaman el ilustre Edipo, no he tenido por justo enterarme de boca de mensajeros y he venido aquí en persona.
(Al sacerdote). Venga, anciano, habla, que te cuadra a ti tomar la palabra en repre­sentación de estos jóvenes: ¿con qué finalidad estáis aquí sentados?

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¿Por temor, o acaso para hacer algún ruego? Mi voluntad es, decididamente, socorreros: sería en verdad bien despiadado si no me apenara esta actitud vuestra.
SACERDOTE.- Ya ves, Edipo, señor soberano de mi tierra, qué edad tenemos los que estamos junto a tus altares: ellos, un puñado escogido de jóvenes sin fuerza todavía para volar muy lejos; otros, torpes por la vejez, como sacerdotes –yo lo soy de Zeus- y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, ante los dos templos de Palas
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o cerca de la ceniza profética de Ismeno [3]. Porque la ciudad, como tú mismo sabes, está ya demasiado sumida en la agitación y no puede levantar aliviada la cabeza ante la avalancha de muertes: se consume en la tierra, en los frutos de los cálices; se consume en los rebaños de bueyes que pastan y en los hijos que no llegan a nacer de las mujeres. Se ha abatido contra la ciudad, la acosa, un dios armado de fuego, la peste, el más cruel enemigo; por él se vacía la casa de Cadmo y se enriquece el negro Hades, a fuerza de lamentos y de lloro.

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Ni yo ni estos muchachos que estamos aquí suplicantes pensamos que seas igual a los dioses, pero sí te juzgamos el primero de los mortales en las vicisitudes de la vida y en los avatares que los dioses envían; a ti, Edipo, que, llegado a esta ciudad, al punto la libraste del tributo que venía pagando a la dura cantora [4], y no porque nosotros te diéramos ningún indicio ni te instruyéramos en algo, sino -según se dice y es común opinión- porque la voluntad de un dios te puso en nuestra vida para que la enderezaras.
Y ahora, Edipo, tú, a juicio de todos el más fuerte,

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halla algún remedio para nuestros males: éste es el ruego que te hacemos, suplicantes, radique en algo que le hayas oído decir a un dios o en algo que sepas por un hombre. Bien sé yo que la experiencia se nota en los consejos, merced a las circunstancias de la vida. Ve, tú, el mejor de los hombres, lleva otra vez derechamente la ciudad y ten cuidado: hoy esta tierra te aclama como a su salvador, porque te preocupaste de ella; que no tengamos que recordar tu gobierno como una época en que nos levantamos firmes para caer hasta el máximo:

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no, lleva otra vez derechamente la ciudad, y de modo seguro. Entonces, bajo favorables auspicios, pudiste ofrecernos buena fortuna; pórtate como entonces, ahora. Y así, si realmente has de gobernar esta tierra, como de hecho la gobiernas, será mejor que tu gobierno sea sobre hombres, y no sobre la ciudad vacía, que no hay baluarte ni nave, no, de estar desiertos, de no habitar hombres dentro.
EDI.- ¡Pobres hijos míos! El deseo que habéis venido a traerme no me era desconocido, que ya lo sabía, pues bien sé que sufrís todos;

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mas, en vuestro sufrimiento, no hay quien sufra tanto como yo, porque vuestro dolor va sólo a uno -cada uno por sí mismo-, y no a otro, y mi corazón gime, en cambio, gime por la ciudad y por mí y por ti también. De forma que no os hayáis venido a despertarme de un sueño en que durmiera; habéis de saber que a mí me ha costado esto muchas lágrimas y que, en el ir y venir de mis cavilaciones, me ha llevado por muchos caminos. El único remedio que, tras considerado todo, pude hallar, éste he puesto en práctica: al hijo de Meneceo, a Creonte, mi propio cuñado, lo envié al oráculo pítico de Febo [5],

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para que preguntara con qué obras o con qué palabras puede salvar nuestra ciudad. Y estar ya a hoy, cuando cuento el tiempo que hace que se fue, me hace temer no le haya pasado algo. Hace que está fuera más tiempo del normal, más del que corresponde. Pero, cuando llegue, de no hacer yo todo cuanto el dios haya manifestado, entonces toda la culpa fuera mía.
SAC.- En buen momento has hablado: estos muchachos me hacen señas de que, ahora mismo, Creonte se acerca ya hacia aquí.
(Creonte, que llega apresurado, se deja ver.)
EDI.- ¡Oh, Apolo soberano! Si viniera en buena hora con la salvación,

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como parece indicar su luminoso rostro.
SAC.- Sí, a lo que parece, viene alegre; de no ser así no vendría con la cabeza coronada de este laurel [6] florido.
EDI.- Al punto lo sabremos, que ya está cerca y puede oírme. (A Creonte.) Príncipe hijo de Meneceo, mi pariente: ¿cuál es el oráculo del dios que vienes a traernos?
CREONTE.- Excelente, porque hasta la desgracia, digo yo, de hallar una recta salida, puede llegar a ser buena fortuna.
EDI.- Pero, ¿qué es lo que ha manifestado? Porque lo que llevas dicho, con no asustarme, tampoco me da ánimos.

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CRE.- Si quieres oírme en su presencia (señalando a los suplicantes), estoy dispuesto a hablar, como si quieres ir dentro.
EDI.- Habla aquí, en presencia de todos, que más aflicción siento por ellos que si de mi propia vida se tratara.
CRE.- Paso, pues, a decir la noticia que he recibido del dios. Con toda claridad el soberano Febo nos da la orden de echar fuera de esta tierra una mancha de sangre que aquí mismo lleva tiempo alimentándose y de no permitir que siga creciendo hasta ser incurable.
EDI.- Sí, pero, ¿con qué purificaciones? ¿De qué tipo de desgracia se trata?
CRE.- Sacando de aquí al responsable, o bien purificando muerte por muerte, a su vez,

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porque esta sangre es la ruina de la ciudad.
EDI.- Pero, ¿la suerte de qué hombre denuncia así el oráculo?
CRE.- Señor, en otro tiempo teníamos en esta tierra como gobernante a Layo, antes de hacerte tú cargo de la dirección de Tebas.
EDI.- Lo sé, aunque de oídas, porque nunca le conocí.
CRE.- Pues bien, ahora el oráculo prescribe expresamente que los responsables de su muerte tienen que ser castigados.
EDI.- Pero, ellos, ¿dónde están? ¿Dónde podrá hallarse el rastro indiscernible de una culpa tan antigua?
CRE.- Aquí en esta tierra, ha dicho,

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y siempre es posible que uno se haga con algo, si lo busca, así como se escapa aquello de lo que uno no se cuida.
EDI.- Pero, Layo, ¿cayó herido de muerte en el palacio, en el campo o en otra tierra, acaso?
CRE.- Había salido a consultar el oráculo, según se dice, pero, desde el día en que salió, jamás ha vuelto a palacio.
EDI.- Pero, ¿ni un mensajero, ni un compañero de camino saben nada que podamos saber y que nos pueda ser útil?
CRE.- Murieron todos, excepto uno, solamente, que huyó amedrentado y sólo pudo contar con certeza, de lo que sabía, una cosa.
EDI.- ¿Cuál? Podríamos saber mucho más, por un indicio únicamente, con sólo que tuviéramos una base,

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por mínima que fuera, en qué fundamentar nuestra esperanza.
CRE.- Dijo que hallaron por azar unos salteadores y que ellos le mataron, no por la fuerza de uno sino uniendo todos sus manos.
EDI.- Pero, ¿cómo un bandolero, de no haber algo tramado desde aquí, con dinero de por medio, habría llegado a tal grado de osadía?
CRE.- Esto fue lo que nos pareció, pero, muerto Layo, no apareció, en la desgracia, quien pensara en vengarle.
EDI.- ¿Qué desgracia pudo, caído así vuestro rey, impediros ponerlo todo en claro?
CRE.- La Esfinge, cuyos sutiles cantos nos exhortaban

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a fijarnos en lo que teníamos a nuestros pies sin preocuparnos de lo oscuro.
EDI.- Pues yo desde el principio reemprenderé la investigación y lo aclararé. Es digno de Febo, si, y digno también de ti, que hayas puesto ahora esta solicitud en favor del muerto. Y es justo que en mí veáis a un aliado que sale en favor de esta tierra y del dios, juntamente. Yo alejaré esta mancha, y no por unos amigos lejanos, sino por mí mismo, porque sea quien fuere el asesino de Layo, podría ser que también contra mí quisiera, de modo parecido, tomarse venganza;

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es en mi beneficio, pues, que voy en socorro de Layo.
(A los jóvenes suplicantes.) Venga, muchachos, levantaos de estos peldaños y llevaos estas ramas de suplicantes; que otro convoque aquí a asamblea al pueblo de Cadmo por el que estoy yo dispuesto a hacerlo todo... O a vivir feliz a la vista de todos, con la ayuda de la divinidad, o a sucumbir.
SAC.- Va, pues, muchachos, levantémonos. Era por gracia de lo que el rey nos promete que habíamos venido. Y Febo, que nos ha mandado estos oráculos, quiera venir a salvarnos y a poner fin a la peste.

 

(Se van el sacerdote y los jóvenes. Entran Edipo y Creonte en palacio. Hace su entra da el coro de ancianos tebanos, la voz del pueblo en la asamblea que ha convocado Edipo.)

[1] Los que acudía en actitud de súplica llevaban en la mano, como señal, unos ramos de olivo o laurel que dejaban sobre el altar y retiraban cuando la petición era satisfecha.

[2] Atenea tenía dos templos en Tebas.

[3] Ismeno no es el dios fluvial del mismo nombre, sino el semidiós tebano, hijo de Apolo.

[4] La Esfinge enviada por Hera contra Tebas para castigar el crimen de Layo de amar al hijo de Pélope. Sus enigmas eran en verso.

[5] A Delfos, el santuario más famoso de Grecia.

[6] El laurel era el árbol sagrado de Apolo y con sus ramas se coronaba a los mensajeros portadores de gratas nuevas.