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(Llega un mensajero.)
Mensajero.- Vecinos del palacio de Cadmo y de Anfión , no existe vida humana que, por estable, yo pudiera aprobar ni censurar. Pues la fortuna, sin cesar, tanto levanta al que es infortunado como precipita al afortunado, y ningún adivino existe de las cosas que están dispuestas para los mortales.

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Creonte, en efecto, fue envidiable en un momento, según mi criterio, porque había liberado de sus enemigos a esta tierra cadmea y había adquirido la absoluta soberanía del país. Lo gobernaba mostrándose feliz con la noble descendencia de sus hijos.  Ahora todo ha desaparecido. Pues, cuando los hombres renuncian a sus satisfacciones, no tengo esto por vida: antes bien lo considero un cadáver que alienta. Hazte muy rico en tu casa, si quieres, y vive con el boato de un rey, que, si de ello está ausente el gozo,

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no le compraría yo a este hombre todo lo demás por la sombra del humo, en lugar de la alegría.
Corifeo.-
¿Con qué nueva desgracia de los reyes nos llegas?
Mensajero.-
Han muerto, y los que están vivos son culpables de la muerte.
Corifeo.-
Y, ¿quién es el que ha matado? ¿Quién el que está muerto? Habla.
Mensajero.-
Hemón ha muerto. Su propia sangre le ha matado.
Corifeo.-
¿Acaso a manos de su padre o de las suyas propias?
Mensajero.-
Él en persona, por si mismo, como reproche a su padre por el asesinato.
Corifeo.-
¡Oh adivino! ¡Cuán exactamente has acertado en tu profecía!
Mensajero.-
Ya que están así las cosas, queda tomar una decisión sobre lo demás.
Corifeo.-
Veo a Eurídice, la infortunada esposa de Creonte.

1190

Sale de palacio, porque ha oído hablar de su hijo o bien por azar.
Eurídice.- ¡Oh ciudadanos todos! He oído vuestras palabras cuando me dirigía hacia la puerta para llegarme a invocar a la diosa Palas con plegarias. En el momento en que estaba soltando los cerrojos de la puerta, al tiempo que la abría hacia mí, me llega a los oídos el rumor de una desgracia que me afecta. Presa de temor, me caigo de espaldas en brazos de las criadas y me desvanezco.

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Pero, sea cual sea la noticia, decidía de nuevo. Pues la escucharé como quien está avezado a las desgracias.
Mensajero.-
Yo, querida dueña, por estar presente hablaré y no omitiré nada que sea verdad. Pues, ¿por qué iba yo a mitigarte cosas por las que más adelante quedaríamos como mentirosos? La verdad prevalece siempre. Yo acompañé en calidad de guía a tu esposo hasta lo alto de la llanura, donde yacía aún destrozado por los perros, sin obtener compasión, el cuerpo de Polinices. Después de suplicar a la diosa protectora del camino[47] y a Plutón que contuvieran su cólera y resultaran benévolos,

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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y tras lavarle con agua purificada, entre todos quemamos con ramas recién cortadas lo que había quedado de él y levantamos un elevado túmulo de tierra materna. A continuación nos introducimos en la pétrea gruta, cámara nupcial de Hades para la muchacha. Alguien oye desde lejos un sonido de agudos plañidos en torno al tálamo privado de ritos funerarios, y, acercándose, lo hace notar al rey Creonte. Éste, al aproximarse más aún, escucha también confusos gemidos de funesto clamor y, entre lamentos,

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lanza estas desgarradoras palabras: <¡Ay, infortunado de mí! ¿Soy acaso un adivino? ¿Estoy recorriendo tal vez el más desdichado camino de los que he recorrido? La voz de mi hijo me recibe. Ea, criados, llegaos más cerca rápidamente y, una vez que os coloquéis junto a la tumba, mirad, introduciéndoos en el mismo orificio por la abertura producida al apartar la piedra del túmulo, si estoy escuchando la voz de Hemón o si estoy engañado por los dioses. Miramos, según nos lo ordenaba nuestro abatido dueño, y vimos a la joven en el extremo de la tumba colgada por el cuello,

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suspendida con un lazo hecho del hilo de su velo, y a él, adherido a ella, rodeándola por la cintura en un abrazo, lamentándose por la pérdida de su prometida muerta por las decisiones de su padre, y sus amargas bodas. Creonte, cuando le vio, lanzando un espantoso gemido, avanza al interior a su lado y le llama prorrumpiendo en sollozos: <Oh desdichado, ¿qué has hecho? ¿Qué resolución has tomado? ¿En qué clase de desastre has sucumbido? Sal, hijo, te lo pido en actitud suplicante.»

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Pero el hijo, mirándole con fieros ojos, le escupió en el rostro y, sin contestarle, tira de su espada de doble filo. No alcanzó a su padre, que habla dado un salto hacia delante para esquivarlo. Seguidamente, el infortunado, enfurecido consigo mismo como estaba, echó los brazos hacia adelante y hundió en su costado la mitad de su espada. Aún con conocimiento, estrecha a la muchacha en un lánguido abrazo y, respirando con esfuerzo, derrama un brusco reguero de gotas de sangre sobre su pálida faz. Yacen así, un cadáver sobre otro,

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después de haber obtenido sus ritos nupciales en la casa de Hades y después de mostrar que entre los hombres la irreflexión es, con mucho, el mayor de los males humanos.
(Eurídice entra en palacio sin pronunciar palabra
.)
Corifeo.- ¿Qué podrías conjeturar ante esto? La reina se ha ido de nuevo sin decir una palabra buena o mala[48].
Mensajero.-
Yo también estoy atónito. Pero alimento esperanzas de que, enterada de las penas del hijo, no considere apropiados los lamentos ante la ciudad, sino que, bajo el techo, dentro de la casa, impondrá a sus criadas un duelo Intimo para llorarle. Pues uso no está privada de juicio como para cometer una falta.

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Corifeo.- No lo sé. A mí me parece que son funestos, tanto el demasiado silencio como el exceso de vano griterío.
Mensajero.-
Vamos a saberlo entrando en palacio, no sea que esté ocultando algo reprimido en secreto en su corazón irritado. Tienes razón, también existe motivo de pesadumbre en el mucho silencio.
(Entra en palacio y se cierra la puerta.)
Corifeo.-
Aquí llega Creonte en persona, llevando en sus brazos la señal clara, si es lícito decirlo, de la desgracia, no por mano ajena, sino por su propia falta.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Estrofa 1ª.
Creonte.-
¡Ah, porfiados yerros causantes de muerte, de razones que son sinrazones! ¡Ah, vosotros que veis a quienes han matado y a los muertos del mismo linaje! ¡Ay de mis malhadadas resoluciones! ¡Ah hijo, joven, muerto en la juventud! ¡Ay, ay, has muerto, te has marchado por mis extravíos, no por los tuyos!
Corifeo.-¡Ay, demasiado tarde pareces haber conocido el castigo!

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Creonte.- ¡Ay de mí! Ya lo he aprendido, ¡infortunado! Un dios entonces, sí, entonces, me golpeó en la cabeza con gran fuerza y me metió por caminos de crueldad, ¡ay!, destruyendo mi pisoteada alegría. ¡Ay,ay, ah, penosas penas de los mortales!
(Sale un mensajero de palacio.)
Mensajero.-
¡Oh amo, cuántas desgracias posees y estás adquiriendo, unas llevándolas ahí en tus manos, las otras parece que, tras llegar, pronto las verás en palacio!

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Creonte.- ¿Qué? ¿Existe, pues, aún algo peor que mis desgracias?
Mensajero.- Tu mujer ha muerto, la abnegada madre de este cadáver, ¡infeliz!, por golpes recién infligidos.
Antistrofa 1ª.
Creonte.-
¡
Ah, puerto del Hades nunca purificado! ¿Por qué a mi precisamente, por qué me aniquilas? ¡Oh tú que me causas dolores con estas malas noticias! ¿Qué palabras dices? ¡Ah, ah! Nueva muerte has dado a un hombre que ya estaba muerto. ¿Qué dices, oh hijo? ¿Qué novedad me cuentas? ¡Ay, ay!

1300

¿La muerte a cuchillo de mi mujer me acecha para mi ruina?
(Se abre la puerta de palacio y se muestra el cuerpo de Eurídice.)
Corifeo.-
Te es posible verlo, pues no está ya oculto.
Creonte.-
¡Ay, ésa es la segunda desgracia que contemplo, desdichado! ¿Cuál es, cuál es el destino que a partir de ahora me aguarda? Acabo de sostener en mis manos, desventurado, a mi hijo, y ya contemplo ante mío tro cadáver. ¡Ay, infortunada madre! ¡Ay, hijo!

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Mensajero.- Ella, herida por afilado instrumento al pie del altar, relaja sus párpados en la oscuridad, no sin lamentar antes el vacío lecho de Megareo[49] , que murió primero, y, después, el de éste, y, por último, deseándote desgracias a ti, asesino de sus hijos.
Estrofa 2ª.
Creonte.-
¡
Ay, ay, estoy fuera de mí por el terror! ¿Por qué no me hiere alguien de frente con espada de doble filo? ¡Infortunado de mí, ah!

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Estoy sumido en una desgraciada aflicción.
Mensajero.-
Como si tuvieras la culpa de esta muerte y de la de aquél eras acusado por la que está muerta.
Creonte.-
Y, ¿de qué manera se dio sangriento fin?
Mensajero.-
Hiriéndose bajo el hígado a sí misma por propia mano, cuando se enteró del padecimiento digno de agudos lamentos de su hijo.
Estrofa 3ª.
Creonte.-
¡Ay de mí! Esto, que de mi falta procede,  nunca recaerá sobre otro mortal. ¡Yo solo, desgraciado, yo te he matado, yo, cierto es lo que digo! Ea, esclavos,

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sacadme cuanto antes, llevadme lejos, a mí que no soy nadie.
Corifeo.- Provechosos son tus consejos, si es que algún provecho hay en las desgracias. Los males que se tienen delante son mejores cuanto más breves.
Antistrofa 2ª.
Creonte.-
¡Que llegue, que llegue, que se haga visible la que sea la más grata para mí de las muertes, trayendo el día final, el postrero!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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¡Que llegue, que llegue, y yo no vea ya otra luz del día!
Corifeo.-
Eso pertenece al futuro. Es preciso ocuparnos de lo que nos queda por hacer. De eso se ocuparán aquellos de quienes sea menester.
Creonte.-
Pero lo que yo deseo lo he suplicado con esas palabras.
Corifeo.-
No supliques ahora nada. Cuando la desgracia está marcada por el destino, no existe liberación posible para los mortales.
Antistrofa 3ª.
Creonte.-
Quitad de en medio a este hombre equivocado que, ¡oh hijo!, a ti, sin que fuera ésa mi voluntad, dio muerte,

 

 

 

 

 

 

 

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y a ti, a la que está aquí. ¡Ah, desdichado! No sé a cuál de los dos puedo mirar, a qué lado inclinarme. Se ha perdido todo lo que en mis manos tenía, y, de otro lado, sobre mi cabeza se ha echado un sino difícil de soportar.
Corifeo.-
La cordura es con mucho el primer paso de la felicidad. No hay que cometer impiedades en las uso relaciones con los dioses.

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Las palabras arrogantes de los que se jactan en exceso, tras devolverles en pago grandes golpes, les enseñan en la vejez la cordura.

[47] Hécate, diosa de los caminos. Solía tener estatuas en las encrucijadas.

[48] El Coro hace notar el misterioso silencio con que se retira la reina, que no hace presagiar nada bueno (Cf. Edipo Rey v. 1075, Traquinias v. 813).

[49] Megareo, nombre que parece referirse al que Eurípides llama Meneceo, el otro hijo de Creonte y Eurídice., sacrificado antes del combate para obtener la victoria de Tebas ante el asedio de los argivos.