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(Entra Tiresias, el adivino ciego, guiado por un niño.)
Tiresias.-
Príncipes de Tebas, por un camino común hemos venido dos que ven por uno solo[39]. Pues  para los ciegos el camino es posible gracias al guía.
(Sale Creonte.)

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Creonte.- ¿Qué nuevas hay, oh anciano Tiresias?
Tiresias.-
Yo te las revelaré y tú obedece al adivino.
Creonte.-
Hasta ahora, en verdad, no me he apartado de tu buen juicio.
Tiresias.- Y así has dirigido el timón de esta ciudad por la recta senda.
Creonte.- Puedo atestiguar que he experimentado provecho.
Tiresias.- Sé consciente de que estás yendo en esta ocasión sobre el filo del destino.
Creonte.-
¿Qué ocurre? ¡Cómo tiemblo ante tus palabras!
Tiresias.-
Lo sabrás si escuchas los indicios de mi arte. Cuando estaba sentado en el antiguo asiento destinado a los augures, donde se me ofrece el lugar de reunión de toda clase de pájaros,

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escuché un sonido indescifrable de aves que piaban con una excitación ininteligible y de mal agüero. Me di cuenta de que unas a otras se estaban despedazando sangrientamente con sus garras, pues el alboroto de sus alas era claro. Temeroso, me dispuse al punto a probar con los sacrificios de fuego sobre altares totalmente ardientes. Pero de las ofrendas no salía el resplandor de Hefesto, sino que la grasa de los muslos, después de gotear sobre la ceniza, se consumía, se llenaba de humo y salpicaba. Las bolsas de hiel se esparcían por los aires,

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y los muslos se desprendían y quedaban libres de la grasa que les cubría. De este muchacho aprendí tales cosas: que no se obtenían presagios de ritos confusos, pues él es para mí guía como yo soy para los demás. La ciudad sufre estas cosas a causa de tu decisión. En efecto, nuestros altares públicos y privados, todos ellos, están infectados por el pasto obtenido por aves y perros del desgraciado hijo de Edipo que yace muerto. Y, por ello, los dioses no aceptan ya de nosotros súplicas en los sacrificios, ni fuego consumiendo muslos de víctimas;

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y los pájaros no hacen resonar ya sus cantos favorables por haber devorado grasa de sangre de un cadáver. Recapacita, pues, hijo, ya que el equivocarse es común para todos los hombres, pero, después que ha sucedido, no es hombre irreflexivo ni desdichado aquel que, caído en el mal, pone remedio y no se muestra inflexible. La obstinación, ciertamente, incurre en insensatez. Así que haz una concesión al muerto y no fustigues a quien nada es ya. ¿Qué prueba de fuerza es matar de nuevo al que está muerto?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Por tenerte consideración te doy buenos consejos. Muy grato es aprender de quien habla con razón, si ha de reportar provecho.
Creonte.-
¡Oh anciano! Todos, cual arqueros, disparáis vuestras flechas contra mí como contra un blanco, y no estoy libre de intrigas para vosotros ni por parte de la mántica. Desde hace tiempo soy vendido y tratado como una mercancía por la casta de éstos[40]. Lucraos, comprad el ámbar de Sardes, si queréis, y el oro de India, que no pondréis en la sepultura a aquél, ni aunque, apoderándose de él, quisieran llevárselo como pasto las águilas de Zeus junto al trono del dios.

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Ni en ese caso, por temor a esta impureza, yo permitiré que enterréis a aquél. Sé muy bien que ningún mortal tiene fuerza para contaminar a los dioses. Pero, ¡oh anciano Tiresias!, los hombres más hábiles caen en vergonzosas caídas, cuando por una ganancia intentan embellecer, con sus palabras, vergonzosas razones.
Tiresias.- ¡Ay! ¿Acaso sabe alguien, ha considerado...?
Creonte.-
¿Qué cosa? ¿A qué te refieres tan común para todos?
Tiresias.-... que la mejor de las posesiones es la prudencia?

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Creonte.- Tanto como, en mi opinión, el no razonar es el mayor perjuicio.
Tiresias.-
Tú, no obstante, estás lleno de este mal.
Creonte.-
No quiero contestar con malas palabras al adivino.
Tiresias.- Pues lo estás haciendo, si dices que yo vaticino en falso.
Creonte.- Toda la raza de los adivinos está apegada al dinero.
Tiresias.- Y la de los tiranos lo está a la codicia.
Creonte.-
¿Es que no sabes que te estás refiriendo a los que son tus jefes?
Tiresias.-
Lo sé. Por mi has salvado a esta ciudad.
Creonte.-
Tú eres un sabio adivino, pero amas la injusticia.
Tiresias.- Me impulsarás a decir lo que no debe salir de mi pecho.

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Creonte.- Sácalo, sólo en el caso de que no hables por dinero.
Tiresias.-
¿Ésa es la impresión que te doy, cuando sólo procuro por ti?
Creonte.-
Entérate de que no compraréis mi voluntad.
Tiresias.-
Y tú, por tu parte, entérate también de que no se llevarán ya a término muchos rápidos giros solares antes de que tú mismo seas quien haya ofrecido, en compensación por los muertos[41], a uno nacido de tus entrañas a cambio de haber lanzado a los infiernos a uno de los vivos, habiendo albergado indecorosamente a un alma viva en la tumba, y de retener aquí, privado de los honores,

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insepulto y sacrílego, a un muerto que pertenece a los dioses infernales. Estos actos ni a ti te conciernen ni a los dioses de arriba, a los que estás forzando con ello. Por ello, las destructoras y vengadoras Erinias del Hades y de los dioses te acecharán para prenderte en estos mismos infortunios. Considera si hablo sobornado. Pues se harán manifiestos, sin que pase mucho tiempo, lamentos de hombres y mujeres en tu casa. Están unidas contra ti en una alianza de enemistad todas las ciudades

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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cuyos cadáveres despedazados encontraron enterramiento en perros o fieras, o en cualquier alado pajarraco que transporte el hedor impuro por los altares de la ciudad. Tales son las certeras flechas que —pues me ofendes— he disparado contra ti como un arquero airado, y tú no podrás escapar a su ardor (Al esclavo.) Muchacho, condúceme hacia casa, para que éste descargue su  cólera contra los más jóvenes y advierta que hay que mantener la lengua más callada y, en su pecho, un pensamiento mejor que los que ahora arrastra.

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Corifeo.- El adivino se va, rey, tras predecirnos terribles cosas. Y sabemos, desde que yo tengo cubiertos éstos mis cabellos, antes negros, de blanco, que él nunca anunció una falsedad a la ciudad.
Creonte.- También yo lo sé y estoy turbado en mi ánimo. Es terrible ceder, pero herir mi alma con una desgracia por oponerme es terrible también.
Corifeo.-
Necesario es ser prudente, hijo de Meneceo.
Creonte.-
¿Qué debo hacer? Dime. Yo te obedeceré.
Corifeo.- Ve y saca a la muchacha de la morada subterránea.

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Y eleva un túmulo para el que yace muerto.
Creonte.-
¿Me aconsejas así y crees que debo concederlo?
Corifeo.-
Y cuanto antes, señor. Pues los daños que mandan los dioses alcanzan pronto a los insensatos.
Creonte.-¡Ay de mí! ¡Con trabajo desisto de mi orden, pero no se debe luchar en vano contra el destino!
Corifeo.-
Ve ahora a hacerlo y no lo encomiendes a otros.
Creonte.-
Así, tal como estoy, me marcharé. Ea, ea, servidores, los que estáis y los ausentes, coged en las  manos hachas y lanzaos hacia aquel lugar que está a la vista[42].

 

Mientras que yo, ya que he cambiado mi decisión a ese respecto, igual que la encarcelé, del mismo modo estaré presente para liberarla. Temo que lo mejor sea cumplir las leyes establecidas por los dioses mientras dure la vida.

[39] Alusión al lazarillo.

[40] Por la casta de los adivinos, a los que Creonte supone que han sobornado los tebanos para asustarle.

[41] De Antígona y de Polinices.

[42] Creonte señala, al hablar, hacia la parte donde yacía el cuerpo de Polinices, no lejos de la cueva donde ha sido recluida Antígona.